Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
Extremadura decide si el órdago de Guardiola la hace más dependiente de Vox
Me hice socia de Revuelta hace un año y esto es lo que pasó con mi dinero
OPINIÓN | 'Los últimos suspiros de la Unión Europea', por Enric González

El difícil retorno de los exiliados

Federica Montseny, en la presentación de su libro 'El Éxodo' en una librería madrileña en 1977

Laura Galaup

25 de noviembre de 2025 21:55 h

2

“¿Es que no se puede decir que estoy feliz?”, respondió la filósofa María Zambrano a los periodistas nada más pisar suelo español, tras más de 45 años de exilio. Aterrizó en 1984 procedente de Ginebra (Suiza). La malagueña volvió a su país con 80 años y físicamente muy debilitada. Las crónicas de la época la describen pálida y cansada. Acababa de someterse a dos operaciones de cataratas. Tras haber vivido en Cuba, México, Puerto Rico, Estados Unidos, Francia e Italia, con ese viaje ponía fin a un largo exilio, al que le había costado mucho renunciar. 

Al llegar, buscó un instante de soledad a pie de pista, tal y como contó en sus relatos. Con dificultades para andar, se mantuvo sin apoyos y miró a su alrededor, tratando de recuperar una imagen que le conectara con la última escena que vivió en España: un cordero colgado en la espalda de un hombre que esperaba delante de ella en la frontera con Francia. Era 1939. Los dos estaban haciendo cola para que les revisaran la documentación antes de abandonar su país, mientras el bando sublevado avanzaba en los últimos meses de la Guerra Civil.

“Nos miramos el cordero y yo”, escribió más tarde en El saber de la experiencia. “Y el hombre siguió, y se perdió por aquella muchedumbre, por aquella inmensidad que nos esperaba del lado de la libertad”. El aliento y la mirada del animal quedaron grabados durante décadas en su memoria. “Y yo me decía y hasta creo que llegué a decírselo a media voz a algún amigo o a algún enemigo, o a nadie, o al Señor, o a los olivos, que yo no volvería a España sino detrás de aquel cordero”, relató. 

El cordero siguió presente en su vuelta. Para Zambrano, aquella figura se convirtió en un símbolo de la España “inocente” que “estaba siendo sacrificada”. Así lo interpreta Elena Trapanese, profesora de la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de Madrid, que destaca el peso simbólico y literario de esa escena, aunque matiza que se desconoce hasta qué punto el episodio fue real. 

La escritora quiso evitar que su regreso “se instrumentalizase”, insiste Trapanese. Fue una de las últimas exiliadas en volver, lo hizo nueve años después de la muerte del dictador Francisco Franco. De hecho, el periódico El País llegó a afirmar que con su retorno finalizaba el exilio español de 1939. Zambrano afrontó esta situación con “una actitud bastante crítica hacia los primeros años de la Transición”, añade la profesora universitaria.

El expresidente de la Generalitat Josep Tarradellas, en una fotografía de archivo. EFE

La filósofa regresó a España con poca salud y cuando el proceso democrático ya estaba en marcha. Otros exiliados volvieron con la esperanza de contribuir activamente a la reconstrucción del país que habían dejado atrás. Después de décadas defendiendo los valores republicanos desde el extranjero, acumulando experiencia política y profesional en sus países de acogida, muchos se sintieron totalmente ignorados por los partidos que pilotaban la Transición. Con la excepción de figuras como Rafael Alberti; Dolores Ibárruri, la Pasionaria; o Josep Tarradellas, la mayoría quedó al margen de las decisiones clave. Su regreso fue celebrado, pero más como un gesto simbólico que como una verdadera reincorporación. Así que acabaron convertidos en nombres de calles, placas conmemorativas o bustos institucionales. “Los exiliados estuvieron condenados a ser en el mejor de los casos piezas de museos”, resume el catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona, Jordi Gracia, en su libro A la intemperie, donde analiza la experiencia del retorno. 

A partir de algunos de los testimonios que dejaron por escrito los exiliados, del relato de sus familiares, del recuerdo de los activistas que acudieron a recibirles y del trabajo de los académicos que hoy continúan investigando, elDiario.es recoge en este reportaje el desencanto y el desarraigo que sintieron muchas de aquellas víctimas del franquismo al reencontrarse con una España distinta, más interesada en pasar página que en reconocer y valorar el compromiso de quienes defendieron los valores democráticos y republicanos desde fuera.

