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The Guardian en español

Sobreviví al gueto de Varsovia, y temo que no hemos aprendido de los episodios más duros de la historia de Europa

Soldados polacos patrullando las calles de Varsovia / Wikipedia

Stanisław Aronson

La canciller alemana Angela Merkel dijo este verano que “cuando ya no esté aquí la generación que sobrevivió a la guerra, entonces sabremos si hemos aprendido de nuestra historia”. Como polaco judío nacido en 1925, que ha sobrevivido al gueto en Varsovia, que ha perdido a su familia en el Holocausto, que ha servido en una unidad de operaciones especiales de activistas clandestinos polacos –el Ejército Nacional– y ha participado en el levantamiento de Varsovia de 1944, sé muy bien lo que significa haber vivido los episodios más duros de la historia de Europa. Y me temo que corremos peligro de no haber aprendido las lecciones correctas de ellos.

Hoy tengo 93 años y vivo en Tel Aviv. En los últimos años he observado desde lejos cómo los patriotas de sillón de mi Polonia natal han intentando explotar y manipular la memoria y las experiencias de mi generación. Ellos pueden creer que están promoviendo la “dignidad nacional” o inculcándoles “orgullo” a los jóvenes, pero en realidad están generando el riesgo de que las futuras generaciones crezcan en la oscuridad, ignorantes de la complejidad de la guerra y condenadas a repetir los errores por los que hemos pagado tan alto precio.

Pero este no es un fenómeno meramente polaco: está sucediendo en muchos países europeos y nuestras experiencias pueden dejar enseñanzas a todo el continente.

Por lo que he aprendido a lo largo de toda mi vida, lo primero que les pediría a las futuras generaciones de europeos es que recuerden a mi generación como realmente fuimos, no como desearían que hayamos sido. Nosotros teníamos los mismo vicios y debilidades que tienen los jóvenes actuales: la mayoría no éramos ni héroes ni monstruos.

Por supuesto que muchas personas hicieron cosas extraordinarias, pero en la mayoría de los casos solo porque se vieron obligados por circunstancias extremas e, incluso entonces, los héroes verdaderos fueron muy pocos y contados: yo no me cuento entre ellos.

Lo mismo se puede decir de aquellos que no cumplieron con sus obligaciones morales en aquel momento. Por supuesto, algunas personas cometieron crímenes inenarrables e imperdonables. Pero es igualmente importante comprender que fuimos una generación que vivió con miedo, y el miedo hace que la gente haga cosas terribles. A menos que lo hayáis sentido, no podríais realmente comprenderlo.

En segundo lugar, así como no existe una “generación heroica”, tampoco existe una “nación heroica”, ni de hecho existen naciones inherentemente malvadas. Debo confesar que durante gran parte de mi vida, pensé que era importante que los polacos nos sintiéramos orgullosos de nuestra participación en la guerra, empezando por mí: cuando narraba mis experiencias en el Ejército Nacional en Varsovia durante la ocupación nazi, omitía ciertos ejemplos de indiferencia y falta de cooperación de parte de otros polacos. En esto último años, cuando vi que el orgullo se convertía en arrogancia, y que esa arrogancia luego de transformaba en autocompasión y agresión, me di cuenta de que me equivocaba al no hablar abiertamente de los errores que presencié.

La verdad es que, como polaco y como judío, como soldado y como refugiado, he sido testigo de un amplio espectro de comportamiento por parte de los polacos, desde aquellos que me dieron refugio arriesgando así sus propias vidas hasta los que buscaron beneficiarse de mi vulnerabilidad, con todos los tonos de grises de preocupación e indiferencia en el medio.

Y aunque el Tercer Reich destruyó mi mundo, fue una mujer alemana la que me salvó la vida al presentarme al hombre que me reclutó al Ejército Nacional, un grupo de activistas clandestinos polacos. Ninguna nación tiene el monopolio de la virtud. Esto es algo que mucha gente, incluidos muchos de mis compatriotas israelíes, sigue sin poder entender.

En tercer lugar, no hay que subestimar el poder destructivo de las mentiras. Cuando comenzó la guerra en 1939, mi familia huyó hacia el Este y nos quedamos unos años en Leópolis, entonces ocupada por la Unión Soviética. La ciudad estaba llena de refugiados y circulaba el rumor de que se llevarían a cabo deportaciones masivas a gulags en Siberia y Kazajistán. Para apaciguar la situación, un oficial soviético dio un discurso asegurando que los rumores eran falsos –lo que hoy llamaríamos “noticias falsas”– y que cualquier persona que los difundiera sería arrestado. Dos días después, comenzaron las deportaciones a los gulags y miles de personas partieron hacia su muerte.

Esas personas y millones de otras más, incluida mi familia, fueron asesinadas por las mentiras. Mi país y gran parte del continente fue destruido por las mentiras. Y ahora las mentiras amenazan no solo a la memoria de aquella época, sino también los logros hemos conseguido desde entonces. La generación de hoy no puede darse el lujo de decir que no fue advertida o que no sabían las consecuencias que pueden traer las mentiras.

Enfrentarse a las mentiras a veces significa enfrentarse a verdades incómodas sobre uno mismo y sobre su país. Es mucho más fácil perdonarse a uno mismo y condenar a los demás que hacer lo inverso; pero esto es algo que todos debemos hacer. Yo he hecho las paces con la Alemania moderna, y espero que todos los europeos puedan hacer lo mismo.

Finalmente, nunca os imaginéis que vuestro mundo no puede derrumbarse, como lo hizo el nuestro. Esta puede parecer la lección más evidente, pero solo porque es la más importante. Un día estaba yo disfrutando de una adolescencia idílica en mi casa en Lodz, y al siguiente estábamos huyendo. No pude regresar a mi casa vacía sino hasta cinco años más tarde, y ya no era un joven sin preocupaciones sino un superviviente del Holocausto y veterano del Ejército Nacional temeroso de la policía secreta de Stalin, el NKVD. Acabé mudándome a lo que entonces era el territorio británico de Palestina, donde se llevaba a cabo una guerra por la independencia de una patria judía que yo ni sabía que tenía.

Quizás porque era solo un niño, no pude ver las nubes de tormenta que se acercaban, pero creo que muchos otros –más viejos y más sabios que yo– estaban en el mismo estado infantil que yo.

Si llega el desastre, os daréis cuenta de que todos los mitos que lleváis en el corazón ya no sirven de nada. Veréis lo que es vivir en una sociedad que ha colapsado moralmente, haciendo que vuestros prejuicios y conjeturas se derrumben ante vuestros ojos. Y cuando todo haya acabado, veréis cómo, sin prisa pero sin pausa, estas duras lecciones son olvidadas a medida que los testigos vayan muriendo y ocupen su lugar nuevos mitos.

Stanisłao Aronson participó de la resistencia polaca bajo la ocupación nazi. Vive en Israel.

Traducido por Lucía Balducci

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