24 horas en el corazón de un barrio del PP
Son las ocho menos cinco de la mañana del 20 de diciembre de 2015. Aún no ha amanecido en Madrid. Me subo los cuellos de la cazadora y me arrebujo para espantar el frío de la madrugada que no parece afectar a un grupo de chavales que, en camisa, estiran la borrachera hablando de fútbol en un banco de la esquina de Castelló con Ayala. Unos metros más allá, un corrillo de unas cuarenta personas esperan a que se abran las puertas del Colegio de Nuestra Señora del Pilar. Huele a niebla y champú. Se contagian risas nerviosas, bostezos y lamentaciones. “Era mi único día libre”, dice una chica joven a una señora mayor que la consuela con un par de toquecitos en el hombro. La puerta se abre y una mujer se despide de su marido con un beso. “Al menos hacemos barrio, dice”. Tiemblo. Llevo dos años viviendo en la zona, la más cara de Madrid, a la que llegamos aprovechando la oportunidad de alquileres razonables que surgieron en plena crisis y huyendo de los precios desorbitados de Malasaña, el barrio hipster del centro de la capital en el que había pasado los últimos ocho años, más allá de la barrera física y mental que conforma la Castellana.
Nos adentramos en el patio mirando las vidrieras de un colegio en el que la lista de ex alumnos célebres es tan larga como las del Congreso de los Diputados de los partidos que unas horas más tarde las ovejas de este rebaño habrán de contar.
No será mi caso. Voy de suplente, así que saludaré, firmaré donde haga falta y volveré a casa con la bolsa de churros calientes que merece la gélida mañana que comienza a desperezarse en Madrid.
Media hora más tarde, estoy sentenciado. Los titulares de mi mesa no se presentan, así que me veo junto a mis dos nuevos compañeros, también presuntos suplentes, abriendo sobres y tratando de aclararme con la procelosa burocracia. Por fortuna no me ha tocado la presidencia de la mesa, dudoso honor que recae en Javier, un licenciado en Derecho que cursa un Máster y maldice su suerte aunque, pasados unos minutos, no puede ocultar su entusiasmo por el papel que le ha tocado desempeñar. Yo, primer vocal, seré su fiel escudero junto a Vicente, un profesor universitario que ha llegado elegantemente vestido para la ocasión: traje, corbata y pin en la solapa.
A las nueve en punto estamos los tres sentados ante las urnas escudados por una representante de la Administración que nos ayudará en los trámites y una apoderada del Partido Popular. Los interventores no han aparecido. Los apoderados del resto de partidos merodean por allí, sólo el PP tiene uno en cada mesa anotando los votos en un listado con el censo. Es su territorio y lo defienden con vigor. Tenemos un ordenador portátil, una impresora, bolígrafos, reglas, rotuladores fluorescentes y lápices que rezan: niceday.
Ya lo veremos.
Se abren las urnas y el goteo de gente es continuo. Aunque el proceso está informatizado, decidimos anotar a mano los votantes por si se cae el sistema, labor tediosa donde las haya que recae en un servidor. Genial.
Es la fiesta de la democracia, pero aquello parece un velorio hasta que Javier comienza a entrar en combustión. Le encanta, como él lo llama, “el procedimiento”: solicitar el DNI, comprobar si los elesctores están en la mesa adecuada, pedirles que le dejen tocar los sobres para devolvérselos al instante, descubrir la ranura de la urna y decir: “Vote”. Cuando el votante, embelesado ante el espectáculo de prestidigitación de nuestro presidente, introduce el sobre en la urna, Javier remata: “Usted ha votado”. Yo anoto todo con pulcra caligrafía –que se irá deteriorando con las horas– y a eso de las diez menos veinte veo entrar en la estancia –un salón de actos envejecido e iluminado por una mortecina luz de tubos fluorescentes y paredes color vainilla que necesitan una mano de pintura– al poeta Luis Alberto de Cuenca, antiguo alumno de la institución que nos acoge. Nadie repara en él y se va con la misma prisa que había llegado. Los minutos pasan y los votantes llegan por oleadas. “¡Qué curioso!” le digo a la apoderada del PP, que me responde sonriendo: “Es el final de la misa”. Efectivamente, así es, las horas punta de votantes coinciden con la salida de las iglesias de la zona. La senectud es evidente. Muchos llegan acompañados de familiares más jóvenes que los ayudan a llegar hasta la urna para votar. En la mesa de enfrente vota una mujer de ciento tres años. Repaso nuestra lista: no llegamos a tanto, nos quedamos en un hombre de noventa y ocho a quien esperaremos durante todo el día, pero no vendrá.
