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Día 47 en estado de alarma: mascarillas

Mascarillas, la película /foto: Luis Serrano

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El mundo ya se divide también en dos por los que llevan mascarilla y los que no. Su eficacia ha sido objeto de debates apasionados, órdenes contradictorias por parte de las autoridades y ridículos espantosos de esas personas criticando a otras por la compra de partidas chungas, para luego encontrarse con que también a ellas se las habían colado.

En esto, como en casi todo, creo que debe primar el sentido común. No dudo de que las buenas sirvan, tanto las de ida (protegen a los demás de tus gotitas respiratorias) como las de ida y vuelta (también te protegen a ti). No es nuevo: los sanitarios llevan décadas usándolas.

Otra cosa es su uso en la cotidianidad sin mucho criterio. Yo casi que me estoy pensando enfrentarme a la primera fase directamente con el burka. Creo que capirote de nazareno (sin cartón mejor) también puede valer. Las he visto de todos los formatos, y no me refiero a la diferencia entre quirúrgicas y filtrantes, sino a las caseras, y tuneadas. Digo yo que están bien, porque lo mismo no son 100% eficaces contra la COVID-19, pero sirven de escudo contra el que escupe (no micro gotas precisamente) cuando habla o contra el que tiene halitosis, y de camuflaje para el herpes o el flemón que te haya podido brotar.

Pero claro, tanta mascarilla (que ya quiero ver yo quién las llevas en julio) nos ha robado la mitad de la expresión. Ya no sabes si el que tienes delate está sonriéndote o haciéndote una mueca de desprecio. Porque noto que hay mucho juzgando a quien no se pone mascarilla, pero también veo a gente que lleva la suya comida de mierda o que no para de tocársela. No me enmascaren con ellas la necesidad de cumplir medidas tan eficaces, como la distancia y el agua y jabón.

Pero, sobre todo, las mascarillas nos dan un poco de seguridad frente a tanta incertidumbre, tapan nuestros miedos, lo que se debe tener en cuenta cuando nos vemos obligados a distancias cortas, en el transporte público, en la consulta del médico o incluso en la peluquería. Más, si no te callas bajo el agua, que es lo que me ha dejado el confinamiento como secuela. Lo pienso mientras me invade la publicidad de EPIs por Internet, pese a que no he consultado una sola página de compra de mascarillas. (La ventana de Olga)

Un Jack Skellington andaluz

Me he leído todas las teorías posibles. Me he visto todos los vídeos que han caído en mi manoseado (y perfectamente desinfectado) móvil. Y yo no me entero si es mejor cubrirse con mascarilla o no. Solo tengo clara una cosa: que los europeos no somos chinos ni coreanos. Vamos, que no tenemos ni idea de cómo usar esos antifaces tan monos que lucen con garbo en Tokio, Pekín o Saigón.

A la altura de la boca, sin cubrir hasta la garganta, dobladas, colgadas de una oreja. Las calles están para hacer un tutorial de cómo no enfundarse una mascarilla en la primavera vírica. Toqueteamos las mascarillas con un amor tan virulento que Pasteur debe estar removiéndose en su tumba… verde de envidia por los cultivos de gérmenes que nos estamos marcando.

Yo, de momento y mientras el jefazo Simón no me ordene lo contrario, voy a seguir ‘bailando el tango’ en el supermercado, practicando con afán la distancia social y usando el jabón, el agua escaldada y el hidroalcohol con más afán que Jack Nicholson en ‘Mejor… imposible’. Y lo haré hasta que se me queden las manos como a Jack Skellington. Sí, el esqueleto de ‘Pesadilla antes de Navidad’. (La ventana de Alejandro)

'Mascarillas: el dilema'

'Mascarillas: el dilema' podría ser el título de una película con Anthony Hopkins en el papel protagonista, haciendo de Hannibal Lecter, con aquella mascarilla que lo convertía en vegetariano. Porque se ha creado todo un mundo alrededor de las mascarillas: tutoriales para fabricártelas en casa, todo tipo de consejos para conservar las de un sólo uso.... Que si las metes en agua con un poquito de lejía te pueden durar varios días, que si las dejas colgando en la azotea, después de tres días vuelven a estar reutilizables... Eso quitando a los afortunados que tienen las mascarillas top y que nos miran con una cara de superioridad infinita cuando te los cruzas en el súper.

Dicen las autoridades que nos vayamos acostumbrando a esta nueva normalidad, que digo yo que si es nueva, no es normalidad, porque lo nuevo no es normal.

En fin, que a partir de ahora habrá que irse acostumbrando, porque las mascarillas han venido para quedarse. Al parecer es la mejor barrera contra el virus y contra los rostros no muy agraciados. Un amigo mío que dice que tiene los ojos de Brad Pitt; eso que gana, porque el resto del careto es más bien de Alfredo Landa.

Lola, que siempre ha sido una máquina con la máquina de coser, está haciendo unas con un tutorial que nos ha mandado mi amiga Cristina. Son fantásticas, con una abertura superior por donde puedes introducir una compresa a modo de filtro, que quitarás diariamente. A ser posible sin alas, no porque echen a volar sino para que no se queden pegadas.

Y me pregunto, ¿qué vamos a hacer a partir de la semana que viene, cuando entremos en el siguiente tramo, y podamos salir a los bares a tomar cerveza? Porque yo, que tengo un bigote y una barba de años, no me quiero ni imaginar quitándome y poniéndome la mascarilla casera para tomarme una cerveza fresquita y esa mascarilla empapando. Mejor me pido un botellín. (La ventana de Luis)

Solos

El otro día, me puse mascarilla para ir al supermercado. Me crucé allí con una conocida y empezamos a conversar a metro y medio. Sin pensarlo, descolgué la mascarilla, la eché a un lado. Charlamos un momento, me la volví a poner y seguimos con la compra.

Al salir volví dándole vueltas a la cabeza. En un rato de compra había aprendido muchas cosas. Que no sé hablar con la boca tapada. Que conversar con mascarilla me da la sensación de estar engañando a mi interlocutor. Nadie sabe si has tenido un buen día, un drama, una ruina o una magnífica noticia. Que los ojos lo dirán todo pero echo de menos las caras completas. Que esta pandemia nos está robando la expresión. Que ir con mascarilla es como ir bajo el paraguas en una tarde de mucha lluvia, y parece que vas solo por la calle. Eso me solía gustar. Antes de la COVID-19. Y que ahora, en estos días, lo mismo no queremos estar tan solos. (La ventana de Lucre)

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