Un país ajeno

Sergi Pàmies aterrizó en España por primera vez en 1971. Tenía 11 años y hasta entonces había vivido en París. Para él, como para muchos hijos del exilio, España era un país ajeno, desconocido, que debía convertir en propio. Sus padres, Teresa Pàmies y Gregorio López Raimundo (responsable del PSUC en la clandestinidad) regresaron después de 32 años y se encontraron con “una España tardofranquista”, como recuerda el escritor. “Con muchos síntomas de dictadura pero, hasta que murió Franco, con una tremenda actividad cultural y progresista que probablemente empujó e influyó en que las cosas cambiaran”, añade.

Integrarse en su nueva vida no fue fácil, pero sabía que “no había vuelta atrás”, así que se adaptó “rápidamente a las circunstancias”. Su llegada a Barcelona supuso un primer contacto con la memoria del pasado de sus padres, con aquellos lugares y anécdotas que le habían relatado durante años. También fue el reencuentro de su familia con compañeros de militancia, que se quedaron en España y con los que se reencontraron tras décadas sin verse.

“La capacidad de adaptación es una de las más necesarias para los exiliados cuando se marchan y también para sus hijos cuando, finalmente, llegamos a un país que no es el nuestro pero debemos convertir en propio”, explica Sergi Pàmies, que recuerda que los hijos del exilio vivieron “adoctrinados por el recuerdo permanente” de sus familias.

El caso de Pàmies ilustra cómo algunos exiliados lograron mantener viva su actividad literaria fuera de España y cómo parte de esa producción artística comenzó a circular en el país incluso antes de la muerte del dictador. En 1971, Teresa Pàmies volvió a Catalunya gracias al dinero que obtuvo por ganar el Premio Josep Pla por el libro Testamento en Praga, que escribió junto a su padre, Tomàs Pàmies. En los últimos años de la dictadura, esta militante antifranquista comunista, fue homenajeada con uno de los galardones más importantes de la literatura catalana. 

Como explica Jordi Gracia, no hubo que esperar al tardofranquismo para que los españoles pudiesen leer a sus exiliados: ya en los años 50 se publicaban libros de autores como Jorge Guillén o Luis Cernuda, siempre que fueran textos “neutros” y sin “agresividad política”. Sin embargo, la censura seguía excluyendo a figuras como Rafael Alberti, cuya militancia comunista lo convertía en un autor vetado sin margen para excepciones.

Victoria Kent, la primera española que obtuvo el título de doctora en Derecho y una de las tres mujeres con escaño en el Congreso de los Diputados durante la Segunda República, no solo esperó al fin de la dictadura para volver a visitar España, también a la celebración de las elecciones del 15 de junio de 1977. Su decisión se debió al descontento que le provocó la negativa del Gobierno de Suárez a legalizar en esos comicios la participación de su partido, Acción Republicana Democrática Española (ARDE). Según escribe el periodista Miguel Ángel Villena en su biografía sobre Kent, ARDE representaba la “única opción netamente republicana”. En algunos sectores, esta formación se consideraba más “peligrosa que la mismísima legalización del PCE” por su marcado carácter antimonárquico.

¡Viva el periodismo político!

Nacida en 1971, Cambio16 revolucionó el concepto de revista política en la España de la dictadura. Entre multas y secuestros, fue fundamental para abrir los caminos de la Transición y lograr el objetivo de la democracia. Esta portada de marzo de 1976 saluda el regreso de los exiliados. Hoy sigue adelante en versión digital: www.cambio16.com.

Senador en Cortes o al calabozo de Sol

El republicanismo de ARDE se convirtió en el “principal elemento a obstaculizar por parte de aquellos que diseñaron la operación de tránsito de la dictadura a la monarquía”, explica Jorge de Hoyos, profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la UNED. Este docente universitario explica la disparidad entre el protagonismo que se dio a los comunistas en la reconstrucción de la democracia y el que se dio a los militantes republicanos exiliados y cita como ejemplos a Wenceslao Roces, dirigente histórico del PCE, y a Francisco Giral, “un liberal reformista que provenía de la Institución Libre de Enseñanza”, militante de ARDE y ministro en el último Gobierno de la República en el exilio. Ambos eran profesores de la Universidad Nacional Autónoma de México y, de hecho, coincidieron en el vuelo de vuelta a España, en 1977, pero sus destinos fueron diferentes. Roces entró con “todas las facilidades” y fue senador en las Cortes Constituyentes. Giral fue detenido tras pisar suelo español y retenido en los calabozos de la Puerta del Sol.