Quien si viene es Miguel Ángel Fernández Ordóñez, ex gobernador del Banco de España. Tan sólo la apoderada del PP y un servidor lo reconocemos. A Jaime de Armiñán, ni eso. Sólo cuando estoy anotando su nombre caigo en la cuenta de que se trata del hombre que pergeñó Juncal, entre otras muchas películas y obras para televisión, Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Llega sonriente y atribulado, sin las papeletas. Javier, ya engrandado en su papel, le reconviene y el Goya de Honor en 2014 vuelve a por ellas a la sala adyacente. Regresa al cabo y me pide sentarse a mi lado. “Claro”, le digo “es usted una celebridad”. Me sonríe antes de responder: “Luego, si quieres, hablamos de cine”. Claro que quiero. Se hace un lío entre los sobres de color blanco del Congreso y los de color sepia, del Senado, y deja sobre la mesa sus papeletas arrugadas. Finalmente, vota y mi compañero Vicente, a quien le he recordado quién es, le dice que quiere un autógrafo suyo. El artista le mira, le sonríe, asiente con la cabeza y se va sin firmar nada. Hasta otra, maestro.
Su marcha coincide con otra marea procedente de la misa de doce a quienes Javier capea con desenvoltura. Muchos vienen con nietos y él invita a los más pequeños a meter el sobre en la urna, una especie de “Juguemos a la democracia” que a todos alegra. A continuación, una chica llega con su pasaporte, él lo mira, se lo devuelve y dice: “Puede pasar”. Es feliz y el resto agradecemos su humor básico pero eficaz porque lo necesitamos: la jornada será larga.
A nuestro lado se coloca un equipo de Antena 3. La redactora, Angie Rigueiro, nos dice que estarán con nosotros todo el día. Después se pone de cara a la pared descascarillada para practicar su intervención. Lo repetirá varias veces a lo largo de la jornada y todos nos entretendremos mirando los ensayos. Saldremos en el informativo de mediodía y en el especial de la noche haciendo el recuento. A Javier le irán pasando sus amigos los vídeos por Whatsapp, en uno de ellos, un colega le apunta “Aquí es donde le diste la vuelta a ese viejo”. “No sabe que era un cineasta” le disculpa Javier.
La media de edad es, ya lo hemos dicho, muy avanzada, pero de cuando en cuando llegan votantes jóvenes, algunos que incluso se estrenan, a pesar de un año cargado de citas electorales. Un chaval con los dieciocho recién cumplidos pide a su padre que le haga una foto. “Me he dejado el móvil”, le contesta. Reclama entonces a su hermana. “No tengo espacio en la cámara”, responde ella. “¡Pues a tomar por culo!” grita antes de meter los sobres. Los de la mesa nos reímos, pero él se va enfurecido. No es el único que quiere retratarse en el momento de ejercer el derecho al sufragio. Javier espera durante estos momentos con exquisita profesionalidad. Una vez tomada la fotografía, sonríe y dice: “Usted ha votado. Siguiente”.
Así, llega la hora de comer.
Acordamos cuarenta minutos para cada uno de parón y Javier es el primero en irse por lo que Vicente y yo nos quedamos mano a mano al mando de las operadciones. Ocupo la silla presidencial y me sorprendo recibiendo a la gente con las maneras de mi antecesor. “Es el procedimiento”, informo a una mujer que se pregunta por qué he de tocar los sobres antes de que los deposite en las urnas. “Vote”, le digo a continuación.
Durante todo el tiempo, la apoderada del PP nos acompaña anotando en su lista los votantes y apuntándome en alto, junto a Vicente, su número en el censo electoral. Cuando regreso de comer, es su turno para irse y me encargo yo de seguir puntuando su listado. Obviamente, no tendría por qué hacerlo, pero ha brotado un espíritu de compañerismo que no me atrevo a talar por más que se trate de un partido en las antípodas de mi ideología.
A primera hora de la tarde, apoltronados por el sopor de la siesta dominguera que no hemos podido echar, el empleado de una empresa de seguridad nos entrega a cada uno un sobre grapado con nuestra dieta. Lo abrimos sin recato alguno y volcamos el contenido sobre la mesa: 62,61 euros.
No es una fortuna, pero consuela.
