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The Good Fight: El poder político de la ira de las mujeres

Las protagonistas de 'The Good Fight': Cush Jumbo, Christine Baranski y Rosie Leslie.

Octavio Salazar

Cuando las redes sociales estaban invadidas por análisis y comentarios de todo tipo en torno a Juego de Tronos, convertida incluso en materia de análisis político y hasta en objeto de seminarios universitarios, la tercera temporada, la cual considero una de las mejores series emitidas últimamente, llegaba a su fin con menos interés mediático. Como si solo fuera un producto para el culto de quienes seguimos amando las producciones audiovisuales que nos hablan del aquí y del ahora sin necesidad de metáforas.

The Good Fight, que nació como una especie de falsa continuación de otra serie ya mítica, The good wife, ha ido creciendo en densidad narrativa hasta llegar a una tercera temporada en la que ha pasado a convertirse en la serie más política del momento. Esta sí merecedora de seminarios y debates en los que mujeres y hombres fuéramos capaces de ponernos delante del espejo, sin necesidad de dragones o de fábulas con los que interpretar el presente del que a veces no hacemos otra cosa que huir. No creo que haya otra producción televisiva que, además de convertir sus capítulos en una auténtica cruzada antiTrump, muestre con mayor rigor y acierto algunas de las cuestiones sociales y políticas que hoy interpelan a las sociedades democráticas.

Si desde un primer momento The Good Fight fue una de esas producciones en las que al fin hemos podido ver personajes femeninos autónomos, poderosos y con entidad propia, es decir, no dependientes de los masculinos protagonistas, y definidos por sus múltiples proyectos (personales, afectivos, sexuales, pero también profesionales o públicos), en sus últimos capítulos hemos asistido prácticamente en directo a la reproducción de lo que ahora mismo está pasando en EEUU, y afortunadamente también en otros países. Me refiero a la progresiva movilización de las mujeres contra líderes políticos y sus políticas antifeministas, negadoras de los derechos esenciales y que suponen un evidente retroceso en las conquistas democráticas. Tal y como se expone con todo lujo de detalles en dos recientes libros traducidos en nuestro país –Buenas y enfadadas. El poder revolucionario de la ira de las mujeres, de Rebecca Traister, y Enfurecidas. Reivindicar el poder de la ira femenina, de Soraya Chemaly–, las mujeres norteamericanas están convirtiendo su ira en una herramienta política de transformación. Se están organizando en una especie de resistencia frente a los “angry white men” (hombres blancos enfadados), están presentándose como nunca antes lo habían hecho a los procesos de selección de candidaturas electorales, están al fin mostrándose en público sin tener que ocultar su enfado o malestar. Al contrario, es justamente este el que les está permitiendo convertir en acción política lo que en otros momentos no ha sido sino un exceso mal valorado desde la lógica patriarcal.

En la tercera temporada de The Good Fight están presentes los efectos del #MeToo, y no solo desde el punto de vista de la visibilidad de un sistema perenne de humillación de las mujeres sino también desde las reacciones (neo)machistas que ha provocado y de las consecuencias que está generando en las relaciones afectivas y sexuales. Al mismo tiempo, esa especie de palanca que ha supuesto la ruptura del silencio por tantas mujeres está dando lugar, y así se refleja en la serie, a que salgan a la luz los cinismos del progresismo, las perversas contradicciones del sistema y la suma de discriminaciones que, sobre la más estructural que deriva del género, se acumulan en los despachos y en cualquier ámbito mediado por relaciones de poder. En el caso del bufete en el que se desarrolla la acción principal de la serie, es evidente que el racismo, con sus diferentes variantes, sigue siendo un problema.

Personajes como Diane, Marissa, Maia, Lucca o Liz nos muestran no solo las dificultades que las mujeres siguen teniendo para triunfar –e incluso diría yo, para sobrevivir– en un mundo hecho a nuestra imagen y semejanza, sino también que el término mujer nunca se debe conjugar en singular. Y no solo porque cada una de ellas tenga una identidad propia, incluidas contradicciones y hasta asunción en algunos casos de inevitables patrones masculinos, sino porque además en cada mujer se acumulan diversas experiencias de discriminación, exclusión o simplemente negación. Y que por tanto hay que ampliar la mirada e ir más allá de lo que podría ser un feminismo etnocéntrico y excluyente. En The Good Fight las mujeres están unidas justamente por la vivencia compartida de esa supervivencia y, además, como vamos viendo progresivamente en la serie, por la necesidad que siente de sumar energías y estrategias frente a un monstruo que amenaza no solo sus libertades sino la supervivencia misma del sistema de Derecho –y derechos– para el que trabajan.

Escribe con razón Rebecca Traister que “la ira también puede surgir del afán de acabar con la injusticia, del deseo de liberar a los que han sido injustamente oprimidos”. Yo creo que esa es una de las muchas lecciones que nos están enseñando la cuarta ola feminista y que, ojalá no me equivoque, es la única gran revolución que puede salvar a la Humanidad del desastre. Necesitamos de ese combustible para que prenda la llama de la acción política. Solo así, como hace décadas nos explicó Audre Lorde, podremos superar las certezas que durante siglos han prorrogado los privilegios masculinos. Lo cual supone, entre otras cosas, superar la visión de que el feminismo puede ser algo cool e inofensivo. Mujeres como las de The Good Fight nos demuestran que ya están hartas y cansadas de ser vistas como medusas, como histéricas o como muñecas sonrientes. Y que la ira puede ser también una forma de conectarse, de darse cuenta de que no están solas y que es el sistema el que se ha empeñado en acallarlas. Una lección que los hombres deberíamos ir teniendo en cuenta no para aumentar nuestra rabia de machitos ofendidos sino para ser capaces de desmontar la masculinidad que genera tantas víctimas. Esa es, sin duda, la “buena batalla” que entre todas y todos deberíamos librar más pronto que tarde.

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