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13 historias para entender la huida de los refugiados en cuatro continentes

Mapa de los países de origen y destino de los refugiados que protagonizan estas 13 historias | FOTO: Belén Picazo

Patricia Ruiz / Belén Picazo

Sus vidas podrían medirse en kilómetros. A cada uno de ellos le acompaña en los talones el peso de un viaje, una huida. Por motivos diferentes, en países de salida y destino diferentes, con finales diferentes. Todos son refugiados.

Amina escapó a Líbano para no separarse demasiado de su Siria natal. Louis inició un larguísimo viaje a España al ver que en Camerún, su país, quemaron vivo a su novio delante de sus propios ojos, y que él podía ser el siguiente. Juan María lleva siete años pendiente de que el Gobierno español le dé una respuesta a si le concede o no el asilo, mientras que a Ana María y Natalia, madre e hija, ya se lo han denegado. No contemplan que la violencia de las maras sea una amenaza suficiente como para salir del país, pese a que la joven de 14 años asegure haber visto a compañeros de su escuela “degollados y tirados al río”.

¿Cómo se huye cuando hay riesgo de muerte? ¿Por qué rutas? ¿Quién pide asilo y a quién se le concede? ¿Hay ayudas para quienes llegan a su destino? Con motivo del Día Mundial de los Refugiados, el 20 de junio, os acercamos una recopilación de trece historias con perfiles muy distintos pero un aspecto en común: todos han iniciado un camino huyendo de las amenazas, la violencia o las guerras de sus países. Buscan refugio en el otro lado de la frontera.

Amina

Dice que a Europa solo llegan los que tienen más poder económico, los que pueden permitirse pagar entre 1.000 y 2.000 euros para jugarse la vida en un bote hinchable. Amina huyó a Líbano, país limítrofe con su Siria natal, la que hasta entonces había sido su casa. “Nunca quise irme más lejos. Yo sé que quiero volver. No sé cuándo, pero voy a volver”, dice.

Amina es maestra. La primera víctima de la guerra que ella conoció fue uno de sus alumnos, muerto en un bombardeo. Entonces el nombre del pequeño pasó a ser el de su escuela para “rendirle un homenaje”, pero llegó un día en que “había demasiados niños muertos a quienes honrar”.

Hoy sigue enseñando a los niños sirios refugiados en el campo al que ella también ha huido. “Llegará el día en que tendremos que volver a Siria. El país estará destruido, pero al menos educando a sus pequeños durante este tiempo lograremos que su futuro no esté en ruinas”

Texto: Patricia Ruiz.

Louis

Louis vio cómo quemaban a su novio vivo delante de sus propios ojos, por quererle a él, una persona de su mismo sexo. Aquello fue lo que detonó su huida. No podía ni quería esconderse más, así que inició su camino. Al principio sin rumbo fijo. “No sabía dónde iba. Solo iba para delante, para delante”, nos decía en un español afrancesado. Pasó por Nigeria, Argelia y Marruecos. Cruzó el Estrecho en patera. “Cuando llegué a España, pensé: 'si aquí puedo vivir, si puedo ser yo sin que me maten, para qué voy a cruzar más fronteras'”.

Pidió asilo en España porque, supuestamente, la ley protege sus sentimientos, pero el Gobierno se lo denegó por “falta de pruebas” y porque “podía haber solicitado asilo en alguno de los países de tránsito”: Argelia o Nigeria. Entonces, activaron una orden de expulsión que recurrió. Hace dos años, cuando Louis nos contó esta historia, llevaba más de un año esperando a que se resolviera su recurso, sin saber si le obligarían a volver al país en el que nunca podrá ser quien realmente es, bajo amenaza de muerte.

Leer la historia completa. Texto original: Gabriela Sánchez.

Ana María y Natalia

Ana María y Natalia (nombres ficticios), madre e hija viven ya tranquilas, pero inquietas. Huyeron a España tras las amenazas de las maras salvadoreñas, pero les preocupan los suyos, los que se tuvieron que quedar allí. Tampoco saben si tendrán que volver más pronto que tarde: el Gobierno les ha denegado el asilo y podrían ser deportadas en cualquier momento.

