En algún artículo hemos hablado de las diferencias entre nacer con discapacidad o adquirir una. La mayor parte de las veces, es difícil comparar: hay quien nace ya retrón y quien por un accidente o una enfermedad se convierte en uno. Sin embargo, yo soy un poco híbrido y hasta cierto punto puedo opinar sobre las 2 situaciones.
A lo largo de mi vida he pasado 14 veces por quirófano, siempre para arreglar mis piernas, deformes de nacimiento. Las primeras, para tratar de enderezarlas y poder caminar; las siguientes para hacerlo sin dolor. En 2010, hace hoy justo 4 años, entré en un quirófano de Valencia para someterme a la (en teoría) intervención definitiva: para arreglar los huesos de tal forma que no necesitara utilizar órtesis para caminar. Spoiler: no funcionó.
Mi cirujano era Pedro Cavadas, el experto en trasplantes difíciles y arriesgados que viaja a África a operar gratis. Un tipo muy interesante con las ideas claras, muy directo, imaginativo y seguro de lo que hace (aunque a veces salga mal). Lo que iba a ser una exitosa operación con 3 meses de convalecencia se convirtió en 2 intervenciones y año y medio de baja. Ahora sigo utilizando órtesis pero ya no tengo dolor y soy capaz de disfrutar de una boda sin tener que sentarme en la silla de ruedas a cada rato.
Durante la convalecencia (más allá del dolor, las infecciones, los puntos, las sangres que empapan la sábana...) lo peor fue no poder caminar. Para muchos retrones, es lo habitual, pero para mí era algo “nuevo” (lo pongo entre comillas porque en realidad hasta los 7 años o así no caminaba). Estaba y estoy acostumbrado a no poder vestirme solo, a pedir ayuda para ir al baño, a moverme por la calle con una silla eléctrica. Pero esto era diferente. Necesitaba la silla para todo, necesitaba ayuda para todo. Por primera vez me sentí verdaderamente discapacitado.
Descubrí que comer mucho es contraproducente si estás 24 horas sentado o tumbado, que es necesario un cojín o una toalla para aguantar las horas de silla sin dolor, que se respira peor, que es más difícil ir al baño... A esto hay que sumar la depresión de caballo que cogí al ver que aquello no funcionaba, que me iba a quedar igual que estaba antes de entrar en quirófano.
Para una persona tan activa como yo, es muy duro estar tanto tiempo de baja. Dormir hasta mediodía y acostarse a las 4 o las 5 de la madrugada (para facilitar que mi familia pudiera hacer cosas durante la mañana), pasar el día viendo series y películas, salir a dar una vuelta por la tarde como el jubilado que va al paseo... Fue durísimo. Para mí y para mi familia. Como estar subido en en un tren desquiciado que no sabes ni cuándo ni cómo parará y del que no puedes bajar. Engordé 14 kilos, me puse como una bola a base de whisky, nutella y ansiolíticos. Gasté demasiado en el efímero placer que da comprar un disco o un libro. Me endurecí por dentro: con cada prótesis que no funcionaba, con cada herida que me hacían, con cada intento de caminar que terminaba en fracaso me convertía en peor persona.
Miles de kilómetros recorridos después, miles de euros gastados después, volví a mi mesa de Aragón TV a trabajar. Fue en la primavera de 2012, horas antes del hundimiento de Bankia. La frase más repetida era “había que intentarlo”. No pienso en términos de arrepentimiento, de “no volvería a hacerlo”; tampoco creo, como mucha gente, que las desgracias nos ayudan a crecer y que me ha venido bien bordear la locura. Fue lo que fue. Nada más.
Pero sí puedo afirmar, hasta cierto punto, que convertirse en retrón es mucho peor que nacer retrón. Que perder lo que tienes es peor que no haberlo tenido. Incluso en mi caso, que estoy limitado de movimientos, el no poder caminar lo poco que camino fue un horror.
Hace ahora un año, di una fiesta con mis amigos y les dije que daba por terminado el “duelo” de la operación. Ya era suficiente. Tocaba reconstruir. Ahora mi vida es otra: tengo mi propia casa, una chica que me quiere (aunque esté a 300 kilómetros de distancia) y muchos proyectos de futuro. Es inevitable caer en una depresión al ver cómo todo se derrumba y no ves la luz al final del túnel; es muy difícil salir de ella. Pero es posible.