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Los puntos suspensivos de Joaquín Sabina

El cantautor Joaquín Sabina, durante su actuación en la Maestranza de Sevilla el pasado jueves.
8 de septiembre de 2025 20:35 h

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Hace unos días, Joaquín Martínez Sabina –peor para el sol— le levantaba la falda a la luna y sus canciones daban la vuelta al ruedo de la Maestranza de Sevilla, en su presunto hola y adiós de los escenarios. Con su ya meticulosa voz con pedigrí de foniatra, fue desgranando la banda sonora sentimental que le regaló a este país al que él no renuncia a llamar España. Por allí, cruzaron el hombre del traje gris camino de la calle Melancolía, los caballeros que le devolvieron el peluco marca Omega y la pasta a cambio de una copla guapa de las suyas, su cuatacha la Vargas por el bulevar de los sueños rotos, las mentiras que valen la pena o la princesa de Juan Antonio Muriel, entre la cirrosis y la sobredosis eternas.

Sentado sobre el taca-taca de nuestro Carbono 14, en un formidable flash-back, el espectador va desgranando sus recuerdos como fotogramas de la película de varias generaciones a las que el de Ubeda encarna: un padre policía y poeta; los libros de texto aplazados en Granada; una primera novia con chispa y retoña de un notario; un cóctel molotov contra el Banco de Bilbao; una huida político-sentimental tras una jipi escocesa; un cucurrucucú paloma con pintas de mariachi en el Londres de los squaters --que era como entonces se llamaba a los okupas--; la mili en Mallorca, su primera boda como un Depardieu en Matrimonio de Conveniencia; su redacción de periódico; su pongamos que hablo del Madrid de la Mandrágora, su adivina adivinanza, sus cuatro acordes, sus prodigiosas letras, Javier Krahe, Alberto Pérez, Teresa Cano y el guru Chicho Sánchez Ferlosio, como malas compañías; sus garitos vacíos, su programa de Tola en la única televisión de entonces, sus teatros llenos, sus autógrafos a los camareros de las ventas y a los niños que le hacían sentir como Espinete; su nunca fue una chica Almodovar; su Atlético de Aviación; sus hijas con su cómplice Isabel Oliart; su no a la OTAN y su sí a ser tan libre que nunca fue ni siquiera de sí mismo: su dedo en la ceja a lo Zapatero, su mofa de la derecha, su crítica a la izquierda incapaz de renunciar y denunciar a quienes usan su nombre en vano; su mono con Hacienda aunque nunca nos defraude; su milagrosa Jimena; su adicción a los paraísos artificiales y a los naturales; sus marías magdalenas: su Antonio García de Diego y su Pancho Varona, su Olga Román y su Mara Barros: su traje de luces de purísima y oro manchado con la sangre de José Tomás: su agorafobia, su fatua Nueva York, su Habana milanesa, su Buenos Aires con o sin Fito Páez, su Nano y su Rota y sus derrotados –poetas, editores, periodistas--, o su Desolation Road en este tiempo desolado.

Sabina es cantautor sin ser cansautor, rockero sin roll, rapero sin gorra al revés, chirigotero o banderillero en Cádiz, gitanillo en Jerez, gánster de Coppola que lo mismo que te dice una co te dice la o. Un hijo de puta, lo que yo le diga. Pero nuestro hijo de puta, que ha sido capaz de dibujarnos, de consolarnos, de chotearnos, de comprendernos, de sacudirnos, de sonreírnos y de querernos para que, en el fondo, le queramos.

Sabina ha hecho canciones políticas sin ser políticas. Ha convertido el desamor en un himno al amor. Y a los canallas, como él, en una especie de buenistas en vías de extinción. Pero, sobre todo, ha sido un escritor costumbrista: nos ha descrito al detalle, con nuestras miserias y nuestras utopías, con nuestros celos razonables y nuestras leales infidelidades, con nuestras coherentes contradicciones, con nuestra incertidumbre y nuestras pesadillas

Por todo ello, Sabina empieza a ser lo único transversal en un país marcadamente polarizado. Sólo enoja a los ortodoxos, de ahí que, a sus conciertos del hola y adiós, acudan todas sus vidas: canis y yayoflautas, pijos y vallecanos, estrellas y estrellados, heroínas de papel cuché y parados de oficio. Pero también viejos verdes, deportados, tahúres de Montecarlo, bocas con cigarrillos, comunistas de Las Vegas, bongoseros, billaristas e insumisos, dueños de cabaret, ancianos de Shangri-La, los más chulos del barrio, suspensos en religión, confesores de la reina, guapos de culebrón o taberneros de Dublin, detectives en apuros, fotógrafos de Play Boy y conservados en alcohol. Pero, sobre todo, los piratas cojos, los viejos truhanes que capitanean un barco que no puede hundirse pero que tira por la borda a los maximalismos y asalta los galeones de lo establecido, como un filibustero que combata la mediocridad que surge cuando el pensamiento (Aute dixit) toma asiento y la sonrisa se convierte en una especie de mueca.

Solo o en ocasional compañía de otros –José Ramón Ripoll, Hilario Camacho, Benjamín Prado, Luis García Montero, el Subcomandante Marcos o Leiva-- Sabina ha hecho canciones políticas sin ser políticas. Ha convertido el desamor en un himno al amor. Y a los canallas, como él, en una especie de buenistas en vías de extinción. Pero, sobre todo, ha sido un escritor costumbrista: nos ha descrito al detalle, con nuestras miserias y nuestras utopías, con nuestros celos razonables y nuestras leales infidelidades, con nuestras coherentes contradicciones, con nuestra incertidumbre y nuestras pesadillas. Con nuestra hambre de trenes que vayan hacia el norte, por encima de nuestras posibilidades y con nuestra eterna vocación de cantos rodados. Like a Rolling Stone, él ha escrito –y lo sabe—la canción más hermosa del mundo.

Por eso, cuando enfila lo que anuncia como su última gira, encendemos la pantalla del móvil en la noche, pidiéndole en silencio que haya otros holas y ningún adiós y que al punto final de los finales le sigan, a ser posible, dos puntos suspensivos.

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