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Un día en la vida de un trabajador

Varios usuarios de Renfe en uno de los andenes de la Estación de Sants de Barcelona el pasado martes. EFE/ Marta Pérez

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Salió de la ducha tarareando el Hoy puede ser un gran día de Serrat, pero en seguida todo se torció: una llamada le informó de que un familiar estaba en la ambulancia con todos los síntomas de haber sufrido un ictus. Pero en cuanto llegó al hospital público se dio cuenta de que lo peor estaba aún por llegar: pacientes amontonados en box provisionales sin ninguna intimidad, enfermeras y médicos completamente sobrepasados -y agotados tras más de una década de recortes y la pandemia- y sin los medios necesarios para abordar rápidamente y con eficacia el ictus. El pronóstico ya era malo, pero el colapso del hospital iba a agravarlo, pese a los esfuerzos del personal.

Puede que la sanidad pública en España esté entre las mejores del mundo, pero las cifras no lo sostienen: el país está por debajo de la media de la UE y también de la OCDE en la mayoría de indicadores clave: inversión pública por habitante en sanidad, camas disponibles, número de enfermeras, etc. Y la pandemia la ha dejado exhausta.

Como hace tiempo que se toma en serio la situación de emergencia climática, había ido al hospital en transporte público, pero a la vuelta se vio atrapado más de una hora en la desvencijada estación de Cercanías, con una retraso tan monumental como habitual tras décadas de déficit de inversión por parte de las mismas autoridades que hacen llamamientos continuos a utilizar el transporte público para reducir el caos circulatorio y las emisiones. Pero nadie debería sorprenderse ante este otro colapso cotidiano: economistas como Germà Bel advirtieron ya en la década de 2000 de que los delirios de grandeza de querer tener la mejor red de AVE del mundo la acabarían pagando las clases populares, que usan sobre todo Cercanías.

Pese al sofocante calor, con más de 40º de temperatura, desplegó su improvisada oficina portátil -un móvil y un ordenador- para seguir trabajando mientras esperaba que se reanudara la circulación. Está acostumbrado a ponerse a trabajar en cualquier momento y en cualquier espacio. En realidad, no le queda otra porque la vida se ha puesto tan difícil que ya no le basta con un trabajo para intentar llegar a fin de mes: el salario mediano de este país es de apenas 20.000 euros brutos al año, según el INE: ¿de verdad alguien cree que con lo que cuesta todo lo esencial para vivir -techo, comida, transporte- las familias trabajadoras pueden llegar a fin de mes? En realidad, muchas no lo logran: según Eurostat, el porcentaje de trabajadores pobres alcanza el 11,8% del total, el 34% más que la media en la eurozona.

El parón de Cercanías le hizo llegar tarde a la cita con un cliente en Barcelona, con lo que le subió un poco más la tensión pensando en el crédito con aval ICO que, en tanto que autónomo, le fue concedido durante la pandemia pero cuya amortización empieza en septiembre. Las vaporosas promesas gubernamentales de que se iba a ampliar el periodo de carencia no acaban de concretarse y cada nuevo cliente perdido le devuelve la angustia de no saber cómo va a hacer para devolver el préstamo.

Empapado de sudor -cuando llegó el tren, iban todos como sardinas y por supuesto sin aire acondicionado-, buscó un restaurante modesto para almorzar, pero tuvo que dar muchas vueltas antes de encontrar uno con un menú barato para que la Agencia Tributaria lo acepte como dieta: las magnitudes de referencia de Hacienda no han cambiado pese a la brutal inflación, que amenaza además con hacerle saltar a un tramo impositivo de “más adinerado”, pese a que en realidad su poder adquisitivo ha caído en picado. 

Comió rápido y se fue pronto de Barcelona, no sea que trascienda que es un “enemigo del pueblo” porque en el piso en el Maresme donde vive alquila habitaciones por días para intentar completar el salario. Las clases populares lo han hecho toda la vida, pero en la narrativa oficial del Ayuntamiento de Barcelona la figura del “hogar compartido” es exactamente lo mismo que un piso turístico que gentrifica barrios y encarece el precio de los alquileres: ¡todos especuladores! 

Exhausto, pero ya en el Maresme, pasó por el supermercado para comprar comida y constatar de nuevo el brutal aumento de precios en los productos esenciales para la vida -¡el aceite de oliva ya sube el 36% en el último año!-, y al llegar a casa le esperaba la factura de la electricidad y del gas, que fue como si le quitaran medio brazo: ningún rastro aún de los grandes acuerdos políticos que supuestamente van a poner en cintura los precios de la energía sin necesidad de tocar los beneficios caídos del cielo de las multinacionales.

En casa le esperaba su hija, aunque apenas balbuceó un “hola”, enganchada como estaba al móvil, disfrutando de la jornada intensiva escolar que con entusiasmo las autoridades venden como un gran avance hacia la conciliación: ¡gracias!

Pese al agotamiento, y mientras calentaba un plato precocinado con procesados de toda índole -a estas horas no le quedaban ya fuerzas para ponerse a preparar comida ecológica y de proximidad, que por otro lado tampoco tenía en la nevera a causa de su elevado precio-, quiso ver el informativo en televisión, pero no aguantó demasiado tiempo: se puso muy nervioso cuando escuchó a la portavoz económica del Gobierno “más de izquierdas desde la II República” hablar de una “robusta recuperación”. Y todavía más cuando constató que el líder de la oposición de derechas trataba de capitalizar el malestar social, pese a que fue su partido el que impuso el rescate de los bancos a costa de una brutal “devaluación interior” de los trabajadores, con la pérdida del 10% del poder adquisitivo y de muchos derechos laborales.

Así que cerró el televisor, comió de mala gana y se refugió en su dormitorio, donde pensaba reírse un rato releyendo Cándido, la sátira de Voltaire, en la que el filósofo Pangloss sostiene que, a pesar de todo, vivimos en el mejor mundo posible. Pero antes se le ocurrió hojear La Vanguardia y ahí encontró un artículo de Santi Vila, uno de los políticos liberales preferidos del establishment, que opinaba que lo que el país reclama es “lujo y alegría”. 

Y ahí es cuando ya se vino abajo. No había forma de conciliar el sueño, pensando en 1917, 1933 o 1939 y tratando de imaginarse cómo iba estallar en esta ocasión el malestar social acumulado por el deterioro de la vida cotidiana y el divorcio entre la ciudadanía y las elites, y si lo haría con la misma virulencia de antaño.

Solo tomarse una pastilla para dormir le devolvió la calma. Al fin y al cabo, uno de cada cuatro trabajadores necesita somníferos para poder dormir, según la última encuesta anual sobre trabajo y salud que pilota la UAB, porcentaje que roza el 30% en las mujeres y el 36% entre el personal de emergencia sanitaria. 

Y a soñar con que mañana sí puede ser un gran día.

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