El fin de la democracia o la irremediable adicción a las hipérboles
Solo en las últimas semanas la oposición ha dicho del Gobierno de Pedro Sánchez que “pretende demoler el Estado de derecho” (Ayuso), “se ha decidido a destrozar la democracia” (Ayuso), “vamos camino de una dictadura, sometidos por un tirano que pone en peligro el Estado de derecho” (Ayuso), “Sánchez quiere tener en la cárcel a la oposición, como en Nicaragua” (Ayuso), “es el presidente más autoritario de la democracia” (Feijóo), “España no tiene un presidente de Gobierno sino un aprendiz de dictador” (Arrimadas), “Pedro Sánchez está dando un autogolpe a la democracia española desde el poder, desde el Gobierno de España” (Arrimadas), “Pedro Sánchez está preparando un escenario que le permitiría dar el autogolpe que ha dado Pedro Castillo en Perú y no habría capacidad legal de detenerlo o de juzgarlo” (Abascal).
Cualquier decisión criticable del Gobierno, cualquier deterioro legal, cualquier medida digna de reprobación -que evidentemente las está habiendo- es etiquetada de inmediato como “la muerte del Estado de derecho”, “el fin de la democracia”, o si nos filmasen desde Hollywood: “Nuestro día más oscuro”. La oposición ha unificado su mensaje en torno a un mañana negro agitando la hipérbole como bandera.
La hipérbole puede ser un recurso efectivo porque capta la atención del votante, provoca que vea más allá de lo que antes veía, agudiza su perspectiva, demuestra vigor y entusiasmo; pero cuando su uso es tan frecuente y exagerado puede producir el efecto contrario: la parodia. Cuando la hipérbole se pasa de frenada más que hipérbole estamos hablando de engaño.
Pedro Sánchez ha sido convertido por la oposición en un supervillano perfecto, una especie de superhombre amoral: siniestro, poderoso, cruel. El nivel de teatralización de las amenazas es tal que si una civilización extraterrestre aterrizase en España y se pusiese a analizar los titulares o columnas de opinión de la prensa pensaría que vivimos en una República de facto con el rey derrocado, la Zarzuela tomada por independentistas, la oposición entre rejas, la Guardia Civil desmantelada, los leones del Congreso amordazados, las iglesias quemadas, una red de agentes comunistas desplegada por las calles y el idioma español agonizando en las escuelas. La civilización extraterrestre pensaría que en esta dictadura sobrevenida los ciudadanos no tenemos derecho a voto, opinión, movilización, reunión o disidencia, e incluso estamos obligados a tener fotos de Pedro Sánchez en el salón de cada casa, encima de una televisión que ya sólo emite mensajes suyos en bucle, junto a alguna reposición de La que se avecina.
Porque esa es otra. Los que prodigan que el Gobierno trata de eliminar a la oposición silenciándoles –previo paso a su encarcelación, es de suponer-, a todos ellos los vemos, leemos y escuchamos a diario, en tribunas, artículos, ruedas de prensa, entrevistas televisivas, foros y redes sociales. Es una modalidad atípica de censura en la que se escucha más al censurado que al censor. En realidad, en esa visibilidad radica precisamente el atractivo de la hipérbole. Porque exagerar provoca una reacción, y después una reacción a la reacción, y así sucesivamente a través de interminables muestras de reactividad hiperbólica. Esta es la política de nuestro tiempo, efectiva en la radicalización y el agotamiento.
Pero ¿qué hay bajo la inflación lingüística? ¿Qué medidas, qué política, qué cesiones o concesiones, qué soluciones? Convendría algo de concreción porque se acercan elecciones autonómicas y generales. O, bueno, tal vez no; a veces se me olvida que estamos viviendo el ocaso de la democracia.
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