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ZONA CRÍTICA

Estamos en guerra y no nos lo dicen

Jornada de movilizaciones en Barcelona por la subida de los carburantes EFE/Alejandro García

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El título de este artículo es prestado y surgió a raíz de los razonamientos de un veterano colega, experto en política internacional, que hace unos días en un almuerzo planteaba esta reflexión. Explicaba que estamos en guerra aunque nuestros gobernantes no se hayan atrevido a decírnoslo, no solo por la contundencia de la expresión sino probablemente por el temor a que la verdad provoque aún un mayor desconcierto y un enfado difícil de canalizar en una población que no se ha recuperado de la pandemia y con muchos sectores económicos que suman a problemas estructurales los derivados de una nueva crisis.

Desde el momento en que se ha tomado partido enviando armamento a los ciudadanos ucranianos para frenar una invasión del todo inaceptable somos partícipes tanto del conflicto como de su resolución y de las consecuencias. Probablemente no había alternativa y desde el punto de vista puramente egoísta es evidente que no haberlo hecho tampoco nos hubiese evitado todas las repercusiones que tendrá la guerra. Que Alemania haya roto su principio de no enviar armas a zonas de conflicto y que el canciller Olaf Scholtz hable de “una nueva realidad” que exige “una respuesta clara” es la mejor prueba de que la política de seguridad europea ha entrado en un estadio distinto al diseñado tras la Segunda Guerra Mundial. 

En algunos rótulos de televisión ya no se habla de gasto en Defensa sino de inversión y siete de cada 10 españoles apoyan el envío de armas a Ucrania. Estar a favor de ayudar a los ucranianos no implica aplaudir el incremento del presupuesto militar como se verá en el Congreso. Pasa aquí pero también en Alemania. Allí incluso en el SPD hay un debate importante sobre si realmente es necesario aumentar esta partida, algo que entre sus colegas españoles del PSOE no ha suscitado discusión alguna.  

Hay una pregunta que los europeos no nos atrevemos a hacer pero que es imprescindible en este momento. ¿Qué costes estamos dispuestos a asumir? Porque los hay y los habrá, porque defender la democracia, con todas sus imperfecciones, tiene un precio. Ahora bien, la factura derivada del conflicto en Ucrania no puede implicar un mayor sacrificio para colectivos que están al límite ni actuar con cobardía frente a las grandes corporaciones. Los pasos dados hasta ahora por el Gobierno demuestran una falta de reflejos preocupante, fiando las medidas a un acuerdo en Bruselas que previsiblemente será insuficiente, y no calibrando bien el malestar en la calle.

Hemos pasado de felicitarnos por la expansión facilitada por los next generation a un frenazo que algunos economistas sitúan en un futuro próximo en la recesión. Sabemos que sus predicciones siempre tienen algo de astrología pero en lo que no hay debate es en que a corto plazo las consecuencias serán negativas. La duración de la guerra será la que determinará la gravedad del impacto. La inflación ya estaba acelerada y el encarecimiento de las materias primas es combustible para un malestar que va más allá de la instrumentalización evidente que VOX y el PP quieren hacer de las protestas.

El riesgo de que fenómenos como el que protagonizaron los chalecos amarillos franceses tenga una réplica ahora en España u otros estados europeos no es un pronóstico descabellado. En este escenario que va más allá de las siglas partidistas es imprescindible que los sindicatos ejerzan su papel canalizador y de interlocución con el Gobierno. La alternativa es que el populismo de la extrema derecha se apodere del cabreo, primero en las calles y después en las urnas. Haría bien el Gobierno en darse cuenta de que en la manifestación del pasado domingo en Madrid no había solo terratenientes a caballo. Y si tiene dudas que gire la vista a Francia y mire cómo está allí la izquierda y de dónde proceden los votantes de Le Pen y Zemmour. 

De momento la inyección de 500 millones destinada a la bonificación del gasóleo profesional va en el sentido correcto pero su falta de concreción es otra muestra de que se ha reaccionado tarde y ya veremos si mal. Seis de las principales organizaciones de gran consumo han alertado de que estamos ante un “problema de Estado” y es evidente que las medidas paliativas aplicadas hasta ahora se han demostrado insuficientes. Los transportistas se quejan de que llenar un depósito de gasóleo ha subido de 600 a 900 euros en un mes y más asociaciones mayoritarias no descartan sumarse a la huelga convocada por una organización sin representación en las mesas de negociación con el Gobierno y cuyo núcleo es próximo a Vox.

Hay plantas automovilísticas, otras en la petroquímica de Tarragona, en la siderurgia vasca o empresas textiles que están parando por el precio desbocado de la energía. La imagen de estantes de supermercados vacíos por la falta de aceite o leche (más allá del poco raciocinio de compradores compulsivos) contribuye a la mezcla de miedo y malestar que mal encauzada puede tener consecuencias que hace cuatro días nos hubiesen parecido distópicas. 

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