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Tres años de Podemos

Germán Cano / Miguel Álvarez

Consejero Estatal de Podemos / Asesor de Podemos —

“¿Seguro que vais a poder?”. Tras la presentación en el Teatro del Barrio, de la que en estos días se cumplen tres años, esta pregunta se repetía habitualmente desde sectores muy distintos. Por una parte, los partidos surgidos del tablero del 78 despreciaban el potencial de una propuesta que por impugnadora y “populista”, entendían, no entroncaba sino marginalmente con la realidad política. Por otra, desde sectores activistas se subestimaba la capacidad de una técnica política de carácter discursivo y voluntad patriótica que pudiera tocar la tecla social de la crisis económica con resultados emancipadores. El escepticismo era comprensible. La insolencia de afirmar desde la voluntad colectiva ese “podemos” planteaba revitalizar la pulsión utópica frente a un bloqueo histórico de la realidad política española. El resultado del desencanto respecto a las expectativas de la izquierda antifranquista se había saldado con la derrota ante un realismo acomodaticio y una huida hacia una ilusión de futuro color de rosa que justamente se había desteñido con el 15M.

Fue la insólita combinación de fuerza social y astuta traducción política lo que permitió patear el tablero en busca de un pueblo nuevo desconocido. En ese contexto de crisis orgánica, la audacia de la apuesta hegemónica de Podemos radicaba en que no presupone posiciones fijas ya ancladas (Izquierda/Derecha), sino que busca articular desde otras interpelaciones inéditas otros bloques mayoritarios de forma que pueda aislarse al adversario. Una política que se movía siempre en la encrucijada o tensión entre lo que Íñigo Errejón llamaba los dos peligros: la “recuperación-integración” o la “marginalidad-sectarismo”. En eso consistía el equilibrio inestable de Podemos. Por un lado, los relatos ideológicos de izquierda caracterizados por un mensaje de ruptura y de absoluta exterioridad y oposición al consenso dominante, por muy emocionales que fueran, corrían el riesgo de caer en una zona de confort muy digna, pero sin incidencia. La incomprensión de muchos militantes de la izquierda ante el 15M fue elocuente: no lograban traducir a su lenguaje teórico lo que ocurría y eso desesperaba a muchos, pues no contactaban con ese nuevo malestar desde sus plantillas políticas.

Por otro lado, interpelaciones muy amplias y difusas podían en principio agregar mucho, pero creaban solidaridades blandas que podían ser fácilmente integradas por el sistema político en su interés por absorber el antagonismo y el malestar. El 15M corría también este riesgo. Merece la pena recordar los intentos de cooptar el fenómeno desde ámbitos de poder. Recordemos cómo el presidente del Círculo de Empresarios trató de aprovechar la ocasión del descontento para criticar a los políticos o como algunos think-tanks, caso de la Fundación Everis, buscaron cabalgar desde arriba esa ola mediante una nueva operación hegemónica conservadora que invitaba a desideologizar la política y superar el “obsoleto” antagonismo de clase, redibujando la frontera social: el valor-país de España debía ser afirmado contra el Estado y los políticos, identificados con la ineficiencia y el enfrentamiento. Esa tensión sigue presente, y ambos peligros siguen acechando.

Tras los aprendizajes de estos tres años, en el debate actual de Podemos conviven, más allá de las fórmulas simplificadoras, dos formas tácticas de entender la hegemonía, la militancia, el “populismo”, la política, el trabajo cultural e incluso la lucha. Lo que parece dejar de lado el “populismo duro” representado por Pablo Iglesias con su fórmula de “cavar trincheras en lo social” y generar antagonismos fuertes puede descompensar el equilibrio original. La inyección populista en la izquierda no tenía como único objetivo condensar políticamente el malestar y darle un nombre, sino que iba más allá. Si el populismo irrumpía en el terreno en disputa del trabajo ideológico y cultural era porque las enseñanzas políticas del siglo XX mostraban que también la izquierda estaba perdiendo objetivamente las batallas simbólicas, como evidenció el fascismo en la primera mitad de siglo y volvió a recordar Thatcher a finales del mismo. 

El riesgo de abrazar una política prioritariamente “cavadora” no es que se nos identifique con la izquierda perdedora; es que, en su énfasis musculado en ese plano del combate como conflicto social en situaciones límite, termine perdiendo terreno cultural y transversal ante la derecha de la misma forma que la vieja izquierda lo hizo en el pasado. Por eso la posición “cavadora” puede terminar cayendo justo en la esquina reactiva y marginal en la que el establishment cómodamente la controla: el bando de los enfadados, la “ira contra la máquina”. Lo difícil hoy, sin embargo, no es solo confrontar, lo difícil es construir creativamente desde el antagonismo. Solo confrontando, no ganaremos la confianza de la gente, ni mejoraremos su vida. ¿Pueden construir de la misma manera los “cavadores”? En un juego especular, ese “partido de la ira” del que hablaba negativamente el editorial de El País ¿no termina siendo la imagen positiva a defender? ¿No estará, pues, la clave, no tanto en cavar trincheras como en ocuparlas mejor? Sin embargo Pablo era muy claro a este respecto en una reciente presentación del último libro de Jorge Alemán, al optar por el privilegio del “afuera”.

