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Europa camina a marchas forzadas hacia la derecha dura

Cartel con la imagen de Sebatian Kurz, ganador de las elecciones en Austria.

Carlos Elordi

Austria acaba de sumarse a la ya larga lista de países europeos cuya escena política está dominada por una derecha cada vez más influida por los planteamientos de la ultraderecha o del ultranacionalismo. Los conservadores-cristianos del OVP han ganado las elecciones austriacas del pasado domingo con el 31,7 % de los votos y aunque los socialdemócratas han aguantado con un 27 %, todo indica que estarán fuera del futuro Gobierno en el que, en cambio, entrará la ultraderecha del FPO, que ha obtenido el 25,9% de los sufragios. El OVP y el FPO coinciden en proponer una dura política en torno a la inmigración y nadie duda de que esa será la orientación del futuro gobierno.

Austria podría convertirse así en una referencia en el desplazamiento imparable del espectro político de la UE hacia posiciones cada vez más conservadoras y negadoras del proyecto liberal europeo que hasta hace poco pretendía ser un modelo a seguir para todo el mundo. La realidad política de buena parte de los socios de la Unión contradice abiertamente los discursos políticamente correctos que se siguen haciendo en Bruselas y todo indica que esa contradicción tiende a reforzarse. La reacción de amplios sectores de las sociedades de la Europa rica contra la inmigración y el asilo a refugiados ha sido el desencadenante de ese giro y sigue siendo su más clara bandera. La creciente pérdida de influencia de los socialdemócratas ha sido el coadyuvante necesario de ese proceso.

Un día después de la victoria de los ultraconservadores austriacos otra noticia significativa llegaba de la vecina Alemania. Angela Merkel cedía a la exigencia de sus tradicionales coaligados, los democristianos bávaros del CSU, y anunciaba que limitará a 200.000 el número de refugiados que Alemania acogerá cada año. El partido de la canciller acababa de perder las elecciones regionales de la Baja Sajonia, después dejarse un 8% de los votos en su pírrica victoria de las generales de septiembre pasado, y no ha podido evitar esa concesión que puede complicarle mucho la formación del Gobierno de Berlín.

Porque los Verdes, socio potencial de ese gabinete, rechazan cualquier tope en materia de inmigración. Pero el riesgo de dar nuevas alas a la ultraderecha de la AFD ha debido de presionar fuertemente a la señora Merkel, cuya debilidad política es innegable, con las consecuencias que eso puede tener en todo el continente.

Dinamarca está gobernada por una coalición de partidos de derechas, algunos de ellos muy condicionados por la ultraderecha xenófoba. Los políticos holandeses llevan casi siete meses tratando de formar una coalición de partidos conservadores y seguramente no lo logran porque hasta el momento se niegan a dar entrada en el mismo al antieuropeo y anti-islamista Partido de la Libertad. En la siempre inestable Bélgica manda desde hace un par de años otra coalición de derechas que no deja de tomar medidas contra los inmigrantes, bajo la excusa de la lucha contra el terrorismo.

Francia se sale de esa tendencia general porque Emmanuel Macron no puede ser colocado sin más en el espectro conservador, aunque no sea ni mucho menos de izquierdas, y porque la derecha tradicional está en la oposición. Pero sí coincide con la situación de esos países en el hecho de que los socialdemócratas están fuera del juego del poder político. Es más, el Partido Socialista francés es el más claro ejemplo del derrumbe entre sus correligionarios europeos. Por otra parte, la inmigración sigue estando en el centro del debate político francés, aunque la dura derrota sufrida en mayo por el Front National de Marine Le Pen lo haya desplazado un tanto del primer plano.

También en Italia existen fuertes tensiones al respecto. Pero lo que ahora destaca en la crónica política italiana son las maniobras que sus rivales están haciendo para evitar que los anti-sistema del Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo ganen las elecciones que se celebrarán probablemente en la primavera de 2018. Una nueva ley electoral con ese objetivo acaba de ser aprobada.

El centro-izquierda, el Partido Democrático, y la Forza Italia de Berlusconi la han promovido y apoyado. Y lo más desconcertante, pero altamente probable, es que ambos partidos se unan para formar el Gobierno que salga de esas elecciones. Y Berlusconi mismo podría entrar en él, si para entonces ha concluido el plazo de dos años de inhabilitación a que le condenaron los tribunales. Eso, si ocurre, sí que sería un símbolo innegable del giro de Europa hacia la derecha.

Los países del este europeo no solo se inscriben en esa tendencia, con alguna excepción de segundo orden, sino que ésta se ve agravada por el hecho de que las dos mayores potencias de ese ámbito, Polonia y Hungría, están gobernados por formaciones de ultraderecha o ultranacionalistas. En todas ellas, hablar de derechos de los inmigrantes es tabú. Y no existe indicio alguno de que esas situaciones puedan revertirse. La izquierda ha dejado de existir por esas latitudes.

Portugal sigue siendo una excepción y el Reino Unido podría dejar de serlo si aciertan los sondeos que dan vencedor al Partido Laborista en unas futuras elecciones. Pero habrá que verlo. Primero, no se sabe cuándo se celebrarán esos comicios -la decisión está en manos de los conservadores de Theresa May- y, segundo, la inestable situación política británica, con las inciertas salidas al Brexit en el centro de la misma, no permite hacer pronósticos seguros.

¿A dónde lleva esa marcha imparable hacia la derecha? A nada bueno seguramente. Sin duda a dejar muy maltrechos, y quien sabe si inservibles, los principios fundacionales de la UE en materia de derechos humanos y libertades, y a convertir Europa en un mero mercado común de bienes y servicios con toda suerte de restricciones al libre movimiento de las personas.

Pero hay quien ve aún peores desarrollos en el futuro. Ivan Krastev ha escrito lo siguiente en un libro que acaba de publicarse en Francia (“El destino de Europa”): “Creo que el tren de la desintegración ya ha salido de la estación de Bruselas y temo que condenará al continente a la angustia y a un papel insignificante a escala global (…) Ese proceso podría provocar el hundimiento de las democracias liberales de la periferia europea y también el colapso de bastantes de los actuales Estados miembro”.

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