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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
Sobre este blog

No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

Las noticias sobre retrones no deberían hablar de enfermitos y de rampas, sino de la miseria y la reclusión. Nuria del Saz y Mariano Cuesta, dos retrones con suerte, intentaremos decir las cosas como son, con humor y vigilando los tabúes. Si quieres escribirnos: retronesyhombres@gmail.com

Sangría

Enfermera acercándose para pinchar a un retrón

Raúl Gay

Cada mañana, decenas de personas hacen fila en los centros de salud para que les saquen sangre. Se levantan, ayunan, van al ambulatorio, entregan la citación, esperan unos minutos y una enfermera o enfermero les pinchan con una aguja; después salen con un algodón en el brazo y corren a tomar un café y algo de comer. Una rutina, un proceso automatizado, como si de una fábrica se tratara. Este proceso, claro, se complica si el paciente no tiene brazos.

Durante mucho tiempo, hacerme análisis de sangre fue un asunto bastante traumático. Una persona normal tal vez pase por la aguja 1 vez al año. Pero a mí me han operado 14 veces, y en cada una tienen que analizarme o ponerme goteros. A eso sumamos que de plaquetas he andado bastante mal hasta hace cuatro días como quien dice y que tenían que controlarlas. ¿Cómo? Sacando sangre, of course.

Recuerdo vagamente aquellas sesiones de tortura en el Hospital Clínico de Zaragoza. Tendría menos de 13 años y empezaba el día peleando con un puñado de enfermeras. Me tumbaban en la camilla y, cual perro rabioso, me sujetaban piernas, tronco y cabeza. Yo gritaba e insultaba. ¿Recordáis aquellas viñetas de Mortadelo y Filemón en las que se veían signos extraños (“·$%!!!!*¨¨)? Pues algo así, pero sin censura. Vamos, que alguna enfermera todavía se acuerda de mis blasfemias. A veces me han parado por la calle: ”Raúl, que soy Juanita, que te sacaba sangre cuando eras pequeño. Madre, qué difícil lo ponías, eh… Anda que tenías una boca de sucia...“. Yo sonrío pero les diría ”Si quieres te hago lo mismo, a ver cómo reaccionas“.

Un buen día, no recuerdo cómo, descubrimos que era posible sacar sangre del empeine. Aquello fue un gran avance. Ya no era necesario un ejército de enfermeros/as: con un par bastaba.

Hacía la fila como todos y me metían en la sala del Sintrom. Me quitaba la prótesis de la pierna izquierda (la “buena”) y esperaba a ver quién era el afortunado. Si ya me conocía, perfecto. Si era nuevo en estas lides, llegaba el siguiente diálogo:

- ¿Me puede poner anestesia local, por favor?

- No hace falta.

- Insisto (con una sonrisa, todavía).

- Si es un pinchazo… Te va a doler más la anestesia que la extracción en sí.

- En teoría, sí. pero en teoría funciona hasta el capitalismo.

Me mira y leo su pensamiento: “¿el retrón me está vacilando?”

- Confía en mí, sé lo que hago.

- No es falta de confianza. Es experiencia. Va a costar mucho encontrar la vena. Tras el pinchazo, rebuscará y removerá la aguja dentro de mi pie. Y eso duele.

- No es necesario, de verdad.

- De acuerdo. No insisto. Pero dentro de 7 minutos usted pedirá una anestesia local. ¿Quiere apostar algo?

Como los lectores pueden imaginar, terminó por pedir una anestesia. Eso después de haberme torturado durante unos cuantos minutos, haber cambiado de aguja un par de veces y haber puesto el cubrecamas perdido de sangre.

Debo admitir que cuando se rindió, sonreí: una pequeña victoria. Tal vez la próxima vez escuchará al paciente; conocemos nuestro cuerpo y, a veces, hasta tenemos razón.

Es cierto que el pinchazo de anestesia también duele. Cuando acercaba la aguja, yo tomaba aire y decía, en voz alta: “AHHHHHHHH”. Como si vocalizase antes de un concierto. Al principio, los sanitarios alucinaban, así que ya lo advertía antes: “Voy a medio gritar; no por dolor o miedo, sino como forma de relajación. Como un mantra de yoga, casi. Cuando sienta más dolor, vocalizaré más fuerte y luego, una vez la aguja esté donde debe, me callaré”. En una ocasión un amigo escuchó este aullido, reconoció mi voz y entró a la sala. Aún lo recuerda a carcajadas.

Este proceso tan divertido dejó de serlo en 2011. Después de la decimotercera operación, mi pie ha quedado bastante alineado con mi pierna (antes no lo estaba, aclaro) y las venas que antes estaban tan visibles ahora ya no hay quien las encuentre. Para la intervención número 14 intentaron sacarme sangre. Fue casi imposible. Anestesia incluida, aquello dolía como un demonio. La enfermera sufría, mi médico de cabecera lo intentaba sin éxito... Lograron medio tubo. Si bastaba bien; si no, me dijo la enfermera, que me sacaran sangre una vez dormido en quirófano. Aplaudí (es un decir) la decisión.

Una de las incomodidades de pasar tantas veces por quirófano y no tener brazos es que los goteros te los ponen en el cuello. Sí, muy agradable. Te despiertas con la peor resaca de tu vida y no puedes ni girarte con comodidad para vomitar porque estás atado con un cable que te sale del cuello. Normalmente lo llevo 24 horas, tal vez 36. Los médicos me dicen que debería llevarlo más pero se apiadan de mí. La retirada del tubo es dolorosa: me quitan los puntos que han puesto para que no se salga y tiran de él. Cuando estoy libre, me queda el cuello como si me hubieran hecho un chupón las modelos de calendario Pirelli al completo. Pero no es de eso (qué más quisiera).

Una vez, intentaron tomarme la tensión (no habían caído en eso, eh…). Fue imposible. La tela esa se hinchaba e hinchaba y sentía que mi pierna iba a estallar. Probamos un par de veces más y a fuerza de gritar y suplicar conseguí que la enfermera desistiera. Así que tal vez un día me caiga redondo de un infarto y la autopsia reevele que tenía la tensión por las nubes.

Mientras escribo este post, me acuerdo de una amiga, a la que su médico le ha recetado una medicación que le sienta mal. Ella lo sabe, pero el doctor no encuentra el historial y lo ha olvidado. Así que insiste en que se tome esas pastillas que la fundirán a efectos secundarios. Y pienso que en ocasiones el personal sanitario se cree por encima del paciente; que no todos somos iguales y el límite del dolor es muy particular; que conocemos nuestro cuerpo; que los recortes sólo traen prisas y malas condiciones de trabajo; que estamos destruyendo la joya de la corona... Y que he escrito un post sobre cómo me sacan sangre y ahora veo que puede servir de involuntaria metáfora de la España actual.

***

Este post surge de la lectura de “Mortalidad”, de Christopher Hitchens, el periodista y escritor fallecido en 2011. Describe el proceso de su enfermedad en una serie de artículos publicados primero en la revista Vanity Fair. Casi al final, explica que tiene las venas tan picoteadas que cuesta encontrar una. Si no han leído nada de él, aprovecho para recomendar sus libros.“Mortalidad”recomendar

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