La opción de Iglesias tiene que ver con la idea de que la transversalidad y la hegemonía pueden obtenerse mejor, sobre todo, “politizando el dolor social” y creando contrapoderes en la sociedad civil, generando otra institucionalidad. Por importante que sea este eje, otros creemos que, sin una voluntad política más permeable e integradora, la opción meramente outsider, aun teniendo un pie dentro, corre el riesgo de retornar a escenarios superados. La profesora Margaret Canovan plantea un doble polo para entender la emergencia del momento populista, que no tiene un correlato directo con las corrientes existentes en Podemos, pero sí tiene que ver, en nuestra opinión, con la raíz de estos debates: el polo redentor y el polo pragmático; la tensión entre el outsider y el insider. El primero subraya una promesa de emancipación a través de la acción del pueblo soberano, el segundo busca resolver los conflictos sin recurrir al uso de la fuerza y desde una cierta profesionalización solvente de la política. De la brecha abierta entre esas dos caras extremas de la moneda surge como respuesta el fenómeno de regeneración democrática populista. De ahí que deba buscarse ese complicado balance entre redención y solvencia, voluntad de agregación y antagonismo, y seguramente ese equilibrio fue una de las claves originarias de Podemos en su primera cita electoral.

En toda “guerra de posiciones” la fuerza dirigente y su praxis política en las “trincheras ideológicas” no solo asume un ejercicio incesante de confrontación, también de desagregación y reordenación de las fuerzas en juego, “desclasadas” o huérfanas, que pertenecían al bloque histórico hasta ese momento hegemónico. Si la crisis económica no abre directa y automáticamente la brecha, tan solo subraya y muestra sus grietas, el trabajo político en la crisis no puede hacerse, por un lado, dejando al margen una tarea de “infiltración” en esos espacios políticos antiguamente adversarios; y, por otro, subestimando las coberturas institucionales, trincheras importantes, que permitan resistir a los dispositivos neoliberales de poder orientados a liberalizar espacios de acción –que fuerzan, por ejemplo, a la auto-responsabilización (salud, educación, servicios públicos) de los problemas y malestares– adelgazando los espacios públicos y estatales. 

No es un dato menor que tras la última cita electoral el PP no haya tenido problema en neutralizar a su gemelo turnista, ni en hacer la cobra al “Podemos de derechas”. Hay una diferencia crucial entre entender que la Triple Alianza, a caballo de una presunta recuperación económica, ha conseguido cerrar la ventana de oportunidad y que tenemos que resistir defendiendo las posiciones conquistadas; o bien entender que el cierre es frágil y está seriamente mermado, por lo que cabe abrirse más a la sociedad participando de sus luchas, y desde un trabajo cultural y político más polifónico. En todo caso, si hay un punto de acuerdo común es que la fase de máquina de guerra electoral, de lógica plebiscitaria y verticalismo debe dejar paso a un partido menos tenso, más feminizado en su lógica profunda y más permeable a la sociedad civil.

Podemos debe seguir siendo esa piedra lanzada contra la injusticia que condense diferentes malestares, pero también un proyecto de construcción popular plurinacional con voluntad democrática que pueda tejer identificaciones, nuevos símbolos de pertenencia y agregar saberes técnicos con ejemplos de solvencia. En ese equilibrio se juega la capacidad política del proyecto para alterar la actual correlación de fuerzas. Además de politizar el sufrimiento que genera el terrorismo económico, Podemos debe saber ofrecer un horizonte de seguridad laboral, transformar el miedo a la exclusión y la precariedad en certeza de protección económica para los más débiles, sembrar confianza en un futuro mejor y saber encarnarlo. Si nos conformamos con resistir regalamos a otros la fe en la victoria.

En este sentido, es clave defender y reivindicar la gestión de los ayuntamientos del cambio y apoyarla quitándoles el corsé que les oprime derogando la “Ley Montoro” para que recuperen su autonomía financiera; visibilizar los logros ya materializados de la acción institucional y no permitirnos la menor dejación de funciones en la responsabilidad adquirida al entrar en las instituciones. Recuperar la iniciativa y marcar agenda, para demostrar cuánta razón han tenido las cinco millones de personas que nos han querido aquí, por ejemplo, mostrando que servimos para blindar y aumentar las partidas de Sanidad y Educación en todas las comunidades. Podemos no debe tratar de usurpar el rol de los movimientos sociales, sino acompañarlos cumpliendo el suyo (forzar la derogación de la Ley Mordaza, o del impuesto al Sol) construyendo con ellos una relación de colaboración fluida, de mutuo respeto y reconocimiento.

No es este, por tanto, un debate entre “calle” e instituciones, no es solo un debate “intelectual” ensimismado ni de egos ni solo de poder interno (claro, es importante tener poder para poner en práctica tus ideas, es obvio): es un debate muy afinado sobre cómo construir el futuro de este país y con quiénes (porque hay prioridades y sectores en esta tarea más decisivos que otros). Es un debate crucial y da la casualidad que se está jugando en España. Eso debería ser motivo de orgullo por mucho ruido aparente que pueda haberse generado estos meses.

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