La violencia de los grupos pandilleros no está recogida dentro de la Convención de Ginebra como una de las causas por las que alguien podría ser refugiado. “En la orden que nos denegaba el asilo había una amenaza de deportación en quince días. Nos sentimos impotentes. Si una amenaza de muerte no es suficiente motivo para huir de tu país legalmente, ¿qué lo es?”, dice la madre. A lo que la hija contesta: “Tengo compañeros del colegio a los que han degollado y tirado al río. No se puede vivir allí”.

Texto: Patricia Ruiz.

Ibrahim

Al pequeño Ibrahim lo enterraron vivo. Aunque intentaba huir con su familia, no había escapatoria para todos. Su padre se cansó demasiado cuando salieron corriendo y al atraparle, Boko Haram le degolló. El niño de diez años lo vio todo y empezó a llorar sobre el cuerpo sin vida de su padre, cuando uno de los terroristas aprovechó para sacar su machete y le golpeó en la cabeza.

La cicatriz de su cráneo habla por si sola. “Después de que me hicieran un corte en la cabeza me desmayé. No podía moverme, me arrastré hasta llegar debajo de un árbol, pero volvieron de nuevo. Me levantaron y pensaron que estaba muerto. Cavaron un hoyo y me tiraron dentro, cubriéndome de arena”, recuerda el niño en un testimonio recogido por Acnur.

Dos días después, su abuela y su hermana Larama volvieron a la frontera para buscarle a él y a su padre. Encontraron a Ibrahim casi sin querer, y casi sin vida. Larama sacó todas sus fuerzas para desenterrarle y “llevarle a casa”. A la que a partir de ahora sería su casa, en Camerún, pasada la frontera del horror instaurado por el grupo terrorista.

Leer la historia completa. Texto: Patricia Ruiz.

Rebecca

Parece que Rebecca se siente mal por sonreír. Hace unos meses tomó una decisión que ahora le atormenta. Huyó de su pueblo, situado en el estado de Unity, una de las zonas más afectadas por la guerra y el hambre en Sudán del Sur. La carretera, asegura, era más peligrosa que su hogar. No quería arriesgar la vida de cuatro de sus hijos y los dejó allí. Partió hacia Juba, donde vivían sus otros tres niños. Quería comprobar que el trayecto era seguro.

La situación de la carretera nunca mejoró y el conflicto en el estado donde continúan tres de sus hijos empeoró. “Me siento desgraciada porque mis hijos siguen allí. Los combates continuos son peligrosos. Sigo buscando a alguien que se haga cargo de ellos en Unity”, reconoce mientras mueve los ojos de un lado a otro en un intento de evitar las lágrimas.

Rebecca frunce el ceño. “Echo de menos vivir en paz, la felicidad. Me gustaría que volviera todo eso”, afirma con una frase escueta, fría, brusca. No quiere seguir hablando, se le nota, pero decide añadir algo más. Y con ese algo más, sonríe. “Lo que me hace feliz es hablar con mis hijos cuando vuelven del colegio y hablamos sobre los deberes que tienen. Eso me hace feliz”.

Leer la historia completa. Texto original: Gabriela Sánchez.

Russom

En 2009, Russom empezó el viaje de su vida. A pie. Cruzó la frontera que separa su país, Eritrea, de Etiopía. Allí pagó 200 dólares para cruzar a Sudán, desde donde se fue a Egipto. Huía de una dictadura que le obligaba a ser soldado para formar parte del que representa hoy el mayor ejército por población en el mundo, después del de Corea del Norte. El país considera desertores a quienes escapan: si vuelven, se enfrentan a penas de prisión de por vida o, incluso, a la muerte.

Cuando pasó por el Sinai lo secuestraron y lo internaron en uno de los campos de torturas de la región. Pedían 20.000 dólares para liberarlo. Un amigo le dio a Russom el número de Meron Estefanos: desde Estocolmo, Meron, eritrea nacionalizada sueca, conduce un programa de radio al que llaman en directo aquellos que están siendo torturados. Porque él no es el único que sufre la misma suerte en este trayecto.

