Trump contra el Estado del bienestar: la ofensiva MAGA para presentar el modelo social europeo como una “debilidad”
Ya lo advirtió Michael Moore en 2015, año que precedió al primer mandato de Donald Trump en su documental ¿Qué país invadimos ahora? con el que abrió en canal el paupérrimo estado del bienestar estadounidense en una irónica comparación con los sistemas de protección social europeos. Moore es uno más entre los innumerables enemigos ideológicos, por woke, del líder republicano. Seguramente, por expresar verdades incómodas que atentan contra los dogmas de fe del MAGA. Entre otras, que EEUU carece de derechos sociales universales porque los concibe como privilegios ligados al empleo o al mercado, que su estado de bienestar es débil porque no se ampara en los derechos civiles, sino en acuerdos privados y desiguales que hacen desaparecer los beneficios con la pérdida del trabajo, o que su mínima estructura erosiona la cohesión social y la calidad democrática.
El baño de realidad de Moore nunca gustó a Trump, que desea anular cualquier vestigio que se asemeje a un estado del bienestar europeo en EEUU. Pese a que en la mayor economía mundial brillen por su ausencia derechos sociales básicos como la sanidad universal, vacaciones pagadas, permisos parentales o una educación superior asequible. La fragilidad social estadounidense no es el resultado de la globalización ni del envejecimiento, sino el efecto de una elección política que se ha perpetuado durante décadas y que prioriza el mercado y deja a la ciudadanía expuesta y a la democracia, empobrecida. Palabra de Moore.
Pero la versión Trump 2.0 ha decidido actuar contra Europa, cuna de los estados del bienestar y --todavía-- territorio no MAGA. Ya no es ese Viejo Continente con una capacidad de prosperidad que le permitía albergar y costear sus sistemas de protección que ofrecían oportunidades a gran parte de sus ciudadanos. Ahora, a los ojos del Tío Sam, es un espacio “decadente” en manos de dirigentes “débiles” que consolidan su “fragilidad geoestratégica”.
No es solo una provocación retórica. Es mucho más. Se trata de toda una declaración de ruptura de los lazos transatlánticos concebidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Para Trump, la UE es un aliado incómodo. Nada nuevo bajo la óptica del Grand Old Party (GOP) cuando sus riendas caen en las manos de dirigentes populistas. Al fin y al cabo, la lista negra de socios está también llena de aliados de la esfera anglosajona en la que EEUU también se sentía a resguardo. Pero en el caso europeo, el inquilino de la Casa Blanca ha traspasado líneas rojas al identificar a la UE como un socio económico y un competidor ideológico al que conviene mantener a raya.
En línea con el argumentario destructivo del club comunitario que les sitúa en la misma longitud de onda que Elon Musk y Vladimir Putin, quienes no disimulan su deseo de ver desaparecer el entramado de la UE.
Voces como la de Josep Borrell, hasta 2024 jefe de la diplomacia europea, alertan de la gravedad de esta afrenta. La nueva Estrategia de Seguridad Nacional de EEUU --donde se enmarcan estas acusaciones-- “es toda una declaración de guerra geopolítica”. No alude a la amenaza de Rusia o a la defensa de Ucrania. Es, más bien, una colisión entre modelos de organización económica y social, arguye Borrell.
Las invectivas de Trump encajan en su visión unilateral del mundo, donde otea a Europa como la culpable de regular a las bigtechs estadounidenses mientras disfrutar del paraguas militar que le ha concedido EEUU durante décadas y de sostener un sistema de protección social que, desde la óptica del MAGA, distorsiona la competencia y engendraron su vulnerabilidad geoestratégica.
El final del dividendo de la paz
La superación de la Guerra Fría con sus décadas de desarme liberó recursos a Europa para pensiones, costes sanitarios y educativos y servicios públicos. Es la premisa en la que se basa la Administración Trump para pedir la corrección de una “anomalía histórica” por un dividendo de la paz que, según la doctrina MAGA, ha pagado sistemáticamente EEUU. Desde el Instituto Ifo alemán se asume una parte de esa exposición de motivos cuando lamenta que esta larga siesta geoestratégica “no se haya aprovechado” en Europa para impulsar la prosperidad, acelerar sus ascensores sociales y potenciar el poder del estado de bienestar como estabilizador económico.