La jornada vespertina trae a familias completas. La familia que vota unida, permanece unida. Abundan los nombres y apellidos compuestos, muchos precedidos de preposiciones. De Jove, De Blas, De Cominges, De la Hoz, De Toledo… estirpes de noble linaje que han crecido en el barrio y que, en los claros en que nadie viene a votar, buscamos en Wikipedia. Ninguno duda de que el Partido Popular va a arrasar en este feudo, aunque hay un dato que nos hace pensar que muchos apostarán por Ciudadanos: varios no votan al Senado y, otros que lo hacen, meten en la urna sobres vacíos. “Es muy fuerte” dice Javier, que toca con delicadeza cada sobre antes de devolvérselo al votante.
Cerca de las siete llega el temido repunte de última hora. “La gente que baja de pasar el fin de semana en la sierra”, apunta alguien. Será el titular que escoja Angie Rigueiro para su intervención de las ocho de la tarde, la hora del cierre de las urnas. Se lo repite compulsivamente a la desconchada pared durante un buen rato, pero no le responde.
Llegan las ocho y se cierra el colegio electoral. Empieza lo bueno.
Es como llegar a casa después de un largo viaje. Estás agotado, pero lo más duro está por venir: deshacer la maleta, deshacerse de los buenos momentos vividos, en definitiva.
En primer lugar toca el recuento del voto por correo y después la votación de los tres integrantes de la mesa. Cuando llega mi turno, Javier sigue con el procedimiento. “¿DNI por favor?” “Vote” “Usted ha votado”. No sé si es un cachondo o un sargento. Por si acaso, obedezco.
A continuación, el recuento. Han votado 456 electores, de los 564 censados, un 80,85 % de participación. El de Salamanca es un barrio fiel. ¿A quién? Pronto lo sabremos. El protocolo exige comenzar el escrutinio por el Congreso. Vamos colocando las papeletas en montoncitos por partidos y el del PP se desborda: supera el 50 % de los votos, seguido a distancia por Ciudadanos (25%), Podemos y PSOE, que tienen 33 y 41 votos cada uno. El resto se reparten las migajas. VOX, es el mayor de los minoritarios. Ninguna sorpresa. Estamos en el corazón de la bestia.
Durante este proceso se suman a la mesa una apoderada de Podemos y otra de Ciudadanos, dos chicas jóvenes, en la veintena, que se lanzan puyas en un ambiente distendido, una camaradería similar a la que vivimos los periodistas en momentos de estrés durante el cierre de la edición o ante un director, como también experimentan los compañeros de Antena 3. Roberto Brasero da la información meteorológica a unos metros de nuestra mesa. Termina la pieza, se vuelve y nos dice: “Tiempo y votos. Qué cosa más rara”. Ni que lo digas, Roberto.
Terminamos pronto con el Congreso y, aunque las fuerzas decaen, Javier lanza unos chistes para que no cunda el desánimo ante el recuento de las papeletas del Senado, más complejo al poder escoger hasta tres candidatos en cada voto. En eso estamos cuando se acerca la mujer de Vicente. “¿Te falta mucho?” le pregunta. Él se quita las gafas de leer y la mira. “En veinte minutos estamos”. Ella niega con la cabeza y todos guardamos silencio y agachamos la cabeza, por lo que habla al grupo “Tenía que haberse tomado las pastillas. Ha tenido seis infartos”. Vicente no quiere darle importancia, pero le obligamos a que se vaya. Obedece a regañadientes y vuelve un cuarto de hora más tarde para firmar los actas y ayudarnos a guardar la documentación en los sobres según dicta el manual.
Terminamos y un Policía Nacional se acerca y pregunta por el presidente. “Soy yo”, responde Javier, aún enérgico, cargado de adrenalina. Le informan de que le escoltarán hasta el juzgado, situado a un par de calles, y a nuestro jefe, se le ilumina la cara. “Escoltado”, dice mirando al vacío cuando se van.
Ya está todo el pescado vendido. Hemos sido la primera mesa en terminar en todo el colegio y no ocultamos nuestro orgullo por ello. Aun así, es cerca de medianoche y cuando llego a casa, exhausto y con dolor de cabeza tras tantas horas allí metido, en la televisión ya están los líderes de los partidos valorando los resultados y los tertulianos no eluden una realidad más que plausible ante la nueva situación: es posible que haya que convocar unas nuevas elecciones.
Me alegro por Javier. Ojalá le toque.