Meron les ayuda a recaudar los fondos para su liberación: 4.000 dólares del rescate de Russom vinieron de su programa de radio. Los 16.000 dólares restantes provenían de su familia, que vendió todo que tenía y se endeudó de por vida para poder liberarlo. Russom llegó a Israel en 2011, dos años después de salir de Eritrea. Pasó un año sin poder trabajar por las secuelas de la tortura.

Leer la historia completa. Texto original: Isabel Cadenas.

Juan María

Juan María salió de Guinea por persecución política. Sus enemigos le consideraron un “traidor de la patria” por ser parte de un partido que se oponía a la dictadura. Así que huyó. Reconoce que lo que más le dolió fue dejar a su madre, que aún con 85 años seguía recibiendo las amenazas de muerte que ya no podían lanzarle a él.

Queda lejos el plazo de seis meses en el que debería haberse resuelto su petición y que nadie ha respetado. Aun con una paciencia infinita, su desesperación es ya evidente. “Cuando llegué, me fui a Zaragoza porque escuché que allí había muchos guineanos. En realidad han sido ellos los que me han ayudado, mis paisanos”, explica.

En España nadie le informó de sus derechos: “Ni siquiera mi abogado, que fue quien me asistió en la oficina de asilo”, dice. Se cumplen siete años y medio desde que solicitó refugio en nuestro país y aún no ha obtenido respuesta. A día de hoy sigue esperando.

Texto: Patricia Ruiz.

Adriana

“Vine a Ecuador porque los grupos armados nos sacaron. Nos dieron tres días para salir del pueblo, si no nos íbamos nos harían desaparecer”, contaba Adriana. Ahora vive en uno de los países que más asilados alberga de América Latina. “No voy a perder la vida por estar allí, pero echo en falta el afecto de mis hijos”.

Para poder sobrevivir en su nuevo país, Adriana recolecta conchas en los manglares de la zona. “El día que más saco 'conchando' consigo cinco dólares. Me da para comer, pero para nada más, ni siquiera para vestirme”, reconoce, mientras muestra una herida en el pie por una picadura de mantarraya.

El poco dinero que gana se va rápido. Cada varios meses debe viajar tres horas y media en autobús hasta la capital provincial de Esmeraldas para poner en regla sus papeles. El pago de los viajes consume buena parte de los ingresos de Adriana. Pero sigue peleando.

Leer la historia completa. Texto original: Jaime Giménez y Gabriela Sánchez.

Darush, Asmatullah, Jallali...

Hace unos años fueron indispensables para las tropas españolas destinadas en Afganistán, pero al volver, observaban cómo el Ministerio de Defensa les ignoraba. “Éramos sus ojos, su lengua... Sin nosotros, no hacían nada”. Ellos son los intérpretes afganos que arriesgaron su vida para servir al Ejército de España. Después de conseguir el asilo, agotaron sus ayudas y se quedaron prácticamente en la calle.

Su permanencia en Afganistán, tras años dedicados a servir a un ejército que luchaba contra los talibanes, se traducía en un grave riesgo para sus vidas. Todos recibieron amenazas por ayudar “al enemigo”, hasta el punto de “no poder salir de casa durante meses”, nos contaba uno de ellos. 32 de los cerca de 40 intérpretes obtuvieron en 2014 la protección internacional prometida.

No esperaban, sin embargo, toparse con las debilidades del sistema de asilo español. Después de pasar durante seis meses por un Centro de Acogida para Refugiados (CAR), obtuvieron una subvención temporal de 372 euros a través de Cruz Roja para costear vivienda y gastos que se agotó a los pocos meses. Cuando contaban su historia a eldiario.es, en octubre de 2015, muchos estaban a punto de quedarse en la calle.

Leer la historia completa. Texto original: Gabriela Sánchez.

Paloma

“Quedan muchas más…”. A Paloma (nombre ficticio) se le quebraba la voz cada vez que hablaba. Tiene estudios universitarios y experiencia laboral, pero la trampa de su vida llegó en forma de una entrevista de trabajo que resultó no ser lo prometido. Paloma acabó siendo captada por una red mexicana de narcotráfico que la explotó sexualmente, la obligó a tomar drogas y la forzó a hacer ritos satánicos.