Los expertos de Ifo llaman la atención sobre el salto presupuestario que supondrá a las arcas de los socios de la Unión Europea el aumento del gasto militar hasta el 5% del PIB sin descuidar las necesarias inversiones que exige espolear la productividad para ganar cuota competitiva global y combatir el cambio climático. Una ecuación que también plantean Goldman Sachs o JP Morgan con ciertas incógnitas nuevas y de difícil resolución, en alusión a la reanudación de los aranceles comerciales entre EEUU y Europa y a la brecha productiva que merma los ingresos fiscales dirigidos a sufragar los estados de bienestar por resolver.
Pero, además --dicen desde varios estamentos multilaterales-- existe una fragilidad estructural en la UE. Sus modelos de bienestar están cada vez más orientados hacia los mayores. Desde 1980, las transferencias a la tercera edad y el gasto sanitario --concentrado mayoritariamente en ella-- han aumentado en 5 puntos del PIB en las economías avanzadas de la OCDE, el doble que otras partidas sociales. Mientras el FMI calcula que, de seguir las tendencias actuales, los países ricos del G-20 gastarán 2,4 puntos adicionales de PIB en pensiones y sanidad hasta 2030.
“El peso financiero del envejecimiento procede de una losa demográfica real”, reconoce Peter Taylor-Gooby, profesor de Política Social en la Universidad de Kent, quien focaliza este problema “en el terreno económico, pero también político”. Igual que The Economist, que lo sintetiza con estos términos: los mayores no solo son más numerosos, también votan y se rebelan contra toda reforma que reduzca unas prestaciones diseñadas cuando la vejez era más corta y la esperanza de vida menor.
Sin embargo, este planteamiento deja una gran paradoja: envejecer no implica necesariamente un lastre sobre los ingresos. En el FMI y Goldman Sachs avisan de que los mayores trabajan más tiempo y con más productividad que en el pasado y Joseph Davis, economista jefe de Vanguard, señala que “el envejecimiento saludable podría añadir 0,4 puntos porcentuales al PIB mundial entre 2025 y 2050”. Nicholas Crafts, historiador de la Universidad de Warwick, destaca otros dos aspectos cruciales: hay una proporción creciente de la vida adulta en situación de retiro y unos gobiernos que han hecho ajustes marginales sin revertir esta tendencia que se prolonga durante varias décadas. Dilema que lleva a la presidenta del BCE, Christine Lagarde, a decir que “nuestras fórmulas de protección están bajo presión” y a matizar que “sin competitividad e innovación, no habrá riqueza suficiente para sostenerlas”.
Beneficios de los estados de bienestar
En EEUU, la red tutelar ciudadana se concentra en programas como el Medicare o el Medicaid, que han generado desigualdades, menores expectativas sociales y una protección minúscula. En Europa, estos desembolsos siguen siendo competencia casi exclusiva de los estados miembros. Incluso con el fondo de recuperación post-pandemia, las arcas comunitarias apenas destinan el 2% de su PIB a servicios de protección, una cota ínfima frente al gasto social nacional, que oscila entre el 13% del PIB en Irlanda y el 31% en Francia.
Las pensiones, con casi 2 billones de euros --el PIB de Italia-- y la Sanidad --otros 1,5 billones, el PIB español-- copan las mayores facturas nacionales, a las que se suman prestaciones por desempleo. En países como Austria, Italia o Finlandia, el gasto en vejez supera el 14% del PIB, mientras que Alemania lidera el gasto sanitario al rozar el 10% del PIB. Varios botones de muestra de que el reto fiscal del bienestar está ligado a la demografía, a la longevidad y a los costes sanitarios, más que a decisiones económicas o políticas coyunturales.
