La violencia machista contra la infancia no es secundaria
Este martes es 25 de noviembre y llegamos a esta fecha con dos reformas legislativas que abordan, de manera muy distinta, qué entendemos por violencia contra las infancias en contextos de violencia machista. Las responsables ministeriales las describen como reformas “en paralelo”, pero precisamente ahí está el problema: si avanzan en paralelo, no se encuentran. Y al no encontrarse, generan una protección incompleta. Una introduce una respuesta más punitiva frente al agresor de la mujer; la otra intenta reforzar garantías y situar los derechos de las infancias y de las mujeres en el centro. Esa distancia no es retórica y tiene consecuencias directas sobre a quiénes hay que proteger y cómo protegerles realmente.
La reforma impulsada por el Ministerio de Igualdad propone incorporar un delito específico de violencia vicaria en el artículo 173 bis del Código Penal. Se trata de un tipo penal construido alrededor de la intencionalidad: se castiga a quien comete actos violentos “para causar daño o sufrimiento” a su expareja. Su eje, por tanto, no es la violencia sufrida por la niña o el niño, sino la finalidad del agresor respecto a la mujer. La infancia queda así subordinada a la motivación del autor, convertida en medio y no en víctima directa. Además, se plantea un delito neutro en género, lo que resulta contradictorio con la definición de violencia vicaria que el propio Ministerio ha defendido durante años: un patrón específico de violencia machista ejercido por hombres contra mujeres, utilizando a las hijas e hijos como escenario del daño.
En paralelo, y sin diálogo aparente con lo anterior, el Ministerio de Derechos de la Infancia y la Adolescencia impulsa una reforma con un enfoque distinto: refuerza el derecho de las infancias a ser escuchadas sin límite de edad, garantiza asistencia letrada propia, tipifica la violencia institucional y reconoce explícitamente que la violencia vicaria es una manifestación de violencia de género. Este enfoque se alinea mejor con la normativa vigente en materia de infancia y con el reconocimiento, asentado desde hace años en instrumentos internacionales, de que las hijas e hijos son víctimas de pleno derecho.
Porque esto conviene recordarlo: la legislación ya existe. Desde 2015, con la reforma del artículo 1 de la Ley Orgánica 1/2004, España reconoce que las hijas y los hijos de una mujer víctima de violencia de género son también víctimas de esa violencia. Víctimas directas. La Ley catalana 5/2008 ya lo había expresado con claridad: la violencia vicaria es una manifestación de violencia machista contra las mujeres y contra las personas que la reciben, sin jerarquías ni posiciones subordinadas.
Lo que está fallando no es la falta de categorías jurídicas, sino la aplicación de las leyes. Sin corregir ese déficit, la reforma penal propuesta por Igualdad no solo vuelve y remarca una lógica ya superada (la infancia como instrumento) sino que abre la puerta a que este nuevo delito pueda ser utilizado por agresores para perjudicar a las mujeres víctimas en procedimientos judiciales. Los fallos que venimos denunciando desde hace décadas tienen que ver con cómo determinadas instituciones interpretan y aplican las normas desde una mirada que prioriza la posición del agresor frente a los derechos de las mujeres y de sus hijas e hijos.
El problema no es técnico. Es estructural. Las instituciones siguen operando bajo un orden patriarcal que sospecha de las madres, cuestiona el testimonio infantil, minimiza el trauma y concede al agresor una presunción de neutralidad. Es la misma lógica que aún permite custodias a hombres con antecedentes de violencia, que sigue recurriendo a teorías desacreditadas como el SAP y que convierte la violencia institucional en un riesgo real para quienes deberían estar más protegidos.
La expresión “violencia vicaria” es útil y necesaria para nombrar una realidad estremecedora. Es el término que mejor expresa el dolor que viven y han vivido tantas mujeres. Pero debemos ampliar la reflexión para ser conscientes de que la violencia machista contra la infancia se ejerce mucho antes de que sean instrumentalizados (violentados o asesinados). No se trata de elegir entre proteger a las mujeres o proteger a las infancias. Ese dilema es falso. Cuando un hombre ejerce violencia machista, despliega dos violencias simultáneas: una sobre la mujer y otra sobre sus hijas e hijos. No son esferas separadas. Son dos violencias directas, parte de un mismo patrón.
Golpear a la madre es, también, golpear a sus hijas e hijos. Y esa violencia tampoco es secundaria. No lo es jurídicamente, no lo es en términos de derechos y no lo es para quienes la sufren. Las administraciones públicas deben asumir una responsabilidad que siempre evitan y contacta con el deber de diligencia debida: controlar de forma efectiva cómo actúan los jueces y los operadores jurídicos ante la violencia machista. No basta con enumerar derechos en las leyes; hace falta garantizar que se aplican. No basta con prohibir el SAP o reconocer la violencia institucional; hace falta impedir que se utilicen sus lógicas bajo otros nombres. No basta con formar al sistema judicial; hace falta evaluar, corregir y sancionar cuando esa formación no transforma la práctica.
Hoy, en demasiados juzgados da igual lo que diga la ley porque demasiado operadores jurídicos están anclados en el negacionismo explícito o implícito de la violencia machista. La interpretación de la abogacía de oficio, los equipos psicosociales, fiscales y la judicatura continúa reproduciendo un orden patriarcal que duda de las madres, deslegitima a sus hijas e hijos y minimiza el trauma. Ese es el núcleo de la violencia institucional. No solo es la falta de medios, sino el mantenimiento de una cultura jurídica que niega las violencias que tiene delante. Y sin desmontar esa cultura, ninguna reforma será suficiente. Ese es el punto de partida para cualquier cambio legal que quiera a proteger, de verdad, a las infancias y a las mujeres. Y ese debería ser, también, el sentido del 25N.
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