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Los españoles que no creen en la democracia

Rosa María Artal

Cada vez que la corrupción salta en noticia para acorralar al PP, sacan de la chistera la presunta recuperación. Y ahora que se añade la proximidad electoral, todos los medios y comentaristas a su servicio redoblan el esfuerzo: la crisis es historia, consumimos como locos, se está creando empleo.

Cualquiera puede comprobarlo, los ciudadanos con un trabajo de algunas horas durante una semana se lanzan a las tiendas a dilapidar el dinero que les sobra. Lo mismo hacen los parados sin subsidio alguno. Levantan las persianas de nuevo los negocios fracasados. Nos crece el dinero en los bancos, disipando nuestra angustia por el futuro. Los ancianos que mantienen a sus familiares más jóvenes les han podido dar un extraordinario con los dos euros mensuales de media que el Gobierno ha subido su pensión. Los niños que no cubrían sus necesidades alimenticias (en cifras récord desde la llegada de Rajoy al Gobierno) ya comen lo que necesitan. Ya encienden la calefacción quienes se morían de frío. Las lacerantes cifras de la desigualdad sobrevenida en pocos años, se han atenuado. Los jóvenes y no tan jóvenes obligados a buscarse la vida en la emigración regresan al paraíso que el PP nos ha preparado a todos en España.

La bonita historia cuela. Especialmente en quienes no han padecido la crisis y nunca tuvieron problemas para consumir. Ha crecido… la confianza, ese sentimiento subjetivo que, como la fe, no precisa asentarse en bases sólidas. La orquesta del Partido Popular interpreta a diario la partitura y dóciles ciudadanos siguen la batuta, la música y la letra, como haría cualquier rebaño de corderos.

Y funciona al punto de que se tiende a priorizar los mensajes económicos del Gobierno sobre otras cuestiones altamente decisivas. Al PP le ha estallado la Gürtel con múltiples imputaciones en su entorno y con un nuevo dictamen (de la Fiscalía en este caso) que corrobora los anteriores: el PP usa caja B y se lucra de la trama, recibe comisiones de empresas a quien entrega obra pública, paga bajo mano y se reparte sobresueldos. El cemento con el que cubren su expresión logra que tales aseveraciones, que mandarían a cualquier Gobierno a casa, ni les salpiquen. Carlos Floriano ya lo ha dicho bien claro: el PP no tiene nada que ver con los delitos cometidos por “algunos”, hablarán los jueces, resplandecerá la verdad y algunos tendrán que pedir perdón.

Hombre, hablar ya habló Baltasar Garzón, el juez que inició la causa. Y Elpidio José Silva, a cargo de otro caso de un pariente muy querido de la familia. Ambos han sido debidamente expulsados de la carrera judicial. A Ruz no le puede dar el PP más facilidades, desde borrar los ordenadores de Bárcenas a largarlo de la instrucción. Siempre apoyado en la legalidad, en su legalidad. Hasta el Fiscal General del Estado dimitió, con lo bien que se había portado al principio. Aquella viñeta, aquí, de Manel Fontdevila escenificando el intento de control de los jueces –muchas veces consumado– helaba la sangre en su denuncia. Y son tantos ya los que bailan al son de las batutas que maneja la cúpula del Gobierno, que corren a llevar el palito en la boca, que cabe esperar toda clase de atropellos más.

Los que se están produciendo. Como una máquina que engrasaran y dirigieran a diario las personas más tecnocráticas del Gobierno, nos han dado la vuelta a las leyes del Estado. La ola de terrorismo y de expansión del miedo desde el poder ha caído –en desgraciada carambola– como agua de mayo, pero la ley mordaza o la reforma del Código Penal ya venían de atrás.

Así tenemos en el Gobierno a un partido implicado, según las investigaciones judiciales, policiales y de la agencia tributaria, en una corrupción de envergadura que dicta leyes severísimas: ¿para proteger a quién de quién? Se diría que a su proyecto –de país, personal y de empresa– de las protestas sociales. Esa pretendida lucha por la transparencia y contra la corrupción casan mal con el rechazo a rebajar la cifra del delito fiscal o las que marcarían la prisión por donaciones ilegales. Asombra que personas normales apoyen semejante paquete. La labor de filigrana que está llevando a cabo el PP se demuestra hasta al introducir en la Ley de Seguridad, por ejemplo, modificaciones que afectan a otras leyes (como la de extranjería), evitando tener que pedir dictámenes a organismos competentes o sufrir ningún control.

