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Los daños invisibles

Ventana con una luz encendida durante la noche.

Rosa María Artal

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Como cabe la remota posibilidad de que los desestabilizadores den una tregua durante estos días de Semana Santa, les propongo prestar atención a las emociones. A ese torbellino desatado por una enfermedad devastadora que se extiende por el mundo. Desde la pérdida y la muerte a la pasión por vivir, pasando por la soledad, los miedos, la solidaridad, el cansancio; desamparos y consuelos, en fin. Reconocerlos, siempre ayuda.

Las noticias nos traían hoy un aumento espectacular de los fallecimientos en España. Desde el 17 de marzo al 4 de abril, que viene a coincidir con una época dura del coronavirus, pero también con el estado de alarma para frenarlo y otros factores a tener en cuenta. Los propios expertos piden tiempo para relacionar si este enorme repunte de la mortalidad está relacionado directamente con la pandemia o no. El caso es que la mortandad ha aumentado un 47% como media sobre los últimos años, pero en las dos Castillas anda entre el 155% y casi el 200% más.

Aunque no solo ellos, han caído sobre todo los mayores de 75 años, seguidos de los de 65 en adelante. La sanidad pública está haciendo un esfuerzo sobrehumano a través de sus profesionales, que supla las carencias a las que le sometió la tijera del PP, pero la mayor parte de los esfuerzos van dedicados a atender la gravedad de la pandemia. En Madrid, Díaz Ayuso ha cerrado 46 centros de atención primaria, un sector esencial como remarcan en su protesta los propios profesionales. La España vaciada también debe sufrir esas mermas por lo que ya arrastraba.

Son datos pero falta evaluar actitudes. Estamos viviendo la salud de una forma muy distinta. Probablemente, ya no se va al médico salvo para casos graves. Y las enfermedades no han desaparecido, menos aún las crónicas. Algunas se habrán agravado por la menor actividad física y la ansiedad. Me cuenta una enferma de cáncer que le han suspendido temporalmente las sesiones de quimioterapia.

Para los más ancianos ha tenido que ser un golpe tremendo lo ocurrido en las residencias: las muertes y el abandono. La sensación que se ha transmitido desde los altos pilares de la economía neoliberal es que sobran por improductivos. No hay recursos si hemos de atender primero al lucro e incluso a la codicia. Todos estamos implicados en ese orden inhumano. A cualquier edad. Como seres humanos con sensibilidad y como posibles víctimas. De los que siguen considerando la “economía” un objetivo prioritario sobre las personas y las medidas sociales, un perjuicio para el desarrollo. Ahí estamos los sujetos a sus designios evidenciados ya tan caducos frente a la realidad: un sistema público fuerte afronta mucho mejor impactos como una pandemia que el sálvese quien pueda.

Vayamos más allá. Dudo si no habrá muchas personas que sientan como abusar o distraer recursos requerir atención médica si no es coronavirus lo que padecen. Neurología sí ha notado un descenso de un tercio en los ingresos por ictus. Lo que sí sé con seguridad es el miedo que tienen los padres de contagiar a los hijos y los hijos a los padres (y no digamos ya los abuelos), porque ocurre hasta estando asintomáticos.

Veo cómo la soledad y los temores van quebrando la fortaleza de muchas personas inmensamente fuertes. Con seres queridos enfermos, o por el propio miedo a caer también. Sé que el confinamiento es muy duro –quizás para unas personas más que para otras– y que a veces una opresión en el pecho, un estornudo, se disipan hablando, contándolo, sacándolo, porque no precisaban otro tratamiento. Ocurre con más frecuencia de lo que cada uno cree, menos quizás a las hienas.

Y la incertidumbre del futuro. El trabajo, el medio y la forma de vida, qué acabará y qué permanecerá. Y quién triunfará en la lucha que se libra en el mundo: más codicia y más fascismo, o por fin un equilibrio social. La realidad es palmaria pero el miedo y la inseguridad enturbian el juicio.

Vivimos sensaciones intensas que se agolpan unas sobre otras y ese desconcierto está siendo aprovechado en España por aves de rapiña. Para desestabilizar al Gobierno de coalición y sacar tajada. Ni siquiera la estupidez justificaría un aval semejante. Hablamos de la vileza de usar la conmoción de una sociedad para dar un golpe, con todas las comillas que quieran ponerles.

Por eso, cada bulo que se propaga hiere a la decencia social. Cada golpe en la cacerola –afortunadamente escasos- aporrea la sensibilidad democrática. Y cada aullido de las hienas, la lógica. Y todo acentúa la angustia. Esa ultraderecha que enfrenta a la convivencia con alevosía en las provocaciones que anda soltando sin cesar, constituye el peligro que pretende ser. No por su inconsistente realidad, sino porque ha impregnado a una derecha torpe y sin escrúpulos, y a unos poderes en la sombra que siguen incitando cambios precisos desde algunos medios. Sufrimos hasta de indignación e ira por tanta felonía.

La solidaridad que se ha desplegado es, por el contrario, un soporte que nos mantiene y la mejor baza para asentar el futuro. Tanto más útil, cuanto se dote de un análisis claro, altura de miras, y madurez. Es importante la madurez para abordar problemas de envergadura. Con las emociones solas se tiende a ciertas reacciones pueriles, desplegadas en balcones o en los vídeos de autoayuda. Mejor, bases racionales. Mejor, conocer la situación real palmo a palmo, cómo es para bien y para mal. No hace falta estar cantando y bailando todo el tiempo, ni con los niños. No desestimen el poder de una explicación con argumentos realistas.

Sufrimos de daños invisibles más allá de los que impone el coronavirus y su tratamiento que no son pocos precisamente. Estamos preocupados, tenemos miedo, inquietud por la falta de certidumbres que, si todo futuro trae, el que viene llega doblemente cargado. Nos agobiamos, claro que sí; y luego respiramos hondo. Decaemos, nos levantamos, alguien nos da una mano, nosotros la ofrecemos también. Hasta el día que se aclaren las incógnitas y acordemos cómo vamos a seguir. Porque eso es esencial preverlo.

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