No, las redes no son el nuevo tabaco
Somos humanos, y por tanto envejecemos. Y somos seres racionales, y por lo tanto abstraemos. Por eso a menudo las personas que van notando las depredaciones de la edad las abstraen y las proyectan haciendo de su propia decadencia un heraldo del apocalipsis. A veces el desencanto de los desengaños acumulados se traduce en la senectud en cínica creencia de que ninguna novedad puede ser buena, de que todo lo que viene nos defraudará. A menudo la nostalgia tiñe de vivos colores el pasado y por contraste de grises el presente y de negros el futuro. En suma: cuando nos hacemos viejos es frecuente que nos volvamos cascarrabias, que despreciemos las novedades y a la juventud y que inventemos un pasado idílico que jamás existió.
Así surge la extendida preocupación de cierta intelectualidad sobre los devastadores efectos de las nuevas tecnologías sobre la sociedad, el futuro y especialmente los jóvenes, esos flojos incapaces de leer un libro, agobiados por las constantes alertas de sus móviles (un peligro inminente), que deben ser mantenidos alejados de los peligros de las redes sociales en vacaciones so pena de convertirse en botarates arrastrados por la irresistible capacidad seductora de sus aparatos. Artículos publicados en la última semana y coronados por esta obra maestra de la literatura de terror internauta: ¿ha destruido el smartphone a una generación? ¿Es la combinación del móvil y las redes sociales el nuevo tabaco?
No, según la Ley de los Titulares de Betteridge.
El artículo en cuestión, adelanto de un libro pronto a la venta, basa sus afirmaciones en un puñado de anécdotas convertidas en categoría y en algunas estadísticas como la alarmante subida en el número de suicidios de adolescentes en EEUU desde 2007, año de aparición del iPhone y alba de la Era del Smartphone.
Para rebatir tanto alarmismo, conviene subrayar que correlación no es causalidad; el argumento ignora la crisis económica que empezó en 2008 y selecciona los datos, olvidando citar que las tasas de suicidio entre adolescentes (sobre todo varones) están hoy en EEUU muy por debajo de los récords entre 1985 y 1997 (mucho antes de móviles o redes sociales).
Los expertos en este doloroso tema creen que el reciente aumento relativo del suicidio adolescente tiene múltiples causas. Pero a quien está seguro de antemano del resultado, un quítame allá esos números no acabará de convencerle. Sobre todo cuando el alarmismo es tan rentable en términos comerciales.
Existe una amplia literatura que analiza con cansina minuciosidad los múltiples efectos negativos que las nuevas tecnologías, léase Internet, el teléfono móvil y las redes sociales, causan en jóvenes y no tan jóvenes. A pesar del chiste y del tópico muchos autores piensan en los niños y se preocupan por su bienestar: tantos que ya va haciendo falta una sección dedicada a la tecnofobia en librerías y bibliotecas. Cuentan con el respaldo de toda una industria de estudios sobre los peligros de la Red, a menudo realizados por ONG dedicadas al estudio de la drogadicción que, para sorpresa de nadie, suelen descubrir que móviles y redes sociales son adictivas.
Destaca la falta de novedad de los argumentos: según todas estas diatribas, las nuevas tecnologías amenazan nuestra mente, aíslan a las personas destruyendo sus relaciones sociales y enloquecen a quienes carecen de suficiente fuerza mental.
Pero si las tecnologías criticadas son nuevas, las razones del rechazo no pueden ser más antiguas. Platón ya denostaba la escritura en el siglo IV aC afirmando que destruiría la memoria de la humanidad. San Agustín se preocupaba por la lectura silenciosa de San Ambrosio en el siglo IV. En el siglo XIX las gentes de bien entraron en pánico moral por el efecto de las novelas en la concupiscencia de las señoritas al mismo tiempo que Las tribulaciones del joven Werther de Goethe causó una oleada de suicidios entre jóvenes desengañados en toda Europa. Cervantes dibujó a un Alonso Quijano que “de tanto leer y leer se le secó el cerebro y perdió el juicio”, porque sus contemporáneos del siglo XVI ya entendían el chiste.
Los siglos pasan, pero las justificaciones de la neofobia siguen siendo las mismas. Y con la perspectiva del tiempo podemos ver que esos temores son falsos.
La escritura no destruyó la memoria de la humanidad y con ella su inteligencia: la multiplicó al hacer posible la conservación del conocimiento, su transmisión y su traspaso a las generaciones siguientes. La lectura silenciosa y en soledad, una aberración en la antigüedad, nos ha facilitado acceder a profundidades de pensamiento y análisis entonces inimaginables. Las novelas antaño consideradas peligro para la moral pública son hoy la cura para las presuntas enfermedades que causa la vida en las redes. Y la rueda de la tecnofobia sigue girando.
Todas estas novedades tan peligrosas se normalizaron y con ello abrieron posibilidades maravillosas a la humanidad. Hubo problemas, por supuesto: los juglares y los cuentacuentos se quedaron sin trabajo, los refectorios medievales dejaron de tener como banda sonora a un monje leyendo y las novelas redujeron el bordado como entretenimiento para las damas. Ninguna tecnología es del todo inocente ni carece de efectos negativos, ni siquiera la escritura, la imprenta o las novelas.
Pero a cambio ganamos mucho más. La sociedad occidental creció alrededor de estas invenciones, que pasaron a formar parte de su misma esencia. Los libros se convirtieron en la principal herramienta educativa y cultural; los periódicos en uno de los puntales clave de los sistemas políticos democráticos. La ciencia y la cultura avanzaron a gigantescos saltos que han mejorado el bienestar de casi todos.
Los temores de Platón, San Agustín, Cervantes o los moralistas decimonónicos han resultado infundados: la escritura no roba la mente, la lectura no enloquece ni convierte a la gente en animales desbocados. Igual que supimos dominar estas antiguas tecnologías del conocimiento seremos capaces de domesticar las nuevas.
Los jóvenes ya están usando móviles y redes sociales de un modo diferente al de los adultos, que estos no entienden y por tanto les alarma. Y así es como debe ser, porque así es como ha progresado la humanidad. Siempre con el soniquete de los tecnófobos presagiando catástrofes.