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Esperanza Aguirre y la ópera de tres peniques

Miguel Roig

En el mundo de la empresa, hace unos años, se recurría a una figura, “el principio de Peter”, una teoría que sugería que toda persona asciende en una estructura laboral hasta topar con su propio nivel de incompetencia. Hoy esta descripción se podría encarar como una suerte de obsolescencia programada: es decir, se avanza hasta ese punto donde se espera el fallo. Pero como todo tiene solución en esta vida podríamos revertirlo, catalizarlo a través de la liquidez imperante y encuadrarlo dentro del marco del emprendimiento.

¿Qué es un emprendedor? Un sujeto que, arropado con la supuesta solidez adquirida durante una formación y un trabajo posterior, se ve despojado —por la razón que sea— de su plataforma laboral y debe resolver esa situación. No es imaginable que el ejército de parados protagonicen una revolución que modifique las estructuras sociales y siembren el territorio nacional con seis millones de emprendimientos. De ser posible, estaríamos enredados en la trama de una comedia ligera, de un vodevil en el que los desencuentros se manifiestan con situaciones risibles en las que un personaje entra por una puerta al tiempo que su antagonista sale por otra y finalmente convergen para alcanzar un final feliz. ¿Imaginan al emprendedor y al comercial del banco jugando al gato y al ratón para que todo acabe con un crédito conciliador? Lo explica mejor el teatro del absurdo, como en las obras de Ionesco, en el que el tiempo no existe y las situaciones se repiten hasta alcanzar el colapso. Esto, aunque absurdo, suena más cotidiano.

Pero el emprendimiento, entendido como superación de una obsolescencia existencial, tiene referentes que sirven como espejo para promover el modelo. Uno de ellos podría ser el “efecto Alicia” que permite vislumbrar la posibilidad de atravesar el espejo y pasar del otro lado para alcanzar el reflejo anhelado. En la famosa entrevista que Jordi Évole le hizo a Felipe González, una de las cuestiones que el periodista le planteó al expresidente fue su condición de consejero de Gas Natural o de poseer un fondo de capital de riesgo. “Es que tengo alternativas vitales”, respondió.

González, que maneja como pocos el carácter líquido —tanto que llevó al PSOE del idealismo al pragmatismo—, fue capaz de asumir el fracaso de su derrota electoral de 1996 y desacralizar la supuesta incompetencia alcanzada según “el principio de Peter”, ridiculizándose a sí mismo: “Un expresidente es como un gran jarrón chino: donde lo pongas, molesta”. Devino entonces en actor principal en el campo privado disolviendo para siempre la obsolescencia laboral, ya que al contar con “alternativas vitales” elimina ésta de la escena laboral y la circunscribe al campo biológico en el que perecen los yogures y el resto de los mortales.

Sin pericia intelectual pero capaz de infinitas peripecias para alcanzar sus objetivos, Esperanza Aguirre es otro paradigma del emprendimiento permanente capaz de disolver toda obsolescencia. Pero Aguirre no muta como González: disuelve los paisajes y confunde los escenarios. En este sentido se ha equivocado —o lo ha hecho ex profeso—Luis Conde, el presidente de Seeliger y Conde, empresa que acaba de fichar a Esperanza Aguirre para presidir su consejo asesor. Conde, de quien se aprecia que intenta hacer bien su trabajo, valora el fichaje declarando que Aguirre “es más Guardiola que Mourinho, [porque] de entrada ha dejado un sustituto. Usa la cantera”. Es curioso que una noticia que debería estar editada en la sección económica de la prensa acapare los titulares de política y su ejecutor utilice el campo semántico del deporte.

Si hay un rasgo que define a José Mourinho, al igual que a Esperanza Aguirre, son sus comparecencias en las salas de prensa, sitio al que el técnico ha intentado desplazar el sujeto del futbol: el juego. Mourinho juega sus partidos frente a los periodistas y no frente al equipo rival.

Las performances que Mourinho ha ofrecido van desde el silencio radical hasta la célebre noche en la que, recuerden, después de que su equipo perdiera la semifinal de la Champions League frente al Barcelona, planteara una duda que el periodista John Carlin encuadró, no sin sarcasmo, dentro de la tragedia shakesperiana. “¿Por qué?”, repetía una y otra vez el técnico frente a las cámaras de televisión del mundo. Carlin señaló la desproporción entre causa y efecto en el grito que esa noche repitió una y otra vez Mourinho, quien lejos de descubrir que sus hijas le habían usurpado el poder como al rey Lear, simplemente había perdido un partido de fútbol. Ya que de una actuación se trata, Mourinho distingue, al igual que ocurre en el teatro, una cuarta pared y a ella se dirige. Pero no la ignora como establece la convención sino que la derriba en los mismos términos que hizo Bertolt Brecht para desarrollar su propuesta del distanciamiento. No se trata de escenificar una tragedia, se impone romper el guión tradicional para que el público tome conciencia de una revelación que oscurezca la evidencia de la derrota. Así como los actores de Brecht bajaban del escenario y portaban carteles con consignas para distanciar al público de la ficción, Mourinho convierte su comparecencia en una mise en scène, ya sea a través del silencio —y la furia— o bien alzando la pancarta de la duda que le transfiere a la afición para que en un ejercicio dialéctico inusual la asimile. La perversión del procedimiento estriba en que consigue eludir su responsabilidad (a él le corresponde explicar por qué) y además, neutralizar la derrota.

Pep Guardiola es, a diferencia de Mourinho, un aparente estamento sólido, un último eslabón, el remanente de un pasado con certezas que se expresa con sus raíces en un discurso sin dobleces: su sistema de juego invariable. “El fútbol es de los futbolistas”, repite incansablemente. No se sabe qué juego desplegará Mourinho en el campo ni en la sala de prensa, pero sí era previsible el despliegue de magia habitual del Barcelona en el campo, y en sus comparecencias Guardiola hablaba ratificando su singularidad con afirmaciones tan contundentes como que su equipo retenía el balón en siete de cada diez minutos. Tanta solidez da vértigo. Tanta liquidez de Mourinho, pánico.

Mourinho es el referente de Aguirre y no Guardiola. Además, la expresidenta de la Comunidad de Madrid lo dijo varias veces de viva voz. Aguirre, como Mourinho, ha secuestrado el juego político quitándolo de la arena donde se desarrolla para llevárselo al campo privado. No ahora: desde que llegó, hace ya años, en el entorno inicial de unos tránsfugas que, como en La ópera de tres peniques de Brecht, conspiraban en los márgenes de lo aceptable. Así como los actores de Brecht bajan del escenario rompiendo reglas, así como Mourinho abre juego en la sala de prensa, Aguirre podía salir en calcetines ante los periodistas, pedir que maten a los arquitectos o que una final de la Copa del Rey se juegue a puerta cerrada. Todo es posible en aras de desviar la atención. Cuando Aguirre señala la luna, pretende que se mire hacia el cielo y no su dedo. Por eso, es posible que ahora espere que miremos al sector privado donde supuestamente inmola su carrera política. Puede que como a Mac El Navaja, el protagonista de La ópera de tres peniques, cuando ya todo indica que está fuera de escena, le llegue el indulto y vuelva al ruedo.

Tal vez Aguirre no tenga que volver por la sencilla razón que nunca se ha ido. Como el yogur, aunque lleva un par de días caducado, se puede seguir comiendo.

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