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The Guardian en español

“Se ha acabado todo”: los últimos supervivientes de la zona cero de Yemen 

Desplazados yemenís permanecen en un campo para desplazados interinos (IDP) en Saná, Yemen

Ghaith Abdul-Ahad

Sa'da —

El mercado de la ciudad no es más que ruinas que se extienden en forma de olas de destrucción. Vigas rotas, tejados colapsados, persianas de metal explotadas y mercadería fosilizada, todo hecho añicos y acumulado debajo de los pies. En lo que alguna vez fue un mercado donde durante cientos de años se vendieron nueces, telas, incienso y ollas de piedra, todo lo que queda es una caja de botellas de refrescos, un sofá y un niño clavando palillos de madera uno con el otro.

Esto es Sa'ada, la zona cero de la campaña saudí de 20 meses en Yemen, un conflicto mayormente olvidado que ha causado más de 10.000 muertes, tres millones de desplazados y que ha dejado a unos 14 millones de personas (más de la mitad del país) sin comida, muchos al borde de la inanición.

Cuando el ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido, Boris Johnson, habló hace poco –y de forma polémica– sobre Arabia Saudí y sus guerras delegadas en Oriente Medio, estaba hablando de este tipo de cosas. Una forma simplista de entender la situación es pensarla como una guerra hecha con un mando a distancia entre los saudíes, que apoyan al gobierno derrocado, y el siempre inquieto movimiento hutí, que cuenta con el apoyo tácito de Irán.

Pero nunca nada en Yemen es tan simple. Hay separatistas, tribus y unidades paramilitares. Hay drones estadounidenses buscando yihadistas. Y, respaldando la campaña aérea saudí, hay asesores militares británicos. Pero Johnson no dijo nada de ellos. “¿Por qué los saudíes bombardearon casas antiguas y un mercado de nueces?” se preguntaba Sheikh Ahmad, miembro del Ayuntamiento de Sa'ada. “Nos atacaron con mucho odio”.

Ahmad estaba de pie al borde de un cráter de ruinas, mirando el panorama de escombros. Un hombre espantapájaros con un abrigo harapiento sobre la túnica blanca. A su alrededor, los montículos de ruinas de las casas de 400 años de Sa'ada, una ciudad conocida por su estilo arquitectónico único e impresionante: altos muros de barro muy ornamentados y pintados color blanco, con ventanas abovedadas. El trabajo de Ahmad era preservar estas casas.

“Cada casa era una obra maestra”

“Controlábamos a la gente que quería introducir materiales nuevos en sus casas”, explica. “Cada casa era una obra maestra única. Eran nuestra historia, la historia de nuestros padres y nuestros abuelos, nuestra tradición. Si pierdes tu historia, tu presente no tiene sentido”.  

Se alejó para unirse a un grupo de hombres sentados frente a las tiendas quemadas, para comer juntos una barra de chocolate que alguno había encontrado entre los escombros. Del otro lado del mercado, Abdullah al-Ebi estaba sentado sobre un canapé en la entrada de la barbería de su familia. Antes vivía con sus cuatro hermanos, sus esposas y sus hijos en la casa de tres plantas de su padre. Una gran familia de 31 miembros.  

Veintisiete de ellos murieron el año pasado cuando tres misiles cayeron sobre su casa. Sólo sobrevivieron Ebi, su padre y dos hermanos. La aniquilación fue tan tremenda que la familia se hizo tristemente conocida.  

“No recuerdo nada. Los pensamientos me atacan a cada momento. Me despierto por la noche y los busco, luego recuerdo lo que pasó y lloro”, relata Ebi con la mirada perdida por las ventanas de la tienda, mientras su hermano pequeño, que todavía tiene metralla en la cabeza, le corta el cabello a un niño. “Acabábamos de cenar cuando cayó el primer misil en una esquina de la casa. Todo quedó a oscuras y gritábamos. Nos juntamos todos en una esquina. No sé quién fue que nos empujó a todos a una esquina. Luego cayó el segundo misil y luego el tercero”, recuerda.

Pasa una tras otra las fotos de los niños en su móvil: un niño con un jersey rojo y una niña, los dos muertos uno junto al otro, con la boca llena de algodón. “Se ha acabado todo. No nos ayudó nadie. Nadie nos ofreció nada. Mataron a nuestra familia entera y nos quedamos solos, los cuatro solos en una pequeña habitación. No podíamos siquiera hablar entre nosotros”.

El cementerio

Temprano al día siguiente, un viernes frío y destemplado, un grupo de hombres de aspecto solemne y rostros naranjas por el sol se detuvo frente a la entrada del cementerio, en los confines de la ciudad. Frente a ellos, en un ataúd abierto, yacía un hombre joven que murió en los frentes de batalla al este de la ciudad. 

