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Pijos contra energúmenos, con genocidio al fondo
Ursula von der Leyen trabajó esta semana de caddie en un campo de golf de Escocia. De no ser porque se me atravesó un omoplato famélico de niño gazatí en las entendederas, me hubiesen dado grima sus exquisitas maneras de pija europea, rindiéndole pleitesía a Donald Trump y tendiéndole un palo del 15 por ciento de aranceles al energúmeno que maneja los hilos del mundo con el mismo glamour que un pandillero de instituto.
Esto es lo que hay en la escena mundial: los matones imponen su ley y no se espera que lleguen John Wayne-Tom Doniphon ni James Stewart-Ransom Stoddard para matar políticamente a Liberty Valance-Lee Marvin. Mientras los populismos dirigen el planeta como si fuera una empresa privada, los europeos seguimos a lo nuestro, a destruir Europa, que es lo que más nos gusta, con ese aire de pijos, eso sí, que no saben que ya nos hemos convertido en hidalgos. Y todo ello ocurre cuando Mr. Marshall vuelve a cobrarse su deuda histórica, cuando los correligionarios de los vencidos en la Segunda Guerra Mundial están a punto de vencer en todas las elecciones del continente, cuando no tenemos arrestos ni presupuesto para una estrategia propia de Defensa y tenemos que hocicar más que nunca con una OTAN hecha a la medida de Washington, cuando somos incapaces de romper amarras con Vladimir Putin que lleva décadas devorando a Ucrania ni con el Likud, que ha hecho del victimismo razonable una irracional arma de destrucción masiva.
Slomo Ben-Ami, que no era Nettanyahu precisamente, me afeó en una ocasión que Europa era hipócrita porque cuando Israel bombardeaba Gaza o Cisjordania, sólo nos preocupaba que habían destrozado los puentes que habíamos reconstruido con fondos comunitarios. Hoy, ni eso: bien pareciera que la infancia de Gaza está palmándola de sarampión y no de hambre ni de bombas. A cuenta gotas, los gobiernos europeos van reaccionando como si anduviesen con taca-tacas a las propuestas nada disparatadas de España y de Irlanda, a quienes les queda todavía, por otra parte, muchas asignaturas pendientes con respecto a Oriente Próximo.
Tel Aviv, para explicar su barbarie, se ha buscado sus propios escudos humanos: sus compatriotas, a quienes secuestró Hamás aquel terrible y salvajemente sangriento 7 de octubre de 2023. Bien pareciera, ahora, que son más rehenes del sionismo que de las prácticas terroristas de Hamás.
La presidenta de la Comisión Europea, este fin de semana, ha recreado al alcalde Pepe Isbert desde el balcón del Ayuntamiento de Villar del Rio, aquel pueblo berlanguiano donde nunca pasaba nada: “Viva el tronío y viva un pueblo con poderío/Olé Virginia y Michigan/Y viva Texas que no está mal”
Y aquí seguimos con nuestras corruptelas y nuestras encuestas, nuestras monarquías apolilladas, nuestros fascismos tuneados, nuestros MENA convertidos en un remake de “Los niños del maíz”, nuestros demócratas poco democráticos, en la barbacoa del cambio climático, como un churrasco ante nuestros ojos. Y esperamos, apacibles como un helado de limón, cordiales como un vermut, suntuosos como el gótico y épicos como un himno que ya no signifique nada, a que el veraneo resuelva los problemas endémicos sin atinar a vislumbrar que a este paso estamos a punto de perder, incluso, el derecho a las vacaciones. No será lo peor: también caerán el salario mínimo y el subsidio de desempleo, Bruselas y Estrasburgo, a manos de los crecientes euroescépticos que no aprendieron nada del Brexit. A las pruebas me remito: la edad de jubilación se estira como un chicle, la Salud y la Educación públicas llevan tiempo ardiendo como si fueran Nôtre Dame sin que nadie parezca llamar a los bomberos.
La presidenta de la Comisión Europea, este fin de semana, ha recreado al alcalde Pepe Isbert desde el balcón del Ayuntamiento de Villar del Rio, aquel pueblo berlanguiano donde nunca pasaba nada: “Viva el tronío y viva un pueblo con poderío/Olé Virginia y Michigan/Y viva Texas que no está mal”, cantamos con Lolita Sevilla mientras, por el horizonte, cruzan Elon Musk en un Tesla Model 3, el estado del bienestar camino de Dachau en un tren de ganado y una niña palestina con la escudilla vacía que sólo pueden llenar sus padres con heroicas imágenes de Instagram. La humareda no es el polvo del camino, sino el que dejan las bombas después de arrasar a una muchedumbre poco después de las infames pausas humanitarias, sin que los periodistas pueden atravesar los check-points.
Ya nos lo avisó Leonard Cohen, aquel inconmensurable judío irrepetible: “Primero tomamos Manhattan, luego tomamos Berlín”. Lo están haciendo. Y lo peor estriba en otro de sus versos: sabemos la manera de detenerles, pero no tenemos disciplina.
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