Eunucos por el Reino de los Cielos
Ninguna sorpresa. El informe del Defensor del Pueblo sobre la pedofilia en la iglesia católica no revela grandes novedades. En todo caso, confirma. De los datos aportados al Congreso el pasado viernes se desprende que unas 233.000 personas han sufrido abusos, antes de la mayoría de edad, por parte de sacerdotes y miembros de órdenes religiosas en España. Más de 8.000 personas, una muestra muy representativa para cualquier tipo de encuesta, han sido entrevistadas.
Pero ya en 1994, hace casi tres décadas, con una muestra mucho menor, el estudio 'Abusos sexuales a menores, lo que recuerdan de mayores', del catedrático de Psicología Félix López Sánchez, estimaba en unas 300.000 las víctimas de abusos por parte del clero español. Ninguna sorpresa.
Hablamos de cifras altísimas y de un dolor apabullante. La minuciosa investigación encabezada por Íñigo Domínguez en el diario El País ha ido desgranando, caso por caso y durante años, cientos de tragedias personales.
Una vez le pregunté a un alto cargo vaticano cuál era la razón de que tantos sacerdotes (una minoría entre ellos, aunque una minoría nada despreciable) cometieran crímenes pedófilos. Me habló de la pureza. En los Evangelios, en especial el de Mateo (“Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos”, 19, 15), se identifica a los niños con la pureza. Por una extraña contorsión psicológica, según el alto cargo vaticano, algunos sacerdotes se sentían “atraídos por la pureza infantil como algo cercano a la divinidad” y “pecaban”.
Puede que en ciertos casos ocurra algo así. Hablando con curas de a pie y, sobre todo, con un sacerdote especialista en el sacramento de la confesión (si ese hombre pudiera dar una entrevista haría revelaciones asombrosas), se podía extraer una conclusión distinta y más sencilla: los niños están muy a mano en los colegios e internados y son relativamente fáciles de manipular. En general, me dijeron, quienes abusaban de niños o niñas también mantenían relaciones sexuales con adultos. Ocurre que los adultos son más complicados.
Eso nos lleva a la cuestión del celibato y de la castidad. Ni una cosa ni la otra son dogmas de fe. Lo del celibato obligatorio se estableció en los concilios de Letrán (1123-1139), cuando el catolicismo llevaba más de un milenio funcionando. Pablo, autor de los primeros textos cristianos que conocemos, nunca habló de que los presbíteros (algo así como protosacerdotes) tuvieran que permanecer solteros. Parece que él, a diferencia de los apóstoles que conocieron personalmente a Jesús, nunca se casó.
En Pablo se basó una antigua corriente cristiana favorable a la castidad (Pablo nunca dijo tampoco que fuera casto, lo que dijo fue “bueno es al hombre no tocar mujer” para recomendar el matrimonio como único marco del sexo no pecaminoso) reforzada por un oscuro pasaje de, otra vez, Mateo, el evangelista preferido por la tradición católica: “Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que fueron hechos tales por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (19,12).
El propio papa Francisco ha reconocido que tanto el celibato como la castidad entre los sacerdotes son simples tradiciones con las que se podría acabar. Se podría, pero no se hace. Simplemente, se toleran cosas. Cuando murió Juan Pablo II, en abril de 2005, participé en una cena de eclesiásticos vaticanos en las que se especulaba sobre quién sería el sucesor, aunque Joseph Ratzinger partiera como claro favorito. Uno de los papables, un cardenal con un alto cargo en Roma, les parecía capaz pero inapropiado por su hábito de visitar un burdel (femenino) todos los viernes. Lo decían sin ningún escándalo.
Cuesta comprender que una estructura tan jerárquica como la iglesia católica, con un jefe elegido por el propio espíritu santo como representante de Jesús en la tierra (se supone que eso debería conferir muchísima autoridad), lleve tanto tiempo empecinada en la hipocresía y la negación y sea tan incapaz de reformarse. Por otra parte, el catolicismo lleva más de veinte siglos funcionando y tanto los sucesivos papas como el colegio cardenalicio habrán decidido que, pese a todos los crímenes, es mejor no tocar lo que, mal que bien, funciona.
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