Después de una breve plegaria, los hombres levantaron los puños y exclamaron el grito de guerra hutí al unísono: “Allahu Akbar, muerte a Estados Unidos, muerte a Israel, malditos sean los judíos y gloria al Islam”. El ataúd fue llevado dentro y el cuerpo amortajado fue enterrado para su descanso final. El “mártir” más reciente de esta guerra.

Los frentes de batallas montañosos que separan las fuerzas hutíes de los grupos paramilitares apoyados por los saudíes han cambiado muy poco en estos casi dos años de enfrentamientos, pero no se puede decir lo mismo sobre el cementerio, uno de los varios que existen en toda la ciudad. El número de tumbas, decoradas con fotografías y flores de plástico, se ha cuadruplicado. Son tanto combatientes como víctimas civiles del conflicto.

La guerra comenzó en 2015, cuando una coalición entre las fuerzas hutíes y las tribus del norte marchó hacia el sur, hacia la capital, tomando el poder y obligando al presidente Abd-Rabbu Mansour Hadi a exiliarse, primero a Adén y luego a Arabia Saudí. Los saudíes intervinieron para apoyar las fuerzas del gobierno reconocido internacionalmente, pero pronto se convirtió en una guerra sectaria contra lo que percibieron como un intento iraní de dominar Yemen.

Entonces la guerra explotó en múltiples conflictos: enfrentamientos regionales entre el norte y el sur separatista, yihadistas contra algunas tribus, y un brutal sitio hutí a la ciudad de Taiz. Con cada uno de estos subconflictos, los poderes locales se alinearon según sus intereses. “Nadie sabe cómo detener esta guerra,” afirma un periodista local que se reúne frecuentemente con los líderes hutíes. “El gobierno de Hadi está derrotado moralmente y sus intenciones de volver a Saná son imposibles de concretar”.

“La coalición saudí perdió el rumbo y está lanzando bombas sin lograr casi nada en el territorio, y  los hutíes, que sobrestimaron su poder, se ven a sí mismos como revolucionarios incomparables a los que nadie puede vencer, pero también se dan cuenta de que el país está colapsando y que pueden perder todo Yemen”.

Después de enterrar al “mártir”, los hombres volvieron a sus casas, a pocos metros del cementerio, un oasis de jardines verdes y palmeras en medio de un paisaje lunar.

Enmarcadas por las montañas en la lejanía, las casas todavía se sostienen, altas y delgadas, pero ahora están partidas a la mitad, con las entrañas salidas en forma de escombros y trozos de muebles rotos, dejando a la vista la vida antes oculta de sus habitantes. Una bóveda medio caída, vigas de madera, marcos de puertas y ventanas, un televisor, un puñal ceremonial yemení. Un collar de conchas marinas de un niño.

Un hombre bajo de unos 50 años, con una chaqueta azul arrugada sobre la túnica blanca, señala una de estas casas, partida y con la mitad hecha añicos. Sólo dos habitaciones en pie, cerradas con cartones y placas de metal. “Allí cayó un misil”.

Luego señala un cráter grande. “Escapamos y estuvimos desplazados durante un año, pero finalmente decidimos regresar y morir en nuestro hogar, porque no encontrábamos comida y no teníamos dinero para pagar un alquiler”.

“Es peor el hambre que las bombas. Salgo por las mañanas y regreso con 300 riales [menos de un euro]. Somos ocho los que vivimos en estas dos habitaciones, pero doy gracias a Dios de que al menos todavía tenemos un techo. Los que perdieron sus casas, ¿dónde van?”.

La habitación

Una tarde en Saná, un grupo de amigos se reunió en una habitación llena de humo para hablar sobre la situación política del país. Mientras conversaban, una ventana tembló y se vio en la distancia una columna de humo negro. Nadie pestañeó. Si no estuviéramos en medio de una guerra asesina, casi parecería absurdo. Los frentes de batallas no se han movido prácticamente, los bombardeos son casi banales.

Pero si la guerra física está estancada, la guerra económica es devastadora. Yemen ya era el país más pobre del mundo árabe. La guerra ha apresurado el colapso de las instituciones. El Banco Central yemení, una de las pocas instituciones que sobrevivió a las divisiones de la guerra, fue reubicado en Adén por orden de Hadi, en la práctica dejando a Yemen sin ninguna institución capaz de estabilizar la economía y sin acceso a ninguna moneda extranjera en la región norte.

