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Celulitis en confinamiento

Unos churros con azúcar.

Ana Requena Aguilar

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No salir afuera da más tiempo para mirar adentro. Pero el adentro, para las mujeres, tiene un muro, una capa intermedia que está siempre presente: nuestros cuerpos. Sí, todo el mundo tiene un cuerpo, pero para nosotras el cuerpo es el lugar incómodo en el que libramos algunas de las batallas más despiadadas de la vida. Trascender esa guerra para mirar más adentro, para disfrutarnos o simplemente para convivir con nosotras sin el juicio constante de la estética y la quimera de la perfección es casi una proeza. Y llega la pandemia y a la lista de aislamiento, incertidumbre, miedo y ruleta de emociones se suman nuestros cuerpos en guerra.

Confinadas en casa, comida constante a mano, ansiedad disparada -o tristeza o preocupaciones o estrés o ambivalencia, cada cual tiene lo suyo-, sin poder pisar apenas la calle, con el movimiento limitado entre paredes, nuestras cabezas dan vueltas y nuestros cuerpos hacen lo que pueden. Podríamos vivir con cierta naturalidad que las galletas de chocolate se terminen más rápido de lo normal (aunque, ¿qué es normal ahora?), que los pantalones no cierren, que nuestra piel eche de menos un poco de sol y aire fresco, que la carne cuelgue de los brazos o de la tripa, que los hoyuelos del culo se hayan hecho un poco más grandes o que el estrés te haya hecho perder talla ahí donde no querías.

Podríamos vivirlo con cierta naturalidad porque todo cambia y el cuerpo, también. Cuidarse y quererse deberíamos hacerlo siempre, pero más si cabe en medio de una pandemia mundial que nos ha cambiado la vida de forma drástica y también dolorosa. Pero parece que incluso en tiempos de alarma y confinamiento la batalla la gana el malestar con nuestros cuerpos, el empeño social por que vigilemos nuestros kilos y nuestros culos.

Y así estamos, con miles de mujeres encerradas en casa o teniendo que salir a trabajar, lidiando con todos los frentes que nos ha traído esta crisis, y pendientes de encajar en un molde físico que no está hecho a la medida de ninguna. No vaya a ser que en unos meses podamos ir a la playa y nuestros cuerpos desborden los bikinis y, de paso, los cánones de mierda.

Las mujeres hemos sido entrenadas en la hipervigilancia de nuestros cuerpos. En la insatisfacción permanente con nuestro aspecto. Da igual cómo seas, siempre hay una aspiración, o, más bien, siempre hay un error, una incorrección, un defecto. O muchos. Serán los muslos o será el culo, la celulitis o la piel de naranja, serán los brazos, las tetas, la tripa o hasta la forma de las piernas al curvarse, serán la cara con manchas o los granos, las líneas de expresión, las canas o hasta la piel endurecida de los codos.

La consecuencia es que aprendemos a vivir en nuestros cuerpos como lugares hostiles a los que torturar y despreciar en lugar de respetar y querer. Están bien los vídeos para hacer deporte en casa en los que las entrenadoras nos gritan “dame más” o los intentos por comer equilibrado en un momento en que el ansia nos puede desbordar. Están bien si nos hacen sentir bien, no si nos frustran todavía más porque, ah amiga, el objetivo no es estar sana sino delgada, no es encontrarse mejor sino ser lo más parecido a un modelo de cartón piedra con unas formas muy concretas.

Así que cuando la influencer de turno pasa de gritar “dame más” mientras hago sentadillas a decir “me lo agradecerás cuando vayas a la playa” frunzo el ceño. Quiero atravesar la pantalla y gritarle yo a ella (o gritar, en general, tampoco es cuestión de personalizar la ira en este caso) que todos los cuerpos van a la playa, que todos los cuerpos deberían sentirse bien en la playa y que dejemos de utilizar las clases de gimnasia, las recetas saludables, los consejos nutricionales o las tablas de abdominales para seguir alimentando esa cultura de castigo y sacrificio de nuestros cuerpos que se basa en la comparación, en la búsqueda permanente de defectos, en la promesa de que todo irá mejor con otra talla.

La convivencia pacífica -amorosa, incluso- con nuestros cuerpos es una tarea en la que las mujeres nos dejamos muchas horas, mucho conflicto, muchas emociones contradictorias. El resultado no siempre es satisfactorio y, más que algo definitivo, suele ser una conversación con nosotras mismas a la que volvemos una y otra vez, unas más fuertes, otras más rendidas. De momento, podríamos, al menos, dejar de pensar que nuestro cuerpo es una maldición que tenemos que domar hasta en las épocas más difíciles. El mundo ya es hoy un lugar lo suficientemente hostil como para estar midiendo las calorías de cada galleta de chocolate.

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