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¿Golpe de Estado o golpe de efecto?

Asistentes a la manifestación de Barcelona por el 1-O

José Antonio Martín Pallín

Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas. Abogado de Lifeabogados —

Cuando no se quiere o no se sabe analizar un problema, se suelen sustituir las conclusiones por frases o conceptos rotundos con los que se elude el difícil ejercicio intelectual de profundizar en cuestiones que no son tan simples como algunos tratan de transmitir a la opinión pública. En el caso del proceso de Catalunya, la idea del golpe de Estado, agigantada por los efectos acumulativos de los medios de comunicación y las redes sociales, ha conseguido incrustarse en gran parte de nuestro cuerpo social que lo ha asimilado con facilidad, quizá porque les parece una imagen plástica que, en cierto modo, compendia algo que rechazan visceralmente.

No recuerdo quién fue el primero en acuñar el vocablo para definir el proceso político iniciado con el propósito de llegar a la declaración de la República independiente de Catalunya. Lo cierto es que ha hecho fortuna y los comentaristas políticos, los periodistas y los políticos profesionales lo utilizan como argumento para justificar una inevitable condena por hechos que algunos, en un desliz imperdonable y carente de la más mínima racionalidad, comparan con el golpe armado y con tiros del 23F. Puesto en circulación el molde, se convierte en una moneda de cambio que circula con fluidez, obviando la necesaria tarea de realizar un profundo análisis de la cuestión para encajarla en su verdadera dimensión política y jurídica.

Manejar el concepto de golpe de Estado en el mundo de los medios de comunicación o en la confrontación política no debe extrañarnos a nadie; pero me preocupa especialmente que esta especie de mantra se haya manejado en el seno de un Tribunal de Justicia por los fiscales acusadores que tienen, constitucionalmente, la obligación de someterse y respetar el principio de legalidad. Resulta, por tanto, extraño que los medios de comunicación hayan resaltado el pasaje de la intervención del fiscal Zaragoza, en el que afirmó solemnemente, invocando la solvencia de prestigiosos autores y pensadores, que lo sucedido y lo que se estaba enjuiciando era un golpe de Estado.

Un medio de comunicación tituló: “El fiscal califica los hechos como un golpe de Estado”. Resulta llamativo, en un Estado de derecho, que los profesionales de la acusación pública se atrevan a calificar o integrar unos hechos en un posible delito que no existe el Código penal. Quizá el titular más afortunado hubiera sido: el fiscal equipara los hechos a un golpe de Estado. Si admitimos que solo fue un juego semántico o metafórico, nos acercamos más rigurosamente a lo que quiso decir el fiscal Zaragoza.

Por si existía alguna duda, todos los alegatos acusatorios del Ministerio fiscal revelan inequívocamente que nos encontramos ante un delito político y no ante un delito común. Si alguien se toma la molestia y tiene tiempo para repasar los informes de la fiscalía, podrá encontrar continuas referencias las actividades políticas de los acusados. La cita de Hans Kelsen, uno de los más importantes teóricos del derecho político y del constitucionalismo, viene a confirmar que se están juzgando delitos políticos, castigados con penas gravísimas.

Debo reconocer que todos los que nos hemos movido en el mundo del proceso hemos tenido la tentación de acudir a citas de autoridad o de juristas especializados en la materia que es objeto del juicio o incluso hemos invocado a literatos o filósofos como, en este caso a Jürgen Habermas, sacándolo de contexto. El filósofo alemán es el teórico que mejor ha abordado la legitimación de la desobediencia civil. Ha llamado la atención sobre las posibles reacciones de una democracia frente a manifestaciones de disidencia y de protesta que, como es lógico, pueden desembocar en desórdenes callejeros que, en ningún caso, justifican o integran la violencia que se ha venido exigiendo por la jurisprudencia para integrar el delito de rebelión.

Puede resultar ilustrativo un pasaje de su obra: “Todo Estado Democrático de Derecho que está seguro de sí mismo, considera que la desobediencia civil es un componente normal de la vida política, precisamente porque es necesaria”. Y más adelante añade: “El Estado de derecho que persigue la desobediencia civil, como si fuera un delito común, puede caer en la resbaladiza pendiente de un legalismo autoritario”.

Un golpe de Estado tiene como objetivo cambiar radicalmente los pilares de un sistema democrático. Lo más clásico, a lo largo de la historia, han sido los golpes contra la democracia para sustituirla por regímenes autoritarios, aniquiladores de las libertades. La honrosa excepción nos la han proporcionado, como en otros muchos casos, nuestros vecinos portugueses. Allí los militares dieron un golpe para traer la democracia. Si no hay alteración de los principios esenciales de la democracia y de las libertades, nunca puede hablarse con rigor y seriedad de un golpe de Estado. Por ejemplo, si en nuestro país se convocasen referendos sobre monarquía o República, sin ninguna otra alteración del texto de nuestra Constitución, es evidente que no estaríamos ante un golpe de Estado, sino ante un cambio en la forma de gobierno, que mantendría intactos los valores superiores de la libertad, la justicia y el pluralismo político.