Se marchó como pudo, con lo puesto y arrastrando todo el miedo que las amenazas de muerte y persecución despertaban en ella. Al no encontrar ninguna protección en su país buscó refugio en España, donde tras un largo proceso de dos años –según la legislación vigente las solicitudes deberían ser resueltas en un plazo máximo de seis meses–, consiguió que le concedieran el asilo. Era la segunda vez que nuestro país concedía esta medida de protección a una víctima de trata, y ella, la primera que decidía contar su historia.

Leer la historia completa. Texto original: Gabriela Sánchez.

Aadeel

Aadeel es paquistaní. Pasó “seis horas en el mar, de noche, a la deriva, rezando a Dios para sobrevivir”. 15 días después veía cerrarse su camino a Alemania donde ya viven su hermana y hermano. “Si pudierais imaginar de lo que venimos. No puedo realizarme allí, no puedo salvar mi vida, no tengo derechos humanos”.

Quedó atrapado en Grecia tras llegar a la isla de Lesbos pocos días después del cierre definitivo de la ruta de los balcanes. “He dejado a mi madre atrás, he sacrificado los ahorros de mi vida, he sacrificado mis estudios universitarios, máster de contabilidad y finanzas, todo, para venir a Europa y proteger mi vida”, se lamentaba. “Si hubiera sabido que nos cerrarían las puertas, nunca habría venido”.

No lograba entender por qué a los migrantes de una nacionalidad se les considera refugiados y a los de otras, como la suya, 'inmigrantes económicos'. Rodeado por compatriotas que asentían como si hablara en nombre de todos, Adeel nos lanzaba la pregunta: “¿Por qué los sirios sí y nosotros no?”.

Leer la historia completa.

Texto original: María Iglesias, Jaime Rodríguez, Carlos Escaño

Richard

“En mi país no hay lugar para los disidentes. Cualquier persona que no apoye el tercer mandato del presidente está condenado a muerte”, decía Richard en una visita en España. Desde abril de 2015 las revueltas en las calles de Burundi no han parado, mientras la violencia, la represión y el número de muertos diarios no ha hecho más que ascender.

Para los defensores de los derechos humanos, como Richard, ese contexto es más que peligroso. “Decidí irme a Holanda cinco meses para que se olvidaran de mí, porque la situación se estaba volviendo muy peligrosa”. Pero en agosto, cuando se disponía a embarcar en el avión de vuelta, se enteró de que habían disparado a uno de sus mejores amigos, también activista.

Así, decidió quedarse en Bruselas, donde permanece protegido a la espera de poder volver con su mujer y su hijo. “No me planteo pedir asilo porque eso supondría renunciar a volver a mi país próximamente, y yo pretendo volver a luchar por los derechos de mi población tan pronto como pueda. Mi mujer y mi hijo aún están allí”.

Leer la historia completa. Texto original: Patricia Ruiz.

Zamzam

Zamzam dejó su vida en Mogadiscio el 11 de abril de 2011 para exiliarse en Dadaab, el campo de refugiados más grande del mundo y que ahora peligra debido a las intenciones del gobierno keniano de echarle el cierre. Cruzó la frontera sur de Somalia para alcanzar refugio en Kenia, pero nunca imaginó las duras condiciones del campo ni las limitaciones que afrontan allí los refugiados para intentar valerse por sí mismos.

“Hay días que no tenemos agua y cada vez recibimos menos comida. Las casas en las que vivimos son más recientes y peores que las de otros campos, pero preferimos vivir de esta manera antes que volver a Somalia. Estar allí es muy peligroso y sabemos que si volvemos podemos morir”, contaba desde la sombra de un árbol en su pequeña parcela en el campo de Ifo II.

Llegar a Dadaab es casi tan complicado como salir de allí. Para llegar, por la burocracia y las advertencias sobre la inseguridad de las carreteras. Para salir, porque los refugiados no tienen permiso de trabajar más allá de las fronteras de Dadaab y son muy pocos los que han mostrado un deseo manifiesto de regresar a sus hogares.

Leer la historia completa. Texto original: Sabina de Vicente.

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Este artículo contiene información de Gabriela Sánchez, Isabel Cadenas Cañón, Jaime Giménez, María Iglesias, Jaime Rodríguez, Carlos Escaño, Sabina de Vicente y Patricia Ruiz.

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