Kent mostró su rechazo al veto a ARDE nada más aterrizar. “Yo no vine a votar porque no podía hacerlo, ya que no estaba legalizada mi opción”, explicó a los periodistas en el aeropuerto. Tras 38 años de exilio, pisó de nuevo suelo español con 85. “Fuimos a recibirla con los brazos abiertos”, recuerda la abogada laboralista Francisca Sauquillo, que formó parte de la reducida representación política que acudió al aeropuerto, en contraste con el interés mediático que suscitó la primera visita de Victoria Kent a España desde Nueva York, tras la muerte del dictador. 

“El caso de Kent fue emotivo porque llegó el mismo año en que se produjo la matanza de los abogados de Atocha, en enero de 1977”, explica la letrada, que perdió en ese asesinato a su hermano Javier. Ante la presión de los grupos de extrema derecha durante aquellos meses, el Gobierno de Suárez rodeó de policía el aeropuerto con el fin de que “no pasase nada”. Para Sauquillo, que tenía 34 años, la figura de esta exiliada era la de una “mujer abogada, que había sido directora general de prisiones y que había introducido un cierto humanismo en las cárceles”, algo que considera que, en aquel momento, “era muy difícil”.

Meses antes, Kent ya había avisado de que no regresaría a España hasta que no existiese “una auténtica libertad de opinión y de asociación”. Desde su apartamento en la Quinta Avenida de Manhattan, donde compartía edificio con Jacqueline Kennedy, reconocía que, a su edad, no le quedaba “otra pasión” más que España, pero no iba a otorgarles a los partidos que promovieron la Transición esa imagen a cualquier precio. “No puedo volver y que me suceda como a Salvador de Madariaga o como al pobre de [Claudio] Sánchez Albornoz, a quienes les hacen un buen recibimiento y luego les prohíben las conferencias y homenajes”, avisó. Y no lo hizo, la directora general de Prisiones y diputada en Cortes durante la II República murió en Nueva York a los 95 años, tras haber vuelto solo una segunda vez a su país. 

A pesar de su exilio acomodado, la abogada malagueña mantuvo una militancia activa contra el franquismo. En Nueva York fundó y editó la revista Ibérica, con colaboradores como Enrique Tierno Galván y Ramón J. Sender. Su objetivo era influir en la opinión pública estadounidense, especialmente entre políticos, periodistas y académicos. Con una tirada que, según explica Villena, llegó a distribuir 20.000 ejemplares, a través de esta publicación quiso dar a conocer la falta de derechos y libertades, así como la represión que se vivía en España.

Al igual que muchos exiliados, Kent apenas reconocía su país cuando fue a visitarlo. Ya no conservaba vínculos personales y, en gran medida, España tampoco la recordaba a ella. Aunque fue una mujer pionera durante la República, décadas de franquismo y su exilio en América la habían convertido en una “anciana desconocida para todos aquellos que habían nacido después de la Guerra Civil”, recuerda el autor de su biografía, Miguel Ángel Villena. 

“El Madrid que vio y por el que paseó aquellos días del otoño de 1977 no tenía nada que ver con el que ella había añorado durante tanto tiempo”, contó José María Calviño al periodista. En aquel momento, Calviño era secretario general de ARDE y fue quien acompañó a la abogada y a su pareja, la filántropa Louise Crane, en ese primer recorrido por un país que estaba recuperando la democracia. Aquel reencuentro, como el de otros exiliados, “fue un shock”, según detalló años después el dirigente del partido republicano.

También lo fue para Francisco Ayala, que describió la España que se encontró a su regreso como “un país completamente desconocido”. El impacto abarcaba desde lo más superficial, como el asombro del escritor ante la estatura y el aspecto físico de los españoles –según mencionó en una entrevista en TVE– hasta en lo más profundo: la desconexión emocional con una sociedad que quería pasar página. Una España que apostaba por dejar atrás lo sucedido en el franquismo, la Guerra Civil y la II República. 

Entre los retornados se acentuó un sentimiento de desencanto porque sentían que la España de los ochenta, marcada por la Transición, la Movida e, incluso, el destape, se alejaba del país que habían intentado construir en los años treinta, indica De Hoyos. “La configuración de la democracia fue por otros derroteros que no tenía mucho que ver precisamente con aquella construcción de una sociedad más justa y más igualitaria, que de alguna manera estaba en el horizonte de muchos de aquellos exiliados y también, cómo no, de la Segunda República”, reseña el historiador.

Sergi Pàmies vivió ese choque en su casa. Tras una militancia de décadas en el antifranquismo comunista, sus padres no pudieron prever cómo se acabaría produciendo la Transición. “De algún modo, tras muchas décadas descubrieron que la España que habían imaginado durante el exilio y la clandestinidad solo se parecía, en parte, a la España real”, resume el escritor. 

