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La factura emocional de las pandemias

Una mujer pasea frente a un mural en Barcelona

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Ha sido un cóctel demoledor. Una pandemia de coronavirus que se va extendiendo obliga a confinar a la población, a extremar engorrosas medidas para protegerse y provoca la primera paralización mundial de la actividad económica en la historia. De entrada. Las reacciones han sido diversas. Es agotador y la mayoría se siente cansada, harta, de las restricciones y hasta de sus propios temores e incertidumbres. Otros fueron decidiendo que el coronavirus no iba con ellos y se lanzaron a hacer lo que les apetecía aunque extendieran contagios. Auspiciados por políticos sin escrúpulos que valoran más “la economía” que la vida de las personas. Ésa fue otra pandemia añadida. En los EEUU de Trump, en el Brasil de Bolsonaro o en el Madrid de Díaz Ayuso se aprovecharon de esa debilidad de tantos. A Trump lo echaron –por poco-. Bolsonaro tiene a una gran parte de la población en pie de guerra. Y a Ayuso le han dado casi mayoría absoluta, duplicando los votos que tenía. Hemos hablado ya mucho de cómo han influido las campañas mediáticas de propaganda ni siquiera disimulada, pero cada ser adulto es responsable de lo que hace.

Y es que llevamos ya año y medio, y, como sociedad, estamos rotos, crispados, con estrés. Muchos ya vacunados, lo que es un alivio de esperanza. Atacan los agoreros que ven males hasta en la inmunización contra el virus. Funciona y es demostrable, pero hay que seguir cuidándose. Y tampoco “se puede perder este verano” aunque con malas prácticas no se salve ni la bolsa, ni la salud, ya saben. Una pugna –netamente política- que sigue alimentado el choque por las restricciones entre Sanidad y algunas comunidades autónomas. Que el Reino Unido mantenga a España fuera de la lista de destinos más seguros para el turismo no es ajeno a esta situación.

España ha añadido al complejo paquete de males esa oposición depredadora que desde antes de formarse el gobierno de coalición sembró todo tipo de insidias y trampas para acabar con él. La pandemia de coronavirus no les detuvo, por el contrario, ha servido de ocasión y trampolín para ir ganando terreno. Otro daño inmenso a caer sobre esta sociedad. Añadiendo asco y desesperanza.

La factura emocional y hasta mental de esa suma de problemas ya se está pasando al cobro. Nos hablan de que se han duplicado los casos de trastornos mentales en niños: ansiedad, depresión. Un 40% más la anorexia y con casos más graves. Y han aumentado las tendencias suicidas.

Se ha incrementado también la conflictividad en los hogares. Y en la vida social, como es fácilmente observable. El “estar a la que salta”, que el idioma anglosajón ya ha definido como brink. El burnout, estar quemado que, entre otros síntomas, produce agotamiento físico y mental

Quien más quien menos se ha resentido del confinamiento y los cambios en la forma de vida. Y por la incertidumbre sobre el futuro. En muchos casos por pérdidas de familiares y amigos o la gran masa de los desvalidos en los geriátricos como el culmen de la inhumanidad. Por las víctimas evitables de la codicia. Ver a los alocados juerguistas de los bares y terrazas sin protección todavía incomoda más.

“No sé si os pasa: tras meses de medidas de precaución frente a la Covid he desarrollado una fobia a la vida social. Espero que se me pase con la segunda dosis”, escribía el periodista Ramón Lobo, curtido en guerras y conflictos. Las respuestas no dejaban lugar a dudas: le ocurre a mucha gente.

La repercusión es mayor en las personas sensibles que no es tanta obviedad como parece. El éxito de la maldad radica en que carecen de empatía hacia los demás y no les quita el sueño el daño que hacen. Hay diferentes grados de sensibilidad –no confundir con sensiblería- como existen intensidades variables en la capacidad de amar.

España encabeza desde 2019  el consumo mundial lícito de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes, según el informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes. Ocupaba el segundo puesto durante toda la década anterior. En 2020 subió otro un 4,5% y superó las 91 dosis diarias por cada 1.000 habitantes. Farmacias como ésta de Santiago de Compostela llenan textualmente sus escaparates de anuncios de ansiolíticos naturales, basados en hierbas. Da idea de la soterrada demanda que existe.

Cuando más necesitábamos concordia y calor se ha desatado una lucha cargada de odio e intereses que pesca beneficios propios en el malestar de millones de ciudadanos. Venía de antes. La organización social que tiene como eje el lucro y la competitividad exacerbada ya nos venía abocando a esto. La ansiedad preside nuestros días y parece hoy un factor esencial en multitud de trabajos. Cada vez se pide más a menos gente para el mismo volumen de obra. Los creadores sufren la ansiedad del resultado, de la prisa, de la aceptación. En el entretenimiento los concursos guionizados explotan cocinar con ansiedad, cantar sobrecogidos de angustia, bailar llorando, coser tensos por los nervios de ganar o no ganar. Cuando pueden ser actividades placenteras y relajantes. Y ya no se tolera la fragilidad. “Penalizada la debilidad y la duda, creemos poder con todo hasta que mil dolores pequeños se hacen uno”, escribía Remedios Zafra. Imaginemos cuando el peso, los golpes, son de grueso calibre y se suman. Como ocurre ahora.

Los trastornos de salud mental precisan tratamiento clínico inexcusable. Para el daño emocional, creo, sin tener otra especialización que la experiencia, que es bueno saber que cuanto nos ocurre -en mayor o menor grado desde luego- es lógico, que hay muchas más personas sintiendo lo mismo y que no estamos solos. Además, que hay vacunas para el coronavirus y políticas por el bien común. E igual el estar quemados sirve para, simbólicamente, soltar mal rayos que partan a la gentuza que se aprovecha así de una sociedad vulnerable. Sin olvidar la masa inerte de sus cómplices.

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