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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
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Él se sabe perseguido pero da pasos firmes en silencio, sin volver la cabeza, con ese desdén de quien va dejando claro que no tiene nada que explicar. Se cubre con un gorro negro que parece un pasamontañas y viste un pantalón con bolsillos laterales a la altura de los muslos, ese tipo de prenda práctica que vale tanto para guardar el móvil como para hacer más cómoda la guerra. Lleva al hombro una carabina de aire comprimido. Le acompaña otro hombre y ambos avanzan a paso rápido, como si huyeran de su sombra, con esa mezcla de calma y apresuramiento que tiene el malhechor cuando abandona sin correr el escenario de un crimen. Ella sí corre detrás, jadeando nerviosa. Va sosteniendo un móvil con el que graba esa realidad que se tambalea con su carrera. Se dirige a esos hombres armados, les increpa. Grita que están disparando a las cotorras, que les están pegando tiros. Recoge del suelo un cadáver al que le cuelga tanto el cuello que parece de goma, un cuerpo ya sin vida en el que, sin embargo, aún late la belleza del verde.

Hay, al menos, esos dos tipos de personas. Ella y él. Coincidieron la otra mañana en el parque de Fuente del Berro, que había sido cerrado por el Ayuntamiento para “efectuar trabajos de control de especies invasoras”. Aunque, los de Almeida, en vez de trabajar, efectuaron disparos. Aunque, en vez de controlar, los de Almeida mataron. Aunque se refirieron a esa vecinas en términos de xenofobia y, en vez de acoger, exterminaron. Por alguien hay que empezar: las argentinas. El plan ha sido dilapidar 2,9 millones de euros de las arcas públicas para quitar la vida a 12.000 cotorras. Doce mil cotorras. Con sus parejas, sus hijos, sus relaciones de apoyo y afecto, sus casas, sus posesiones, sus preocupaciones, sus placeres. Y los nuestros: ese intenso verde que vuela, las voces que nos trasladan a un trópico, una bandada que ablanda este aire de cemento. Las acusan de ocupar un espacio que no nos pertenece, de sobrevivir al capricho y el abandono por el que nos hicimos convivientes. Las acusan de desplazar a pájaros anteriores, como si aquellos no hubieran, a su vez, desplazado a pájaros anteriores, y aquellos, a su vez. Esta es la vez de las cotorras.

¿Tú qué prefieres ver: un deslumbrante verde volador o un tío disparando por el parque? ¿Con qué clase de persona te identificas: con la que corre, jadeante y desarmada, detrás del que dispara, o con el que carga, gélido, la carabina y mata la libertad y la belleza? Si para dar tu respuesta tienes dudas técnicas (relacionadas con nuestro ecosistema de dióxido de nitrógeno, nuestro hábitat de plataformas graníticas, nuestra casa de contenedores rebosantes), mi recomendación es que atiendas a las campaña ‘Son Nuestras Vecinas’, impulsada por la Asamblea Antiespecista de Madrid. Al acceder a una información ética sobre las cotorras, queda una estampa escalofriante: los dos tipos del parque son mercenarios del bulo, la ignorancia, la injusticia y un buen pelota en forma de contrato. Pero también está ella. La que enarbola el móvil para registrar la realidad que se tambalea. Sabe que las cotorras fueron traídas contra su voluntad en los 80 (¡ese verde precioso!) y han sabido adaptarse. Sabe que si su número supone un peligro para otras especies puede optarse por medidas como la esterilización para el control poblacional (lo han hecho en Pinto, en Leganés, en Getafe, en San Fernando de Henares).

¿Tú sabes que hay investigaciones que han demostrado que los nidos de las cotorras favorecen la nidificación de otras especies? ¿Sabes que nunca se le ha caído a nadie encima uno de sus nidos? ¿Sabes la diferencia de decibelios entre una cotorra y una moto? Queda tanto por saber. Y basta un click. Puede ser el del dedo que pincha un enlace o el del que aprieta el gatillo. Lo que debemos saber es cuál queremos que sea nuestra mano. La mano que sostiene el móvil como un arma, la mano que recoge y acaricia. O la mano que agarra la carabina y mata, sicaria, a nuestras vecinas.

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