La falta de reconocimiento al compromiso político de los retornados intensificó su sentimiento de desarraigo. Para el historiador, y profesor de la Universidad Complutense de Madrid, Carlos Sanz, se encontraron con una España “bastante indiferente hacia su historia, donde no había una memoria del 36”. En ese momento, el país, el Gobierno y la sociedad estaban volcados en “la modernización” y el “olvido”.

Indiferencia hacia su compromiso político

El exilio se abordó sin una política de reconocimiento, de una “forma bastante superficial”. Fue tratado como un símbolo de reconciliación nacional, pero en muchos casos se le arrebató su esencia ideológica. De esta forma, como añade De Hoyos, se vaciaron “de contenido todos aquellos aspectos que habían representado los elementos esenciales de la propia identidad de esos exiliados”.

Ante la falta de reconocimiento y la indiferencia hacia su compromiso político, muchos retornados “se sintieron extranjeros en su propio país”, apunta Sanz. Tras décadas de exilio, se dieron cuentan de “que, en sentido estricto, no podían volver a España; o la España que ellos esperaban encontrar ya no existía”. En sus propios barrios, al volver, habían adquirido una identidad nueva para sus vecinos, que les apodaban como ‘el francés’, ‘el alemán’ o ‘el holandés’. 

Aun así, muchos emprendieron ese retorno para formar parte de “un proceso que nadie sabía cómo iba a terminar”, recuerda Gracia. Aunque se sintieran extraños en su propio país, reconocían en aquella sociedad una “vitalidad” que empujaba hacia el cambio democrático. De repente, de cara a las primeras elecciones tras la dictadura, los partidos políticos comenzaron a tener en cuenta las reivindicaciones de los emigrados y de los retornados. En 1976, el voto exterior se estimó en más de dos millones de personas. 

El interés político por este colectivo quedó patente en la Constitución, que recoge expresamente que el “Estado velará especialmente por la salvaguardia de los derechos económicos y sociales de los trabajadores españoles en el extranjero y orientará su política hacia su retorno”. Según los cálculos del Instituto Español de la Emigración, “en la etapa 1960-1973 se estima en 900.000 los retornos oficialmente constatados”, a “los que hay que sumar otra cifra similar o ligeramente superior de los no registrados como emigrantes retornados”, explicaba Juan B. Vilar, catedrático de Historia Contemporánea en un artículo académico. 

Desde los primeros gobiernos de la democracia se facilitó el retorno, como marcaba la Carta Magna, pero “no hubo una política de reparación integral a los exiliados”, insiste Sanz, que añade que tras el regreso “hubo algún gesto simbólico institucional”, pero la mayor parte se encontraron “más bien silencio, incomodidad, incluso a veces la sensación de que no eran bien recibidos después de tanto tiempo”. Tras años esperando el reencuentro con su país, se dieron cuenta de que, “en muchos casos”, la “sociedad española no los estaba esperando con los brazos abiertos”. 

Además de la gestión emocional, los retornados tuvieron que hacer frente a diferentes problemas. Por un lado, asumir que volvían a un país donde la Transición se estaba impulsando con elementos de continuidad, legitimando la presencia de figuras del franquismo en la futura vida democrática y, con un sector de la sociedad que seguía viendo a aquellos que huyeron de la dictadura como los “vencidos”. 

Hay ejemplos de exiliados que consiguieron tener un papel protagonista en la Transición y en la reconstrucción democrática de España. Ahí están los casos de los comunistas Alberti, la Pasionaria o Rojas que consiguieron un escaño en las Cortes. También está el ejemplo de Josep Tarradellas, que volvió a Barcelona después de 38 años de exilio, y que ponía fin al franquismo en Catalunya con aquella frase que pasó de inmediato a la historia: “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!”.  

Sin embargo, a la mayor parte de ellos les esperaba el olvido. Se convirtieron en símbolos, fueron homenajeados, pero todo su bagaje internacional y político no se tuvo en cuenta. La Transición fue pilotada por la “oposición democrática del interior” –como recuerda Sanz–, jóvenes políticos, en muchos casos, que fueron los que ocuparon los cargos institucionales. Todos aquellos que habían sufrido la represión del franquismo desde la Guerra Civil y difundieron en sus países de acogida los valores republicanos se convirtieron, tal y como explica Jordi Gracia en su libro, en lo que son hoy: rótulos de plazas.

Etiquetas
stats