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ANÁLISIS

La tormenta perfecta se acerca a Catalunya

Gráfico Alter Eco cómo los contagiados infectan a otras personas

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Durante meses se ha desarrollado en el mundo un debate, ciertamente estúpido, sobre la conveniencia o no de utilizar mascarilla para prevenir el contagio del coronavirus. Puede darse por finalizado después de que Donald Trump se dejara fotografiar el sábado pasado con un tapabocas azul con el sello dorado de la Presidencia de Estados Unidos. Coincidiendo con ese final de la polémica de la mascarilla ha arreciado en Catalunya otro debate, tan estúpido como el anterior, sobre si hacen falta o no más rastreadores para combatir el virus, en el que el poco lucido papel de negacionista lo representa la consejera de Salud, Alba Vergés. Para el mundo, esta polémica local quizá sea un tema muy poco relevante, pero para los catalanes (y quizá para los españoles en general) es importante.

Jim Yong Kim, el hombre que presidió seis años de manera peculiar el Banco Mundial a instancias de Barack Obama, publicó el 20 de abril pasado en The New Yorker un artículo en el que volcaba su experiencia de gestor de proyectos sanitarios y especialista en control de epidemias. El texto tuvo un fuerte impacto aunque el Gobierno de EEUU no le hiciera ningún caso. De manera muy esquemática, el doctor Kim venía a decir que al virus se le puede vencer porque hay “armas” para ello, pero hay que atacarlo con todas las fuerzas disponibles a la vez, sin tregua, con decisión y con todo el dinero que haga falta, porque no hacerlo ahora resultará más caro en el futuro. 

Las cinco armas que citaba Kim se han visto confirmadas con el paso de los meses y ahora las conoce ya todo el mundo. Son: 1. Distancia entre personas. 2. Pruebas PCR a todos los posibles enfermos. 3. Localización del máximo de contactos de los contagiados (y pruebas a los que se considere oportuno). 4. Cuarentenas y aislamientos preventivos. 5. Tratamiento de los enfermos. Todas son importantes y todas se han de aplicar a la vez con decisión e intensidad para acabar con la enfermedad o, al menos, mantenerla a raya.

Dejando a un lado la acción obvia de curar a los enfermos, las otras cuatro líneas de actuación se agrupan de dos en dos. La 1 y la 4 tienen como objetivo mantener alejados a los humanos unos de otros y evitar así los contagios. La administración sanitaria es la que marca las pautas pero son los ciudadanos los que las tienen que ejecutar y padecer las incomodidades. La 2 y la 3 son armas necesarias para saber exactamente dónde está el virus. Aquí la gran responsabilidad es de la administración, que es la que ha de poner los medios para hacer las pruebas a quienes tienen síntomas de la enfermedad y de tratar de encontrar más infectados antes de que contagien. Esto último es lo que hacen los rastreadores.

El papel de los rastreadores ha sido vital en países como Corea del Sur, en los que desde el primer momento se ha intentado alterar lo menos posible la actividad social y económica. Para lograrlo es necesario no perder la pista del virus en ningún momento. Quizá se ha valorado menos el papel de los rastreadores en Wuhan, donde el descontrol inicial impulsó a las autoridades chinas a imponer el férreo aislamiento y paralización de la ciudad. Los titulares de los informativos fueron para el confinamiento masivo, pero los equipos de rastreo contribuyeron de manera importante a eliminar totalmente los contagios en menos de cuatro meses, con ayuda, eso sí, de poderosos instrumentos de vigilancia digital. Las autoridades sanitarias de Wuhan llegaron a movilizar a 9.000 rastreadores para una población de 11 millones de personas, 82 por cada 100.000 habitantes.

En España, el confinamiento fue de los más estrictos de Europa y el descenso de contagios, espectacular, pero en ningún momento se planteó rematar el virus (o al menos intentarlo) a base de test y rastreos. Una lástima, porque siempre es bueno rematar la faena. De haberse aplicado el baremo chino se tendría que haber reclutado a 38.000 rastreadores, una cifra estratosférica si se tiene en cuenta que al inicio de la pandemia solo trabajaba medio millar de personas en salud pública. Pero entre 38.000 contratos y no hablar del tema hasta el final del estado de alarma se debería haber intentado encontrar un término medio.

Cuando hace más de dos meses empezó a plantearse en España la vuelta a una cierta normalidad, las autoridades sanitarias hicieron hincapié en la importancia de la atención primaria para controlar los contagios y se pasó de puntillas sobre el refuerzo de los sistemas de salud pública, los rastreadores. Esa posición inicial no ha variado. La regla es que, cuando un paciente presenta síntomas de covid-19, los médicos de atención primaria deciden que se les haga la prueba PCR y desde el mismo centro se contacta con sus familiares para ver si hacen falta más pruebas. Se supone que esos datos pasan a salud pública que debería centrarse en los focos más peligrosos.

