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¿Privilegios políticos o necesidades representativas?

De lo público a lo privado. Esperanza Aguirre asesora a la empresa de cazatalentos Seeliger y Conde; Ángel Acebes es consejero de Iberdrola; Pío Cabanillas, director general corporativo de Acciona, y Eduardo Zaplana es directivo de Telefónica. EFE / Javier lizón

Joan Subirats

Desde hace unos años, y de manera más acentuada desde el 15M, el debate sobre los privilegios de los políticos está muy presente en los fundamentos de lo que algunos han llamado “desafección democrática”. La opinión generalizada apunta a que la “clase política” (en Italia, el movimiento 5Stelle, les denomina “casta política”) no vive de la misma manera los contratiempos y sinsabores de la gente, refugiados como están en un conjunto de prebendas y beneficios que el resto de los mortales no comparte.

En un debate como el aquí planteado sobre desigualdades, y en plena polémica sobre causas y consecuencias de la crisis, parece razonable discutir hasta qué punto podemos hablar de las condiciones de vida desiguales de los políticos en relación al resto de los ciudadanos.

De hecho, en el grito “No nos representan” entiendo que se incluían tanto razones de falta de cumplimiento de lo que decían los políticos que harían al obtener los votos como razones vinculadas a la sensación de privilegio que acompaña el ejercicio de sus funciones.

De políticos hay de muchos tipos y, por tanto, todo proceso de generalización puede resultar injusto e incluso demagógico. No tiene nada que ver un alcalde de una gran ciudad, que acumula sueldos, consejos de administración y gastos de representación significativos, con un alcalde o un concejal de una población que no pase de unos miles de habitantes. Y no tienen nada que ver las condiciones de trabajo y de salario de un diputado en el Parlamento Europeo con las de un diputado de un Parlamento autonómico. Y así podríamos seguir hablando de ministros, consejeros o todo tipo de cargos electos.

Partiendo de esa diversidad, y concentrándonos primero en los elementos comunes, diríamos que los políticos en España acostumbran a tener sueldos por el ejercicio de sus funciones. La existencia de esos sueldos tiene un origen profundamente democrático y equitativo. De no existir una retribución para el ejercicio de esa labor, sólo podrían dedicarse a la política los que ya contaran con suficientes haberes, o bien se supondría que precisamente dedicarse a la política ya implica conseguir, de alguna manera, recursos para vivir.

No podemos decir que en España, en general, esos sueldos sean disparatados o que estén muy por encima de la media europea, más bien al contrario. Otra cosa es que, en ocasiones, esos salarios se complementen jugosamente con dietas por asistencia a consejos de administración de empresas públicas o participadas.

Se está dando cierta demagogia con el tema, lo que justifica que se abogue por suprimir sueldos de parlamentarios autonómicos (Castilla-La Mancha) o de regidores en municipios (reforma local del ministro Montoro). No creo que esta sea la solución a la sensación de privilegio. Apuntaría más bien a hacer transparentes los sueldos, dietas y situación patrimonial de los representantes políticos, como se ha hecho en algunos casos (los concejales de Barcelona han declarado recientemente sus ingresos), y favorecer así el control y el debate social sobre esos ingresos y bienes, en la línea de “desconfianza democrática” que apunta Rosanvallon en su libro La contrademocracia (Ed.Manantial, 2007).

Otro gran campo en el que las condiciones de trabajo de los políticos les apartan del común de los mortales es todo lo relativo a su inmunidad o fuero personal. Como es bien sabido, los diputados no pueden ser procesados sin que la cámara de la que son miembros dé su permiso (suplicatorio). También en este caso el origen de esa evidente desigualdad de trato ante la justicia se justifica históricamente para evitar que el gobierno y/o los cuerpos de seguridad se desembarazaran de un opositor político molesto, atribuyéndole cualquier delito.

Esa medida, ciertamente significativa al inicio del parlamentarismo democrático, en el que empezaron a oírse voces progresistas y de los trabajadores en cámaras parlamentarias que hasta entonces sólo oían brillantes discursos de una misma clase burguesa, ha acabado convirtiéndose a veces en un abuso que sitúa a los políticos en un escalón distinto al del resto de los ciudadanos en lo referente a su trato con la justicia.

Recuerdo perfectamente el caso de un arquitecto que al mismo tiempo era senador (Fernando Chueca Goitia) y que, al ser imputado por un tema estrictamente relacionado con una de las obras que había dirigido, el Senado denegó el suplicatorio para procesarlo (en 1978). Se trata de un claro abuso si lo relacionamos con el hecho de que disponer hoy en día de medios suficientes para desenmascarar acusaciones infundadas a un político molesto nos podría llevar a la conclusión de que la prerrogativa de la inmunidad parlamentaria resulta hoy en día un privilegio injustificado

Distinta es, entiendo, la prerrogativa de la inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones representativas, que está muy conectada con la necesaria libertad de expresión en la defensa de sus puntos de vista y posiciones ideológicas. Hay ya opiniones jurídicamente bien fundamentadas que abogan por la sustitución del suplicatorio por un informe razonado de la Cámara (“La inmunidad de los parlamentarios: más privilegios que garantía”, de Ramón Soriano), lo que no bloquearía la actuación de la justicia, y mantendría el debate político y social sobre el tema.

En otro orden de cosas, existen privilegios vinculados al ejercicio del cargo (en forma de salario indirecto, comidas, viajes, útiles informáticos, precios bajos en restaurantes o bares de los parlamentos, dietas por residir en otro lugar…) y mejores condiciones en las pensiones, en sueldos vitalicios vinculados a cargos desempeñados, etc. Todo ello, siendo importante, es de dimensión menor que los beneficios derivados del uso y abuso de la llamada “puerta giratoria”, que permite a políticos cuando dejan su labor desempeñar funciones de asesoría o de gestión en empresas o entidades que utilizan sus contactos para obtener contratos o informaciones rentables.

Una vez más, este tipo de situaciones requieren más y mejor información y transparencia y una regulación específica. Es inaudito, por ejemplo, que el debate sobre el presupuesto de la mayoría de instituciones parlamentarias se haga en sesión secreta o que no estén a disposición de todo el mundo sueldos, gastos y prerrogativas de los representantes políticos, cuando su función y el origen de esos fondos son siempre públicos y recaen en la ciudadanía. Mientras no avancemos por esa línea, la sensación de desigualdad y de privilegio que ahora tienen los políticos, muchas veces injusta por su excesiva generalización y falta de concreción, seguirá siendo significativa y justificable.

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