Esto se ha convertido en un festín en el que 'demócratas' de toda la vida se animan unos a otros. Podemos llegar a imaginar las reuniones del Consejo de Ministros con peticiones de este tenor: 'Pues yo me pido delito de terrorismo para los escraches, que son muy molestos'. Esa reforma del Código Penal que preparan para que apruebe su aplastante mayoría, y que tan magistralmente contó Gonzalo Cortizo, llega a proponer que sea considerado terrorismo “alterar la paz social y el funcionamiento de las estructuras políticas”. En ambiguo, para que entre todo. Pero ¿qué es alterar el funcionamiento de las estructuras políticas? ¿Votar algo diferente al bipartidismo? Los cajones de sastre son muy peligrosos en ciertas manos.

En plena Represión-Party se actúa ya sin el menor freno. El Ministerio de Fernández Díaz se propone imponer límites de velocidad a los peatones y obligarlos a pasar un control de alcoholemia y drogas cuando 'la autoridad' estime que han cometido alguna infracción. Entre otras cosas. Cómo será de demencial la ley de la DGT que hasta el Consejo de Estado le ha pedido que se moderen un poco. Es de no creer lo que nos ocurre en España.

Si lo que está ejecutando el PP aterra, todavía causa más miedo el consentimiento, la indiferencia social. Hay un sector de la población que se siente muy cómodo atado y recortando las libertades de los demás con su propia actitud. Tienen que distraerse, además, los angelitos. Las noticias más vistas en los diarios tradicionales, los trending topics de Twitter, nos muestran –no siempre pero ya a menudo– una sociedad cada vez más entregada a la basura mediática, al fútbol y otros deportes, a los famosos (con especial querencia por sus esperpentos), a la huida, a la anestesia.

Tras distintos aperitivos a lo largo de la semana, la cita principal es el sábado por la noche. Ávidos de saber más sobre la difícil situación que vivimos, ocupan sitio en la grada virtual para terminar simplemente por apuntarse o rechazar a los Inda o los Marhuenda. Hasta hay espacio para las cuñas de propaganda al calor del éxito. Muy gráficas, sin embargo: Pablo y Pablo, el duelo de los sábados. Vaya. Era la noticia más vista en ABC el domingo. En La Vanguardia, un buen periódico, lo que más interesaba era esto: “No se olvide de apagar el wi-fi por la noche” y “Una becaria deja su trabajo en Wall Street para dedicarse al porno”.

Y, mientras, el PP, a su tarea. Sin provocar grandes revuelos. Se llega a la terrible conclusión de que a muchos españoles no les importa la democracia. No creen en ella, les da igual que se la quiten o restrinjan. En aras de una pretendida seguridad que en absoluto se garantiza controlando y reprimiendo a todos, castigando hasta el pensamiento. Ni siquiera se cuestionan las razones que esconden estas medidas. En realidad, no les incomodan, les dan igual.

Es una vieja tradición. Son los del “Viva las caenas” que recibieron encantados al Borbón Fernando VII. Los que hartaron a Amadeo de Saboya hasta que se fuera diciendo a España: ahí te quedas. Los que mataron a Prim. Los que detuvieron las ideas de progreso pioneras incluso en la Edad Media. Distintos historiadores han reseñado el peso del analfabetismo (hoy funcional, cívico y político) en España. En el siglo XIX, el real alcanzaba al 70%, lo que ya no ocurría a ese nivel en países de nuestro entorno. Lo hemos pagado y pagamos muy caro. Solo la educación, en conocimientos y en decencia, puede cambiar esta condena que amenaza ser de cadena perpetua.

La democracia debería contar con mecanismos de defensa contra quienes dentro del sistema defienden, apoyan y votan postulados antidemocráticos. Una ola de involucionismo recorre el mundo y en ella el Gobierno del PP está en la avanzadilla. Pero hay otra España, otra gente, otra sociedad. Cada vez más pujante, cada vez más consciente de que nos lo jugamos todo si aceptamos perder esta nueva batalla.

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