La concreción de un cambio inquietante en Europa
Ya no hay avisos que valgan. La victoria de la ultraderecha en Italia es la confirmación de que se ha abierto un tiempo nuevo en la política occidental, del que la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos es el antecedente más claro e inquietante. Una parte significativa de las ciudadanías europeas y norteamericana ha dado la espalda a los principios de convivencia y de respeto a algunos derechos humanos básicos que han hecho posible la vida democrática desde el final de la segunda guerra mundial. Italia puede ser solo el principio.
Está claro que la victoria de Giorgia Meloni responde a las características propias e inexportables de la política transalpina. Es igualmente posible que su gobierno no dure mucho, que salte en algún momento por las contradicciones internas entre sus socios, y más si entre ellos figura el imprevisible e inextinguible Silvio Berlusconi, una figura y una trayectoria que tampoco podrían darse en ningún otro país europeo. Pero hay un mar de fondo que va más allá de las fronteras italianas.
Hermanos de Italia ha pasado del 4,4% al 26,3% en solo cuatro años. Ese crecimiento tan formidable, que las encuestas solo vienen detectando desde hace un año y medio, se ha producido porque ha quitado votos a derecha y a izquierda. A sus socios de coalición -sobre todo a la Lega del muy xenófobo Matteo Salvini, pero también a la Forza Italia de Silvio Berlusconi- y a sus opositores, el Partido Democrático de Enrico Letta, hasta ahora el gran referente del centro-izquierda y a partir de ahora una fuerza débil y de futuro incierto, y el movimiento Cinco Estrellas, el vencedor de las elecciones de 2018 y que ahora se ha salvado in extremis gracias a los votos cosechados en el sur del país.
El electorado de Giorgia Meloni es por tanto heterogéneo. Partiendo de un pequeño núcleo de extrema derecha fascista y admirador de Mussolini, como su propia líder, que sobrevive a todos los avatares desde hace más de siete décadas, Hermanos de Italia ha ido sumando buena parte del voto ultraconservador e intolerante que en Italia no ha dejado de crecer en los últimos años, al calor de las sucesivas crisis políticas y económicas y del descrédito y los fracasos de los partidos tradicionales.
Si algo une a ese electorado cansado de décadas de lo mismo es el apoyo a una fórmula política que, al menos, suene a nueva. Y la señora Meloni, aún entonando cánticos que se escuchan desde hace décadas, ha sabido ofrecer eso: tal vez simplemente porque nunca ha estado en las estructuras de poder.
Pero hay más: Hermanos de Italia tiene un programa de acción política y una lectura particular de la realidad italiana y de las acciones que esta requiere para ser mejorada. No son muy originales, sino que son las mismas de la ultraderecha de siempre, con un toque italiano adicional. La emigración como culpable de muchos de los problemas de la economía italiana, la intolerancia hacia movimientos LGTB y otros propios de la modernidad democrática, y un claro canto a los valores religiosos, a la tradición católica como principio inspirador de la sociedad italiana, son algunos de sus pilares.
Los electores de Meloni han aceptado todo eso. Algunos con pasión porque es su ideario, otros porque no les suena del todo mal esa música: la xenofobia antiinmigración de amplios sectores de la sociedad italiana es de las más intensas de Europa y el conservadurismo en las costumbres también es una actitud muy extendida, aunque la modernidad cultural italiana es de lo único que se habla fuera de sus fronteras. En contra de lo que se cree habitualmente, Italia es un país muy carca y el hecho de que en Roma esté la capital del catolicismo no es ajeno a ello. Y es asimismo muy probable que muchos curas y obispos hayan apoyado activamente a Hermanos de Italia.
Ese mundo, más o menos, se unió en torno a Berlusconi hace algo menos de dos décadas. Entonces los valores dominantes en el mismo eran los del éxito económico al alcance de cualquiera y el rechazo tajante de las propuestas reformistas de la izquierda y de los sindicatos y de los valores históricos de los mismos. Ahora es la defensa de un borrón y cuenta nueva sobre las bases de la tradición católica, del rechazo de cualquier forma de modernidad cultural y un nacionalismo que casa mal con las obligaciones de Italia con la Unión Europea, pero que en los primeros tiempos la señora Meloni guardará en un cajón, porque lo prioritario para su gobierno será recibir los 200.000 millones de euros de Bruselas que la maltrecha economía italiana necesita como el agua para sobrevivir.
Es inútil tratar de pronosticar qué hará el nuevo gobierno y cuál será su futuro. Hay que esperar. Entre otras cosas a que se forme. Lo que es seguro es que tendrá mucha libertad de maniobra, al menos en el campo de la política interior. Porque la oposición que debería hacerle frente ha quedado machacada. La izquierda no ha corrido la suerte de sus hermanos franceses, que prácticamente desaparecieron hace cinco años, pero tardará mucho en levantar cabeza si es que lo consigue. Y el movimiento 5 estrellas es solo una sombra de lo que quiso ser.
En Italia puede pasar cualquier cosa, por tanto. Y a medio plazo el gobierno de Giorgia Meloni puede terminar siendo una mina vagante en el escenario internacional y particularmente europeo. Pero lo peor es que la victoria de una ultraderecha bastante más primitiva y basta de lo que se cree en el país de la “finura” política es un golpe terrible al sostenimiento del proyecto democrático europeo como si no ocurriera nada. Sobre todo cuando en el continente hay unos cuantos candidatos a seguir los pasos italianos y algunos ya están en el poder. El 25 de septiembre de 2022 puede ser recordado como la fecha en que algo muy importante empezó a cambiar.
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