Incluso ciñéndonos al caso específico del proceso catalán, si nos esforzamos en hacer una interpretación menos rígida del artículo 2 de nuestra Constitución, podemos sostener, con arreglo a la más ortodoxa teoría político-constitucional que, en un país que se ha estructurado en diecisiete autonomías, si, hipotéticamente, una de ellas, llegase a ser independiente, en nada se habría afectado al sistema democrático de libertades, ni siquiera a la forma de gobierno ya que continuaríamos siendo una monarquía parlamentaria con las instituciones intactas.

Los que han asumido la tesis del golpe de Estado, por lo menos, tendrán que reconocer que se trata del golpe de Estado más largo jamás conocido. Un golpe de Estado que fue contemplado impasiblemente, durante más de dos años, por las autoridades militares que tenían obligación de intervenir, o por las autoridades civiles encargadas del mantenimiento del orden público y constitucional, resulta cuando menos, extraño. El Poder Ejecutivo, descartando, en todo momento, la teoría del golpe de Estado, puso en marcha los mecanismos constitucionales adecuados, es decir los recursos de inconstitucionalidad que llevaron al Procés a un callejón sin salida. El Presidente de la Generalitat, después de la votación que fue el último acto consumativo del camino hacia la República independiente de Catalunya, rectificó inmediatamente, según dice el propio Tribunal de Estrasburgo y suspendió los efectos de la declaración de independencia.

¿Cómo calificaríamos, por tanto, la inactividad de las autoridades militares y civiles, ante el golpe de Estado? ¿Son conscientes, los que mantienen contra viento y marea la teoría del golpe, del disparate y la contradicción que supone la respuesta que dio el Estado durante este larguísimo periodo de tiempo en el que se desarrollaron las actividades golpistas?

Si alguien desprecia desde el punto de vista de la calificación penal estos hechos, y mantiene que existió la violencia exigida por el Código penal vigente para que se pueda construir el delito de rebelión que exige, además, declarar la independencia de una parte de la Nación, ignora que las resistencias y los desórdenes se derivaron exclusivamente de la decisión del Gobierno central. Por cierto que, quienes tomaron la decisión y han declarado en el proceso, especialmente la vicepresidenta del Gobierno y el ministro del Interior, no supieron explicar el alcance de las medidas adoptadas. No se puede construir el concepto de violencia invocando movilizaciones de masas que ya se habían manifestado, con mucha mayor intensidad, en las Diadas precedentes. A nadie se lo ocurrió la descabellada idea de solicitar la aplicación del Código Penal.

Se acerca el final del embrollo y tengo la sensación de que ya todo está dicho. El propio Tribunal Supremo, aunque no el Tribunal que ha de dictar sentencia, sino el Juez Instructor y la Sala de Apelación, han reiterado, ante las sucesivas peticiones de cese de prisión (que el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas ha calificado de arbitraria), que no accedían a ello porque, dadas las penas correspondientes a los gravísimos delitos cometidos, existía un evidente riesgo de fuga, sorprendentemente justificado en el hecho de que el protagonista principal, es decir, el Presidente de la Generalitat se había “fugado”, aunque en realidad siempre ha estado a disposición de todas las autoridades europeas que reciban una orden de detención y entrega, puesta en marcha por los organismos judiciales españoles.

A estas alturas, por lo menos en mi opinión, carece de relevancia la confrontación dialéctica iniciada por el Ministerio fiscal para descalificar la tesis del Abogacía del Estado, que se inclina por el delito de sedición por no existir una violencia relevante, frente a una rebelión justificada por haber concurrido, una violencia irresistible. La suerte está echada. En realidad lo que pretendía el fiscal Zaragoza al cubrirse con el manto de la indiscutible autoridad de Hans Kelsen era tapar la orfandad de sus argumentos para sostener que nos encontramos ante un delito de rebelión.

La obra de Kelsen es, afortunadamente, mucho más prolífica. Me interesan, en estos momentos, dos de sus trabajos: La búsqueda de la paz por el derecho y ¿Qué es justicia? Su manejo quizá hubiera hecho desistir al Ministerio fiscal de la tentación de invocarlo, como a Jürgen Habermas. Terminaremos con otra cita de Kelsen: “El criterio de justicia, como el de verdad, no depende de la frecuencia de los juicios sobre la realidad o los juicios de valor”.

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