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La mujer que nos traicionó

Militantes rohinyás en un campamento de refugiados

Violeta Assiego

Durante un tiempo, no tan lejano, representó todas las luchas que se podían representar: la feminista, la pacifista e, incluso, la cultural. Durante los más de 15 años que permaneció bajo arresto domiciliario, su figura se sacralizo y los motivos por los que su gobierno le prohibió la libertad de movimiento dejaron de ser un asunto doméstico para convertirse en un tema de la agenda internacional. Aquella magnética mujer no solo cautivó por su presencia, sino porque su oposición pacífica a la opresión, a diferencia de lo que había sucedido con Mándela, Gandhi o Luther King, la encabezaba una mujer. Ella, en sí y por sí misma, representaba mucho más que el hecho de enfrentarse y retar a un régimen militar sanguinario. Como mujer activista, su resistencia y negativa a abandonar su causa, la obligaba a elegir. O se quedaba dentro del orden patriarcal occidental en el que había tejido toda su vida desde muy joven o lo desafiaba luchando contra el gobierno que lo representaba violentamente en su propio país. 

Con dignidad y coraje su historia como mujer representó una ruptura total con la Ley del Agrado a la que nos vemos sometidas históricamente las mujeres en cada rincón del mundo. Da igual que seamos bolleras, heteros, trans, racializadas, migrantes… de nosotras se espera que seamos agradables, buenas madres, estupendas amigas y mejores compañeras. En resumen, que seamos comprensivas, que no demos la nota y que seamos capaces de renunciar a cualquier interés personal en beneficio del orden familiar y patriarcal. Es decir, nada de lo que hizo esta mujer al zafarse de aquel imperativo social y renunciar a regresar al país donde estaba su vida, se había formado, casado y tenía a su gente y familia. Eligió liderar la oposición democrática en su propio país por la vía pacífica y con ello asumir estar casi dos décadas arrestada en su propio hogar y, entre otras cosas, no volver a ver a su marido cuando enfermó y falleció. Renunció a ¿la libertad? Puede que ella la entendiera de otra manera tal y como refleja su frase: “la única prisión real es el miedo y la única libertad real es la libertad de no tener miedo”. 

Como símbolo mundial de la lucha por la democracia, la libertad y de la resistencia pacífica frente a la opresión, esta mujer recibió en 1991 el premio Nobel de la Paz y, junto a él, otra decena de importantísimos premios por su defensa de los Derechos Humanos. Entre éstos el que podría ser 'el balón de oro' de Amnistía Internacional (el Premio ‘Embajadora de Conciencia’) y que la ONG le acaba de retirar porque “ha dejado de ser un símbolo de esperanza, valentía y defensa imperecedera de los derechos humanos”. 

Todo esto y mucho más (imposible de contar en una columna) hacen que lo que ha venido después, las decisiones que está tomando ahora que ocupa cuatro ministerios desde el 2016, tiñan su épica historia de espanto y crueldad. Bajo su responsabilidad está el dudoso papel que está teniendo no solo en la obstrucción de las investigaciones sobre los crímenes contra miles de personas que están teniendo lugar en su país: el asesinato de centenares de inocentes, las violaciones atroces a mujeres y niñas que también han sido torturadas junto a hombres y niños, la destrucción a cenizas de cientos de viviendas y el éxodo de miles de personas a otros lugares donde se encuentran en situaciones extremas que ponen en riesgo sus vidas. 

Si hasta ahora no he dicho su nombre (Aung San Suu Kyi) ni he mencionado de manera más específica a sus víctimas (la población rohingya) ni he señalado cuál es el país (Myanmar) donde sucede todo esto es porque de haberlo hecho, lo más probable es que habrías dejado de leer. Pero me interesa que llegues hasta aquí, a esta especie de momento de reflexión final. 

Todos aquellos valores de la democracia por los que luchó The Lady (que es cómo se la nombraba ante la dificultad de decir su nombre) se han convertido en el humo negro de un infierno para quienes ella entiende que no son su gente: los “rohingyas”. A sus ojos deben ser algo parecido a lo que describen los medios de Myanmar: “detestables pulgas humanas y espinas que deben ser arrancadas”. De otra manera no se entiende que alguien permita, autorice, niegue o tergiverse tanto sufrimiento y horror. 

Esta mujer, lideresa y referente en la defensa de los derechos humanos resistió y ganó y nunca pudimos imaginar que al alcanzar su meta iba a traicionar de manera casi genocida el principio fundamental del activismo pro-derechos: el de la universalidad. Ninguna causa, ningún motivo, ninguna historia de vida legitima a nadie -ni por ser activista perseguida ni mujer ni miembro de un colectivo especialmente protegido- a convertirse en victimario de otras personas. Nada justifica perseguir, humillar y negar la dignidad y los derechos de quienes unas veces estorban y otras representan la diferencia y la pluralidad. Quienes viniendo del activismo de derechos actúan así, con esa crueldad y agresividad, nos traicionan, se traicionan… traicionan.

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