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La novela de sus vidas

Miguel Blesa y Rodrigo Rato, el día en que el segundo fue nombrado presidente de Caja Madrid. / Efe

Maruja Torres

Estoy bastante hecha polvo, pues la realidad ha dado al traste con mis ambiciones de disponer de un canalillo literario en la novela negra. Como no poseo las dotes del colega Pepe Sanclemente –que acaba de sacar Esta es tu vida, no os la perdáis– y, además, me desanimo con frecuencia, me parece imposible imaginar, para que la resuelva mi personaje Diana Dial, una trama mejor que la que a continuación se apunta.

Empieza con un hombre al volante de su propio coche, un hombre potente, un vencedor, que ha ocupado y ocupa los cargos y sinecuras más suntuosos, dejando a su paso un reguero de ruinas, sin que ello haya mermado ni un ápice su valor, por decirlo de alguna manera, en el mercado ejecutivo-ejecutor.

El hombre, en una gasolinera –con empleado o usando la manguera con sus propias manos–, repone combustible y después, meditabundo, conduce hacia el puticlub de alto standing, discreto y sito en un barrio adecuado, sin capitalinas basuras, en donde le aguarda su última conquista. Llevan días seguidos citándose a la hora de comer, pero como tienen que hacerse muchas cositas mutuas, comen deprisa y, por ello, el hombre, cuando sale, se toca la panza y siente un sabor amargo: mala digestión. Se dirige a la farmacia y adquiere los productos adecuados.

La molestia desaparece, pero queda un poso de, cómo decirlo, culpabilidad, por lo que acto seguido se dirige a una joyería para comprarle un detalle a la compañera sentimental por quien hace tiempo abandonó a su primera mujer. A su alrededor, por delante y por detrás, circulan automovilistas con el ceño fruncido. Qué cabreada está la gente, hay que ver. Pone un poco de esa música que le gusta comprarse en iTunes. Es tan relajante.

Quizá, además del colgante o de los pendientes, debería comprarle un buen bolso. Pero ¿no será demasiado? ¿No sospechará de su mala conciencia? Expulsa de su cabeza esos pensamientos negativos. Se la llevará otra vez al spa este fin de semana, y entre masaje y masaje la colmará de langosta y Dom Pérignon. ¡Alcohol! Sí, esa palabra le recuerda que hay que renovar las existencias en su propio despacho, en donde está a punto de dar la campanada, y no precisamente como cuando la daba, a título honorífico, haciendo sonar el tolón-tolón en la Bolsa de Wall Street, y se sentía –todavía se siente, qué cojones– uno de los amos del mundo.

Decididamente, necesita rellenar el mueble-bar con buenos licores, para brindar con los otros directivos por su estupendo último expolio. Su vida y sus mejillas son de un color rosa subido, pero con alcohol aún se encienden más, de autoestima. Y ella no va a hacerles ascos a los pendientes ni al bolso, qué coño, son de marca. Reposan en el asiento contiguo del coche, bien envueltos, culminados por repollos de cintas doradas, como si fueran regalos de Navidad o de aniversario.

Mientras aparca y, ya a pie, enfila hacia al ascensor que le depositará directamente en el hall de su pisoplón, el hombre sonríe y se le achinan esos ojos que han visto tanta pasta gansa. Lo hace porque ha pagado la totalidad de sus gastos con la tarjeta en negro que comparte con otros compadres privilegiados de esa Caja que, entre todos, han sabido desvalijar con destreza de profesionales. Y sonríe porque él lo vale, y esos pardillos que conducen cabreados, con el ceño fruncido, no.

Esta trama delirante soy incapaz de imaginarla. La encontramos en los gráficos que eldiario.es tiene publicados. Picoteando aquí y allá.

La gente no necesitamos una novela. Como no sea para consolarnos: en algunas obras de ficción se distribuye un poco de justicia. De una manera o de otra.

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