Sombras que se proyectan en el rostro baldío de Aznar
El rostro de José María Aznar muta. Las gafas, de poco uso cuando era presidente al punto de parecer un recurso retórico más que una asistencia visual, ahora se acomodan delante de sus ojos para leer la letra pequeña. Una gafas de montura casi inexistente y con cristales que alcanzan las cejas: son austeras pero de amplia cobertura. El casco capilar, profunda y dudosamente oscuro en una testa sexagenaria, es impenetrable y a diferencia del pasado ha adquirido la misma rigidez del personaje: así como el discurso del expresidente carece de plasticidad su cabello es insensible al movimiento incluso ante la brisa (recuérdese aquel mechón que oscilaba sin prejuicios delante de su frente en la sesión fotográfica de las Azores). Los pómulos han perdido la redonda salud de antaño y ahora se manifiestan lánguidos, surcados por ríos de sombra que se pierden en el puré de la barbilla. Pero el gran ausente en esa cara es el bigote.
En sus imágenes de juventud se aprecia un bigote frondoso que va perdiendo espesor con los años –como ocurría con la discreción al que llevó el suyo Francisco Franco según se hacía mayor– hasta alcanzar el estado de la duda que exhibe hoy: ¿hay o no hay bigote en esa cara? Convengamos que el bigote hace al personaje, construye su carácter, afirma su identidad al punto de que se le llegó a llamar alguna vez, con sorna, ‘bigotito’ al igual que a un personaje vinculado a la trama Gürtel a quien se conoce como el Bigotes ignorando el común de la gente su verdadero nombre.
Según lo decide la luz, el surco del labio superior de Aznar da cuenta de múltiples puntos como ocurre al acercarnos demasiado a un cuadro de Seurat o bien, desparece por completo.
Curiosamente en el cuerpo social se opera un cambio similar. Si uno observa al pasar y sin demasiada atención a la sanidad pública ve cierto movimiento, bastante inquietud en los profesionales de la salud y voces nerviosas que alertan de las consecuencias de los recortes y del peligro de la privatización. Pero al acercarse, como al rostro de Aznar, se ve a las claras que se han cerrado quirófanos, faltan recursos básicos y que en Madrid, por ejemplo, es probable que un grupo puertorriqueño cuyo negocio central es el turismo sanitario se haga cargo de varios hospitales. Es decir, donde había atención plena y sanidad garantizada solo se distinguen unos puntos que señalan la ausencia total de la estructura anterior. Lo mismo ocurre con la educación.
No hace falta ser muy perspicaz para advertir que ya en plena era posindustrial, la capacidad para pensar de otra manera, la inventiva, la imaginación y todas las potencialidades necesarias para poder alcanzar la categoría de emprendedor, figura llamada a protagonizar el futuro, debe surgir del seno de la universidad. Pero los recortes del gobierno en la financiación de la educación llevan a la desaparición de una generación de futuros universitarios y a la parasitación de los recién egresados al no existir un mercado laboral para ellos.
Señala Zigmunt Bauman que estamos acostumbrados a la queja de tono moderado ante la subida del transporte o del servicio eléctrico, pero ante la brutal subida del coste de la educación quedamos, sencillamente, en estado de shock. Y aquí se puede vislumbrar un futuro –o la ausencia del mismo: otro cambio, otro vacío que nos cuesta visualizar– en el que crecerán ejércitos de jóvenes carentes de marco social y cultural. Sugiere Bauman que estamos ante una versión financiera de los muros de Berlín o Palestina. Una franja que no fue levantada con ladrillos: es virtual y por eso no la percibe la vista pero está alzada en los centros de distribución del conocimiento.
Se está a un lado o al otro del muro. Y esto es lo que viene a decir Aznar en cada una de sus intervenciones. No busca un protagonismo desmesurado ni reclama al Gobierno un sitio áulico. Viene a reafirmar aquello que cree suyo: que en 1989 se empezó a levantar un muro en el contexto de una revolución que vuelve a tomar la Bastilla doscientos años después para poner fin a la historia y a las clases. Pero la historia, según se ve, a medida que acercamos nuestra atención sobre los hechos y las cosas, no terminó. Sigue en marcha y proyecta su sombra sobre un rostro baldío. Basta con mirarlo.