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Turquía: ese gran “país seguro”

María Eugenia R. Palop

Tras el golpe de Estado fallido, en Turquía se ha procedido a la purga y expulsión masiva de unos 60.000 funcionarios, en buena parte, policías, profesores, jueces y fiscales, cuyos nombres figuraban ya, probablemente, en algunas listas negras; se ha detenido a 11.000 militares, bajo sospecha de tortura y maltrato policial; se ha retirado la licencia a cientos de periodistas, y se ha abierto la posibilidad de restaurar la pena de muerte en el país.

La reacción autoritaria de Erdogan se ha completado en estos días con la derogación del Convenio Europeo de Derechos Humanos, de conformidad con su artículo 15, con la que pretende decretar leyes sin control parlamentario,  limitar abiertamente la libertad de expresión, circulación y reunión, imponer toques de queda, realizar registros sin autorización judicial, y censurar medios de comunicación. Todo ello sin las trabas legales, políticas y diplomáticas, que la vigencia del convenio podría suponer, y en nombre, como no, de su incansable lucha contra la organización terrorista de Fethullah Gülen. “Soy el jefe del poder ejecutivo, el legislativo y el judicial”, declaró Erdogan a finales de mayo. “Todavía no se han acostumbrado, pero lo harán”. Y lo haremos.

Lo haremos porque las guerras que se han desencadenado en Irak y Siria, con el apoyo de Europa, y la llamada “crisis de los refugiados”, no han hecho más que incrementar la relevancia geoestratégica de Turquía, de modo que la UE no está dispuesta a romper sus relaciones con Erdogan, ni a retirarle a Turquía su consideración de “país seguro”. Y eso que una de las cosas que más claras han quedado en estos días es que estamos frente a un Estado inestable en plena deriva autoritaria, que no puede ser, ni ha sido nunca, un país seguro para los refugiados.

Ya en su momento, CEAR denunció (con el apoyo de 294 organizaciones y más de 11.000 firmas individuales), que el Acuerdo UE-Turquía vulneraba la normativa europea e internacional en materia de derechos humanos y ponía en peligro la vida de muchas personas refugiadas.

La definición de Turquía como “país seguro” exigía valorar previamente la aplicación práctica del Derecho, el respeto efectivo de los derechos humanos, o la inexistencia de persecución o daños graves por los motivos que dan derecho al reconocimiento de la protección internacional (artículo 38 de la Directiva 2013/32/UE). Sin embargo, jamás existieron garantías suficientes para asegurar el cumplimiento de tales exigencias ni por parte de Turquía ni en el análisis que se hacía en Grecia de las solicitudes de asilo, porque, entre otras cosas, la aplicación de procedimientos acelerados no permitía estudiar debidamente las circunstancias individuales de cada cual, ni identificar tampoco las situaciones particulares de especial vulnerabilidad.

Por lo demás, el derecho de asilo en Turquía nunca estuvo plenamente establecido, dado que se mantenía una limitación geográfica a la aplicación de la Convención de Ginebra, y se excluía a los no europeos de la condición de refugiados (una limitación que violaba el artículo 39 de la Directiva 2013/32/UE). Y además Turquía no ratificó en ningún momento el Protocolo nº 4 del Convenio Europeo de Derechos Humanos que establece la prohibición de expulsiones colectivas. De hecho, según Amnistía Internacional, desde mediados de enero y casi a diario, las autoridades turcas han estado deteniendo y expulsando a Siria a grupos de alrededor de un centenar de hombres, mujeres, niños y niñas sirios. Devoluciones forzadas y a gran escala, que son ilegales en virtud de la legislación de la UE y el derecho internacional, y que pone a estas personas en situación de grave riesgo para su vida.

Nada de esto, sin embargo, parece haber importado mucho a una Europa suicida, en claro proceso de descomposición, abiertamente obsesionada con el blindaje de sus fronteras. Y ello, aunque la propia Comisión Europea, en la Comunicación del 16 de marzo de 2016, reconoció que en tanto en cuanto Turquía y Grecia no respetasen la salvaguarda del principio de no devolución cualquier medida adoptada, como las reflejadas en el Acuerdo, no se ajustaba a Derecho.

En el caso de Turquía, de los 2.899 casos sometidos al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), se dictó resolución sobre el fondo sólo en 110, declarando la violación del Convenio Europeo de Derechos Humanos en 94 casos, es decir, en un 93%. Es más, como nos recuerda CEAR, el TEDH subrayó hace tiempo que existía un claro vínculo entre las expulsiones colectivas, la falta de identificación individualizada, y la imposibilidad material de solicitar asilo o tener acceso a un recurso efectivo.

Lo cierto es que, en línea con su tradicional política exterior, lo que hizo la UE con su Acuerdo fue trasladar a Turquía sus responsabilidades propias, externalizando su obligación legal de ayudar a quienes huyen de un conflicto, a cambio de poner en marcha un fracasado programa de reasentamiento que en España, por cierto, se ha aplicado de forma irrisoria. Resulta insultante que en la anterior legislatura una de las poquísimas ocasiones en las que Rajoy compareció en el Congreso fuera precisamente para justificar su apoyo entusiasta a este Acuerdo.

Ahora que es evidente lo que CEAR, Amnistía Internacional, Médicos sin Fronteras, Acnur, Human Rights Watch, y otros muchos, denunciaban, es aún más insultante que se siga sosteniendo que los refugiados sirios están en un país seguro y que se mantenga con una política propia de psicópatas, reactiva y estéril. Y sin embargo, ahí estamos tranquilamente instalados porque, según Berlín y Bruselas, del golpe fallido y del certero contragolpe no puede deducirse nada en relación a este asunto.

Desde luego, empieza a ser obvio que ninguna barbaridad puede excluirse en nuestra (in)civilizada y cínica Europa; la Europa noqueada que mantuvo una actitud paniaguada tras la asonada en Turquía, que hoy negocia con los golpistas en Egipto, y que está dispuesta a convertir en sus nuevos gendarmes a Sudán y Eritrea, sospechosos de crímenes contra la humanidad. 

Esa misma Europa que Erdogan conoce bien y a cuyo juego sabe jugar con astucia. Mientras siga siendo necesario en la lucha contra el Estado islámico y en el cierre de fronteras, se dirá, mientras evite estridencias, y coma con cuchillo y tenedor, podré avanzar impertérrito en mi proyecto presidencialista, con o sin Convenio Europeo, con o sin violación de derechos humanos.

“Podemos abrir las puertas a Grecia y Bulgaria en cualquier momento, y podemos montar a los refugiados en autobuses”, espetó a Jean-Claude Juncker y Donald Tusk el pasado mes de noviembre, sin que se le moviera una ceja. Y lo peor, amigos, es pensar que puede hacerlo… Que, a la vista de su ira incontenida y de la tibieza con la que ha respondido Europa, realmente puede hacer eso y mucho más. Lo peor es pensar que mientras algunos se ponen de canto para garantizar la impunidad de sus amigos, para los más vulnerables las cosas son siempre susceptibles de empeorar.

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