Con este dispositivo adoptado en España se consigue que por cada persona cuya infección haya sido verificada mediante una prueba PCR se haga el seguimiento de una media de cuatro contactos. “Es poquísimo, algo se está haciendo mal”, manifestó el lunes en El País la investigadora barcelonesa Helena Legido-Quigley, profesora de Salud Pública de la Universidad Nacional de Singapur y buena conocedora del sistema público español. “En otros países la media suele ser 14”, agregó. “En Catalunya se ha visto que falta personal, faltan epidemiólogos y expertos en salud pública”. Es un problema compartido: “No veo ningún sistema autonómico con suficiente capacidad”

Lo que está sucediendo en España y se ha puesto de manifiesto en Catalunya es que la detección del virus no es suficientemente activa. La agresividad en la lucha contra la epidemia que planteaba el doctor Kim brilla por su ausencia. Se espera a que el virus se manifieste mediante síntomas y su portador se presente ante el médico en lugar de desplegar un ejército de rastreadores en busca de infectados, tengan síntomas o no. Es una estrategia que se queda corta porque aproximadamente la mitad de las infecciones las causan contagiados sin síntomas. Este es el gran peligro de este virus, que lo distingue de sus primos hermanos SARS y MERS.

En Europa no se plantea un despliegue de rastreadores como el de Wuhan pero sí hay un cierto consenso en torno al baremo que recomienda el Gobierno alemán a los estados federados: cinco rastreadores por cada 20.000 habitantes. Según ese estándar debería haber en Catalunya 1.890, mientras que el total español debería situarse en 11.750. Antes de la epidemia, había en España medio millar de personas en los servicios de salud pública, 80 de ellos en Catalunya.

Ante la grave situación en Lleida y las malas perspectivas en Barcelona y su área metropolitana, Magda Campins, jefa de Medicina Preventiva y Epidemiología del hospital Vall d'Hebron propuso la semana pasada que hospitales y CAP pasaran a ayudar en los rastreos. Lo planteaba como una medida in extremis, porque en realidad, lo que debería haber hecho la Conselleria de Salut es “contratar y formar rastreadores” en cuanto “pasó lo peor de la pandemia”, según declaró el domingo en RAC1. Y recordó que son necesarios unos 2.000. Por su parte, el Ayuntamiento de Barcelona ofreció ayer 40 o 50 rastreadores para mejorar el seguimiento de contactos en la ciudad, pero la oferta no se ha tenido en consideración por la Conselleria de Salut.

La consellera Alba Vergés contó ayer a la prensa que (aunque no los citó con ese nombre) la cifra de rastreadores se sitúa en torno a 200, la novena parte del baremo alemán. En la Xarxa (Red) de Vigilància Epidemiològica trabajan ahora los 80 contratados antes de la pandemia, el 75% por ciento de los 115 de una ampliación de plantilla decidida hace unas semanas y 50 trasladados de otras unidades. Vergés insistió en que el grueso del trabajo se hace desde la atención primaria y que esta se va a reorganizar para que 500 personas (ampliables hasta 900) se dediquen exclusivamente al seguimiento de la covid-19. 

Entre tanto, la epidemia sigue creciendo y ayer se contabilizaron 1.293 positivos en Catalunya. Tras las intervenciones en El Segrià y L'Hospitalet, los datos de la ciudad de Barcelona difundidos el miércoles han elevado el listón de la preocupación. La semana pasada se triplicó el número de casos con respecto a la semana anterior, que a su vez había duplicado los casos de la anterior. Total, que en dos semanas se ha pasado de 80 contagios confirmados a 490 en la capital catalana. Para entender esta cifra vale la pena hacer una comparación: desde que comenzó la pandemia, Taiwán, una isla de 24 millones de habitantes a 180 kilómetros de la costa china, ha detectado 451 infectados, menos casos en medio año que en Barcelona en una semana pese a multiplicar por 16 el número de habitantes de la ciudad. Allí no se han preguntado si hacen falta o no sistemas de control. Han puesto más de los necesarios para asegurarse y ya está. Saben lo que es una epidemia.

Es muy preocupante que tras más de medio año de pandemia todavía haya responsables públicos que desconozcan su magnitud real o no se la tomen suficientemente en serio. La Generalitat está perdiendo una gran oportunidad de demostrar que es capaz de gestionar mejor que otros. Ha despilfarrado, además, una parte del mucho terreno que se le había ganado al virus con el sacrificio de los ciudadanos durante el confinamiento.

“The big one”

Por si a alguien le interesa entender un poco mejor lo que está pasando, ahí va la voz de un gran experto. Anthony Fauci, el veteranísimo director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de EEUU, comentaba el pasado día 10 en Financial Times que la pandemia de covid-19 es “the big one”. Traducido, “la grande”. Pero para un norteamericano es mucho más que la traducción literal porque “the big one” es el terremoto de la falla de San Andrés que algún día devastará la costa del Pacífico de San Francisco a los Ángeles. Los científicos saben que ese terremoto se producirá pero no pueden predecir cuándo. Igual que con la gran pandemia, se sabía que llegaría pero no en qué momento. Y aquí está.

El doctor Fauci se ganó un gran prestigio por sus actuaciones frente la pandemia del sida y, salvo por Trump y sus mariachis, que odian su sinceridad, es un hombre respetado. Por eso hay que hacerle caso cuando dice que la covid-19 reúne los peores elementos de cada una de las epidemias anteriores. “Tenemos un virus aleatorio que da un salto entre especies de un animal a un humano, que es espectacularmente eficiente en la propagación de humano a humano y que tiene, relativamente hablando, un alto grado de morbilidad y mortalidad”, relató antes de concluir: “Ahora mismo, estamos viviendo en la tormenta perfecta”.

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