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Opinión - Sánchez no puede más, nosotros tampoco. Por Pedro Almodóvar

Pedro Sánchez: ¿olfato político o suerte?

El presidente del Gobierno.

Carlos Elordi

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La carrera de Pedro Sánchez ha tenido un éxito impensable hace sólo tres años. Es el político del momento. Lidera un gobierno que todo indica que aguantará toda la legislatura y es muy probable que en 2024 sea un serio candidato a permanecer en La Moncloa. Unas pocas decisiones, algunas precedidas de serias dudas y gestos de signo contrario, lo han colocado en esa posición de privilegio. Pero tan importante o más que eso han sido los hechos que, sin intervención alguna por su parte, han dejado noqueado a su principal rival, el Partido Popular. De ahí que algunos crean que lo que de verdad ha favorecido a Sánchez, más que su talento, ha sido la suerte.

Pero esa tesis no tiene mucha consistencia. La fortuna es importante en política, pero de poco vale si no se crean las condiciones que permitan aprovecharla. Y Sánchez ha sabido hacerlo. Muchas veces a trompicones, otras contradiciéndose sobre la marcha, pero siempre, o casi siempre, sabiendo aprovechar las circunstancias favorables. Y lo más importante: ha sido capaz de dar la vuelta a su situación de partida, que era todo lo contrario de halagüeña.

Si hay que encontrar la clave de su éxito hay que buscarla en el origen. Justamente en la batalla que emprendió en 2016, casi al día siguiente de su dimisión, para recuperar la secretaría general del PSOE. Parecía un objetivo imposible, pero lo logró para sorpresa de casi todos. Intuyó, y eso sí que es olfato político, que la vieja guardia socialista y el aparato del partido, con el entonces intocable Felipe González a la cabeza, eran lo que Mao Tse Tung llamaba “un tigre de papel”. Que aparentaban más poder del que tenían en la militancia.

Ganó esa batalla y en muy poco tiempo se hizo con el partido. Sin hacer concesión alguna a los perdedores de entonces que, hoy, por mucho que salgan en algunos medios, aunque cada vez menos, ha dejado de tener protagonismo alguno en el PSOE. No es pequeña cosa, tratándose de quienes se trataba. Y, sobre todo, ahí está el principal activo de Pedro Sánchez. Un político que controla su partido es, por definición, un político poderoso. Y más si su formación es la primera de un país. Además, esa ruptura con el pasado socialista ayudó mucho a conjurar la amenaza del ascenso electoral de Podemos, lo que entonces se llamaba el sorpasso.

La Moncloa le cayó en la mano. Porque la corrupción acabó con Mariano Rajoy, precipitando al PP en una crisis que no ha hecho sino empezar: la aparición fulgurante de Vox, su extraordinario crecimiento electoral, principal factor de esa crisis, tiene mucho más que ver con la corrupción que con cualquier otra cosa. Una parte significativa del electorado del Partido Popular se pasó al de Santiago Abascal porque le llegó la hora de demostrar que también ellos eran sensibles a los escándalos sin cuento.

Se dice que Sánchez dudaba en presentar la moción de censura. Que fue Pablo Iglesias quien le incitó a hacerlo. Nunca podrá demostrarse, en el caso de que fuera cierto. En todo caso fue el líder del PSOE quien firmó esa moción y quien la defendió ante el plenario del Congreso. Y ahí surge una pregunta: ¿podría haberlo hecho si un año antes no se hubiera negado a abstenerse, como sí hizo el resto de su partido, en la votación para hacer presidente a Mariano Rajoy?

Desde aquel 1 de junio de 2018 en que Pedro Sánchez accedió a La Moncloa, el peor capítulo de su gestión política ha sido el de sus relaciones con Unidas Podemos. De aquellos meses de idas y venidas, de declaraciones nefastas y de iniciativas sin sentido, como la de pedir la cabeza de Pablo Iglesias como condición para aceptar la coalición, queda un magma de confusión en el que solo se atisba una idea. La de que en aquel momento, el líder del PSOE no quería gobernar con UP y prefirió apostar a que Ciudadanos terminaría aceptando un pacto.

Perdió. Pero siete meses después cambió radicalmente de planteamiento. Seguramente porque no tenía otra, entre medias Ciudadanos se había hundido, y porque unas terceras elecciones podían llevar a la derecha y a la ultraderecha al poder. Supo reaccionar ante ese estado de cosas, Pablo Iglesias también lo hizo. Y, en general, suele estar bien lo que bien acaba.

Que cada cual haga su balance de lo que suponen unas y otras cosas para trazar el perfil del personaje. Sin olvidar la importancia del arrumbamiento de la vieja guardia del PSOE por parte de Pedro Sánchez, jugándose su carrera política para lograrlo. Ese hecho, además de consolidar su posición de cara al futuro, también puede explicar que, bien o mal, los socialistas españoles aguanten en la carrera y no hayan terminado como sus colegas franceses e italianos. O como el Pasok griego, que hubo un tiempo en que no pocos en España creían que esa la suerte que le esperaba al PSOE.

Pero para completar ese balance a día de hoy, hay que hablar de Cataluña. Ahí sí que el cambio ha sido de hondura. No porque se haya resuelto nada, que el conflicto tiene aún para mucho y nadie sabe aún por donde va a salir. Sino porque se ha producido un drástico cambio de escenario y todo indica que ya es imposible volver atrás, al tiempo del 155 y del palo sin más. Sánchez nunca anunció su nueva postura al respecto, seguramente porque creía que habría perdido las elecciones si lo hubiera hecho, pero desde el 1 de diciembre ha empezado a hablar otro lenguaje, el del diálogo y el entendimiento sobre lo que sea posible.

Y el panorama ha cambiado de golpe. Para bien. Hasta el momento las encuestas no tratan esta cuestión, pero es muy probable que una mayoría de votantes españoles, también de derechas, y catalanes, prefieran el clima actual al anterior. Porque es menos inquietante y porque digan lo que digan los dirigentes del PP hay una sensación bastante generalizada de que el Gobierno de coalición no va a hacer concesiones intolerables al independentismo. Y esos sí que son activos a favor de Sánchez. Y de Pablo Iglesias. 

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