Hace tres meses que el 1,2 millón de funcionarios no cobra su salario, dejando a unas 8 millones de personas sin ningún ingreso. El gobierno bajo control hutí tuvo que pagar el combustible y el gas con dinero en efectivo, liquidando las pocas reservas que quedaban en la región norte.

“La guerra es difícil, pero lo que está destruyendo a los hutíes es la economía. Los hace querer terminar la guerra de cualquier forma”, afirma un testigo en la capital. “Todavía tienen una sólida fuerza militar y no están perdiendo territorio, pero piensan que deberán dejar de gobernar el país por culpa de los problemas económicos. ”El gobernador de Marib les exige pagos en efectivo por enviar gas. A este ritmo, el efectivo se terminará en pocos meses“.

El sitio económico facilita la aparición de un mercado negro. Los emprendedores trabajan asiduamente en los frentes de batallas. Aparecen negociantes y caudillos militares, mientras millones de personas pasan hambre. En las llanuras costeras de Tihama, el número de niños desnutridos se ha triplicado desde el inicio de la guerra.

El hospital

Según la ONU, hay un millón y medio de niños menores de cinco años desnutridos en Yemen, de los cuales 370.000 tienen un grado de desnutrición grave. “Estos niños tienen dos posibilidades: o mueren o viven pero con graves secuelas como raquitismo, convirtiéndose en una carga para sus comunidades”, afirma un funcionario de la ONU. “Estamos perdiendo toda una generación entera por culpa de esta guerra”.

“El mayor peligro al que se enfrenta Yemen en este momento es el colapso del sistema de salud. Por ahora subsiste porque lo sostienen las agencias internacionales, que pagan los salarios y traen medicamentos, pero si colapsa sería un desastre”.

Ahogando las lágrimas, continúa: “A mí me pagan un sueldo, pero mis amigos y mis vecinos dependen de este sueldo. Por eso no ha colapsado la sociedad entera, por la cohesión social, pero la gente está cansada, y todas las opciones son malas. El país está colapsando y cada facción de la guerra culpa a los otros”.

La sala de maternidad Sabeen en Saná es uno de los pocos hospitales que funciona en todo Yemen. En una habitación, una madre cubierta de negro se agacha sobre una cama para alimentar a su hijo de cinco años gravemente desnutrido. El niño la mira con sus grandes ojos hundidos. Tiene zonas con algo de pelo negro en la cabeza y dos bracitos delgados como lápices.

El padre está de pie en la entrada, gritándole a un médico. “Tenemos que comprar todo nosotros. Tenemos que comprar la leche, los medicamentos, todo. Y no tenemos nada. He vendido mi puñal, mi pistola y mis tierras. Ya no nos queda nada. Me voy a prender fuego en el patio. Sería más fácil que soportar esta tortura”.

Una planta más abajo, la sala de emergencias es una habitación pequeña, oscura y sofocante. Las paredes verdes y manchadas tienen carteles con información de Unicef, calendarios y versos religiosos.

Detrás de un escritorio de metal hay una doctora con un delantal blanco y limpio y un hijab azul. Sus ojos penetrantes se asoman sobre una mascarilla quirúrgica. Delante de ella, una fila de mujeres con largas túnicas negras con niños con distinto grado de desnutrición. Una tras otra, las madres apoyan a los niños sobre el escritorio, en medio de una pila de papeles, y la médica los revisa tranquilamente.

Un hombre y una mujer con un bulto arropado se acercan a la médica. Entre la manta de colores asoma una pequeña mano. La médica comienza a desenvolver la manta y las telas. Aparece un niño amarillento con la piel colgando como un viejo pollo hervido. “Hace cuatro días que no come”, dice la madre. Al verlo, la médica escribe una nota rápidamente. “Iros a la sala de emergencia ahora mismo. Este niño está en una situación muy crítica”.

Pero en la sala de emergencia les han dicho que si quieren recibir tratamiento, tienen que comprar los suministros ellos mismos: el fluido intravenoso y las agujas, para empezar. Más tarde, ven el costoso fluido entrar en las venas del cuerpo inmóvil del pequeño.

“Lo peor de esta guerra es que la pobreza nos golpea a todos”, dice la joven médica de la guardia de emergencia, llamada Eyman. Explica que es estudiante y que, como no pagan los salarios, muchos médicos han dejado de ir a trabajar, dejándola a ella y a otros estudiantes a cargo de la sala de emergencia. En un día tranquilo, atiende a 100 pacientes. “Estamos todos con depresión”, afirma Eyman. “Ves a los niños y no puedes hacer nada para salvarlos. Sólo podemos fingir que las cosas siguen funcionando”.

Traducido por Lucía Balducci

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