“La idea de una Europa que protege en exceso surge tras el shock del Brexit”, recuerda Luuk van Middelaar, profesor de la Universidad de Leiden. Aunque, como subraya Bo Rothstein, experto sueco en estados de bienestar, nadie cree seriamente en una armonización europea de sistemas sociales. Entre otras razones, porque las disparidades son enormes.
El coste real conjunto de las prestaciones sociales europeas --pensiones, salud, desempleo y otras ayudas sociales-- llegó al 26,8% del PIB en 2023, según Eurostat. Cuantitativamente, 4,58 billones de euros. Pero los ingresos fiscales --señala la propia oficina estadística europea-- certifican que el margen de financiación aún es amplio. Porque entre impuestos y cotizaciones la UE recaudó ese mismo ejercicio casi el 40% de su PIB. Con Francia, Bélgica y Dinamarca por encima de esta porción recaudatoria.
En este punto Anton Hemerijck, profesor del Instituto Universitario Europeo, enfatiza el poder de resiliencia de los estados de bienestar europeos frente a discursos alarmistas. “Durante la Gran Pandemia, el welfare no tuvo que reinventarse en el Viejo Continente, sino que funcionó exactamente como lo habían diseñado” sus socios, porque su función no es solo redistributiva, sino macroeconómica, enfocada a estabilizar la demanda y amortiguar daños colaterales de las crisis. Así --asegura-- países con una protección generosa, inclusiva y orientada a la inversión social como los nórdicos, Alemania, Países Bajos o Austria protegieron mejor a sus sociedades y fueron más rápidos en recuperar el empleo perdido.
Hemerijck rechaza la supuesta dicotomía entre gasto social y militar. “Si se desea una base fiscal sólida para financiar defensa, necesitas invertir en educación y cuidados” sostiene antes de decir que “los países con mejor bienestar son más competitivos”. A su juicio, el mayor riesgo es volver a la austeridad. Además --precisa-- “recortar protección social para financiar seguridad alimenta el auge de los partidos de extrema derecha y debilita la cohesión europea”.
Cambio de fiscalidad para apuntalar el bienestar
Todo ello apunta a la necesidad de transformar convenientemente los sistemas impositivos, que hasta los más neoliberales y trumpista consideran que es decimonónico. En esta búsqueda de un reequilibrio de la presión fiscal --con rebaja de ciertos tributos, aumento de otros, remoción de algunos y creación de nuevos- declaraciones como las de Albert Rivera --ex de Ciudadanos--, calificando de “sistema injusto” aquel que posibilita que “un jubilado medio cobre más que un trabajador medio”, no contribuyen a un debate ordenado.
Como tampoco la pertinaz oposición de conservadores y liberales en Francia a instaurar una tasa impositiva del 2% a las grandes fortunas para aportar más recaudación para servicios sociales o el rechazo en referéndum a que Suiza grave con un tributo del 50% las herencias más altas para destinar su aportación a combatir el cambio climático.
Sobre todo, porque el envejecimiento --aduce la consultora Sopra Steria-- no se debería entender como una amenaza, sino como oportunidad histórica. La llamada silver economy o el conjunto servicios orientados a los mayores de 50 años “está redefiniendo el negocio de los cuidados”, ya que “ha dejado de ser una inversión nicho para convertirse en un vector del crecimiento global”. Sus expertos auguran un valor para este mercado en Europa de 6,4 billones de euros este año, equivalente al 32 % del PIB comunitario. Sobre España, resalta que este estrato social concentra el 60% del consumo y aporta una cuarta parte del PIB.
Hemerijck reclama a Europa que no ceje en su empeño. Es un planteamiento keynesiano --avisa-- que siempre irrita al ala más conservadora estadounidense y que ahora, con Trump, pretende recuperar para EEUU su apuesta por una asistencia social limitada y frágil a cambio de un mayor proteccionismo comercial y laboral. La UE --explica-- “no debe caer en el error de reaccionar ante este intento de debilitar su estabilidad institucional” con un bienestar que sigue impulsando la solidaridad intergeneracional y que permiten acompañar el ciclo de vida desde la infancia a la vejez o las coberturas por desempleo con un gasto promedio asequible de entre el 25% y el 30% de sus PIB.
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