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El PIN filial
Ya sé que a las personas que ahora reclaman el PIN parental, así como a los que se unen a su carro para no perder poder, les importan un bledo las otras personas que rechazan tan “democrática” medida. O, peor aún, las desprecian por considerarlas peligrosas para la salud mental de sus hijos y de la sociedad en general.
Pero me temo ‒o al menos eso se trasluce de sus declaraciones‒ que solo piensan en los padres contrarios a su “invento”, y nunca ‒nunca, parece ser, insisto‒ en los hijos.
¿Han pensado todas esas “ilustres” personalidades en la opinión de los hijos respecto a la “educación” que reciben de sus padres? ¿Han pensado si los hijos tienen algo que decir sobre la línea “formativa” que les imponen sus padres? Pues, con su permiso o sin él, me voy a permitir hacer unas consideraciones personales. Y comenzaré por mí mismo.
Puedo afirmar que no recuerdo mi infancia como una época infeliz: Me crié en una abundante familia que me adoraba y, en consecuencia, procuró siempre lo mejor para mí (según sus criterios), guiándome con cariño para que fuera un niño educado, formal, obediente, bien hablado… Y no como los arrapiezos sucios y maleducados que jugaban libre y alegremente en la humilde callejuela en que vivíamos, y a los que yo veía solo desde mi balcón.
Pero, en aquellos negros tiempos del franquismo más cerril y obcecado, por la radio emitían radionovelas que la censura ya había “afinado” para que fueran eficaces adoctrinadoras en la ideología fascista y nazionalcatólica del régimen. Y en una de ellas ‒larguísima por cierto‒, que se llamaba Lo que no muere, hubo algún capítulo en que, para que el pueblo español no olvidara la perversidad demoníaca del comunismo, se contaba ‒me temo que con nula veracidad‒ que el estalinismo separaba a los niños de sus padres y les encerraba en internados en los que se les adoctrinaba en la diabólica ideología comunista.
Yo escuchaba de fondo esos seriales mientras jugaba o hacía los deberes del colegio y, el día en que escuché esa, sin duda, falsa medida del régimen soviético, brotó bruscamente en la mente infantil de mis seis o siete añitos este ¿triste? deseo: “¡Ojalá viviera yo allí y me llevasen a un colegio de esos con muchos niños!”.
Eso no era posible, claro, aunque mi deseo no exteriorizado sí revelaba una reprimida queja y una soterrada dosis de infelicidad. Pero los niños no teníamos ‒ni tienen‒ un PIN infantil para prohibir ciertos “métodos” de educación parental.
Mi vida siguió, desenvolviéndose como pudo, marcada ya por esa formación melifluamente represiva que íntimamente me dolía. Y cuando ya a los 17 años hube de pasar unos meses en otra ciudad por motivos de trabajo, no tengo palabras para expresar la gloriosa sensación de libertad que experimenté. Además, para colmo, por esa época descubrí, en el libro Autopista de Jaume Perich, esta frase que ya nunca olvidé: «Una de las cosas más hermosas de este mundo es recibir carta de la familia. Es señal de que está lejos». ¡Genial! ¡Sublime!
Pues bien, en esa línea, lo que quiero ahora es hablar de la ingente cantidad de personas que arrastran su vida lacerada por una educación parental incorrecta.
No voy a hablar en absoluto de los padres que usaban ‒o usan todavía‒ los métodos más brutales para “educar” a sus retoños. No, no hablaré de zapatillazos, correazos u otros malos tratos aún peores. Hablaré de padres que educan a sus hijos con cariño y dulzura. Y, además, refiriéndome más a las madres por una razón fundamental: porque en tiempos pasados eran las madres las que, como en su inmensa mayoría no trabajaban fuera de casa, se encargaban desde la cuna de la “educación” hogareña de los hijos, con gran diferencia de los padres.
Hablemos, pues, de los miles de millones de niños del mundo que sufren la nefasta ‒aunque meliflua y cariñosa‒ influencia psicológica de madres y padres; de los miles de millones de niños del mundo cuyas mentes se ven sometidas, por la cerrazón mental de sus padres y el férreo conservadurismo humano, a un amoroso pero triste proceso de manipulación mental desde pequeños para conseguir que sigan teniendo la misma visión parcial, deformada, sectaria y tendenciosa del mundo y de la vida que sus progenitores. Y que probablemente arrastrarán su ceguera mental parcial durante toda su existencia. Caminarán ya para siempre por la vida como con anteojeras, con la mente totalmente cerrada a todo lo que no les fue inculcado desde la niñez.
A lo largo de mi vida he conocido de cerca numerosos casos, pero el que más me marcó ‒por doloroso‒ fue el de una desgraciada joven a la que conocí hace muchos años, malherida psicológicamente por graves complejos y traumas, víctima inocente de una madre castradora, de cuya familia solo un hijo tuvo la suerte de no ser “maternalmente aplastado”, pero cuyos otros tres fueron inevitablemente carne de psiquiatra ya por toda su vida.
No. Los niños no tienen PIN filial. El ciego azar los lanza de pronto ‒sin su permiso ni posibilidad de veto, por supuesto‒ a un mundo en el que tan frecuentemente quedan a merced de unos padres que los consideran objetos de su propiedad. Y lo proclaman engreídos, convencidos de que tienen todos los derechos sobre sus retoños.
Sé que hay muchas personas ‒padres, madres, enseñantes, psicólogos, psiquiatras, etc.‒ que están totalmente en contra de esa fatal “castración” mental de los niños y que, por el contrario, defienden que a los pequeños hay que instruirles estimulándoles la mente para que aprendan a pensar racionalmente por sí mismos en libertad, para que desarrollen su juicio propio, para que adquieran «espíritu crítico», como quería Condorcet. Pero, lamentablemente, la voz de todas esas numerosas personas que piensan así no se oye suficientemente en todos los medios de comunicación, como debiera suceder.
Y de las muchas lecturas que sobre el tema han pasado por mis manos, la que últimamente me ha impresionado más es la opinión de Nicholas Humphrey, eminente profesor de Psicología en diversas universidades estadounidenses. Especialmente cuando concreta que:
“En una palabra: los niños tienen derecho a que no les aturrullen sus mentes con sandeces. Y nosotros, como sociedad, tenemos el deber de protegerlos de tal cosa. Así que, a los padres deberíamos permitirles instruir a sus hijos para que crean, por ejemplo, en la verdad literal de la Biblia, o en que los planetas rigen sus vidas, no más de lo que deberíamos permitirles dejarlos sin dientes a golpes o encerrarlos en una celda.”
Más y mejor no se puede decir. ¡Lástima que no pueda erradicar el funesto adoctrinamiento
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