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Fascismo con palomitas

Ramón Tamames y Santiago Abascal en el Congreso.

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¿Palomitas a las nueve de la mañana? ¡Ponme un cubo más grande! Ahí estaremos este martes, a las nueve de la mañana clavados frente al televisor o el móvil, como una final del Mundial, comiendo palomitas mientras tuiteamos a dos manos. Preparen sus mejores memes sobre Tamames, aunque no va a ser fácil, llega a la moción de censura con todos los chistes ya hechos. El listón está alto, pero lo intentaremos. Nada más abrir la boca y decir señora presidenta, señores y señoras diputados…”, dispararemos cientos, miles de fotomontajes, gifs y menciones a los Simpson.

Desde que Vox anunció el candidato a su moción de censura, ya empezamos con el cachondeo. Aunque en realidad la guasa viene de antes, de mucho antes. De la mani última de Cibeles y su conspiranoia del “plan oculto”. Antes que eso, el festival Viva 22 y su canción “Vamos a volver al 36”. Antes incluso, la candidatura de Olona a las andaluzas. Ortega Smith tosiendo y propagando el coronavirus en un mitin. Los vídeos electorales con Abascal montando a caballo. Si es que no hemos hecho otra cosa que reírnos desde que irrumpieron en las andaluzas hace cinco años. Si no nos parecieran tan lerdos, hasta pensaríamos que se trata de una estrategia genial, un plan maléfico: hacernos reír con sus mamarrachadas, que no podamos tomárnoslos en serio, para ganar posiciones poco a poco mientras nos partimos.

No os equivoquéis, no censuro vuestras risas. Soy el primero que me los tomo a chufla. Y sé bien que el humor ha sido siempre una forma de resistencia política. También contra el fascismo, sobre todo contra el fascismo, por poca gracia que tuviera. Los alemanes se contaban chistes sobre Hitler, los recopiló hace años Rudolph Herzog en Heil Hitler, el cerdo está muerto. Hasta en los campos de concentración se reían los judíos antes de ser exterminados. Entre nosotros, ningún personaje histórico ha generado tantos chistes como Franco. El humor hizo más soportable los cuarenta años de dictadura a quienes la sufrieron. En voz baja al principio, después en boca de humoristas sutiles, y ya al final de la dictadura en revistas satíricas contra multas y secuestros. A los humoristas debemos mucha de nuestra libertad.

El problema es cuando la risa es tu única arma. Y no me hagan mucho caso pero sospecho que, si uno quiere parar al fascismo, necesita algo más que memes. Digo “fascismo” con todas las letras, porque también es habitual esa disonancia: risas y fascismo en la misma frase. Llorar de risa para, a renglón seguido, llorar de preocupación por cómo el nuevo fascismo gana terreno, normaliza su discurso, marca la agenda, entra en gobiernos, cuela sus mensajes en la calle, impregna el sentido común. ¡Qué risa! ¡Qué miedo! Así todo.

Sé que hay gente que no solo ríe, que además están haciendo todo aquello que sí puede frenar a la ultraderecha: desde la política y el periodismo, desde los movimientos sociales y la cultura, en los barrios y las redes sociales. Pero la mayoría, me temo, nos quedamos en la risa. Y cuando uno echa la vista atrás, a los últimos cinco años, y ve de qué manera el nuevo fascismo avanza en España y en Europa y en todo el mundo, cómo entra en gobiernos lo mismo en Italia o Brasil que en Castilla y León; cómo sus propuestas aberrantes circulan sin freno en tertulias televisivas y grupos de Whatsapp. Entonces, cuando miras más allá de sus tamameces, da menos risa.

Este martes me reiré como el que más, sí. Pero no dejaré de pensar que habrá mucha otra gente que no se ría. Gente que escuchará desde la tribuna del Congreso, nada menos que en una moción de censura, todo lo que quiera largar Vox. Pensaré que, si quieren usar el viejo “silbato para perros”, la técnica del dog-whistle, su silbido llegará nítido hasta el último votante, amplificado por la megafonía del congreso, las televisiones, las redes sociales. Y sí, también por nuestras risas.

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