Estos días ha habido un auténtico revuelo con la aparición de la aplicación Pokemon Go. Multitudes se han lanzado a la calle en busca y captura de los Pokemon, esos bichitos que fueron gran parte de la infancia de muchos y que ahora han vuelto en forma de realidad virtual. Casi con la misma fuerza hay otra multitud de personas que se han erigido en adalides de la moral argumentando que la sociedad se va a pique, que hemos perdido los valores y que antes se hacían las cosas de otra manera. ¿De qué me suena esto?. Sí, amigos, Umberto Eco analizó la cultura en su libro “Apocalípticos e integrados” en la que aparecían dos posturas claramente irreconciliables, por un lado los apocalípticos que pregonaban la desaparición de la cultura como tal, una suerte de anticultura, el caos, la nada. Por otro los integrados, que partían de la base que todo iba a sumar y se iba a poder generalizar la cultura hasta los confines de la tierra.
Sí que es cierto que la avalancha social debido al juego está siendo en algunos casos tan abrumadora que roza el esperpento. Podíamos ver hace unos días cómo varias personas bajaban de sus coches, interrumpiendo el tráfico, para lanzarse con denuedo a por un pokemon legendario, por lo que parece muy difícil de conseguir. Ha habido hasta accidentes de tráfico, entre los que se cuentan atropellos y alcances de todo tipo.
Pero dentro de toda esta vorágine socio-comercial podemos encontrar unas pequeñas islas de optimismo. La familia Koppelman ha visto cómo su vida ha cambiado radicalmente, en especial la vida del pequeño Ralphie, un chico de seis años afectado por autismo e hiperlexia. Desde que su madre le instalara en el teléfono la aplicación de Pokemon Go, la cosa empezó a cambiar bastante. El chico, que antes pasaba las horas sin interactuar con nadie, empezó a salir a la calle y a relacionarse con otras personas a través del juego. Es algo particularmente interesante porque está abriendo posibilidades a personas que lo tenían realmente difícil. Para variar esto me suscita muchas preguntas. ¿Por qué no cogemos esa veta y la aplicamos para desarrollar capacidades de gente a la que resulta difícil comunicarse de algún modo?¿Es tan mala la tecnología como nos hacen creer?¿Nos hacemos mayores y no nos damos cuenta?
En algún momento algunas personas de mi generación, que rondan los cuarenta, se erigieron en adalides morales y empezaron a calificar a los Youtubers como poco menos que extraños seres que corrompían la infancia y la moralidad de la raza humana. Son los hijos de aquellos que consideraban ruido a los Beatles y música satánica a los Rolling Stones… Y la cuestión actual es que el problema se amplifica con las redes sociales. Tenemos la capacidad de llegar a todo el mundo, de manera literal, y parece que nos vestimos de jueces morales sobre lo que está bien y lo que está mal. Como decía Heidegger en Ser y Tiempo: “Las habladurías como tales afectan a círculos cada vez mayores y asumen un carácter autoritario” Y es así como estamos actuando continuamente. Luego están los que hablan de “menos Pokemon Go y más lectura”, como si fuera algo incompatible. ¿Lo es? En absoluto. Se puede leer a Sartre y jugar a los Pokemon, es más se puede disertar sobre la vida y la muerte a través de sesudos tratados filosóficos y jugar a la play o al fútbol, o a lo que se te ocurra en este momento.
Además, ¿Quiénes somos nosotros para decir lo que está mal y lo que está bien? La juventud siempre ha tendido a ir por caminos nuevos, inexplorados, y esto sobrepasa a nuestro entendimiento que como es obvio, siempre hemos creído que es el mejor.
Quizá sea hora de replantearnos las cosas como sociedad porque de todo se puede sacar algo positivo, que ayude a construir una sociedad mejor, aunque sea un juego de realidad virtual llamado Pokemon Go.