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De turismo 'indepe'
Hacía cinco años que no visitaba Barcelona y lo primero que hice cuando regresé esta semana fue coger la línea verde del metro, bajarme en plaza de Catalunya y pasear hasta el mercado de La Boquería.
Hace tiempo que cumplí el sueño de ojear sus puestos, ver y oler el pescado, escudriñar los mostradores de casquería, comprar setas secas y un bogavante nacional (el canadiense no merece ese nombre) para hacer un arroz al que siempre, siempre, siempre, hay que poner un par de ñoras. Yo si no tengo ñora no cocino, más o menos. Comparé los precios de los alcauciles con los de mi súper de Sevilla; los de los chimoroyos, que en toda España llaman chirimoyas, menos en Motril, que se llaman chiromoyos; y los de las judías verdes, porque esta vez, quería hacer una ensalada templada con gulas con ajito laminado y tres guindillas sin abrir, enteras (las judías hay que cortarlas en tiras muy finas, como espaguetinadas). Aún tengo en mente, y será en la próxima visita, guisar un plato de Carvahlo, pero no me acuerdo ni encuentro el libro de Vázquez Montalbán donde venía la receta. Sé que hay que rellenar una telilla de algo con algo. Y hasta ahí llego.
Esta vez he visto más puestos de zumos, de frutas partidas, de cucuruchos con pescado frito, de bandejitas mixtas con ostras y conchas finas, de platitos con muchos colores aparentemente a precios razonables, que me han hecho sentir como una turista. “Más abajo están los de siempre”, pensé. Los encontré, pero me pareció que eran menos que la vez anterior.
Salí a La Rambla y crucé la calle a comprar tres décimos de la lotería de Navidad. Vi menos turistas, menos bullicio, menos alegría. Dos de los tres cajeros automáticos de una oficina de La Caixa no funcionaban y, advertidos los empleados, contestaron que era habitual, solía pasar.
Quería volver a ver una de mis plazas favoritas, la plaza del Rei, y cogí la calle Ferrán hasta desembocar en plaza Sant Jaume. A la izquierda, la sede de la presidencia de la Generalitat, rodeada de vallas metálicas; a la derecha, la del Ayuntamiento de Barcelona, sin vallas y con un enorme cartelón con la leyenda “Llibertat, presos polítics”. En el suelo, un señor pintaba pancartas contra el maltrato animal.
Un nutrido grupo de jóvenes en bicicleta ocupaba la plaza del Rei. Mentalmente borré a los ciclistas y después de diez minutos, bajé a la sede del Centro de Excursionistas de Catalunya para ver las imponentes columnas romanas escondidas en un lateral del pequeño patio interior. Me recordaron a las que hay en la calle Mármoles de Sevilla y pensé qué o quién las salvó y por qué; y por qué sólo esas enormes falanges y no todo el templo de Augusto. Y por qué no salvaron el edificio en lugar de las falanges. En fin, que me lié.
A las cuatro menos cuarto de la tarde del día siguiente, había muy poco tráfico y muy poca gente en la calle. Bajé las escaleras de la entrada del metro en Les Cortsy. Allí estaba el personal. En el vagón, una madre apuntaba en la muñeca de su hijo de unos siete años un teléfono móvil por si se perdía; la mayoría lucía lazos amarillos en sus chaquetas y calzaba zapatos deportivos o zapatos que parecen deportivos y cuestan 140 pavos. De las mochilas asomaban los palos, pero no las banderas. Pero de las chepas sí crecían las esteladas, como enormes baberos o delantales puestos al revés. Los paquistaníes las vendían a cinco euros.
-¿Nos bajamos en plaza Espanya o Catalunya?-, pregunta uno en alto al del fondo.
-En plaza Cataluña, qué cosas tienes tú también-, contesta el del fondo.
No hay risas, pero sí sonrisas.
Yo me bajo en plaza Espanya, porque, por lo visto, es mejor para coger el transbordo a la línea roja y llegar antes a Marina. El metro a esa hora es una lata de sardinas. Esperamos diez minutos en la parada de Urgell con las puertas cerradas. No cabe nadie más y deciden no abrirlas. Cuando se pone en marcha, la gente lo celebra, pero sin jaleo alguno. Como si tocaran palmas sordas y con sorprendente compás, también sordo.
Advierten por megafonía que la parada de Marina está cerrada porque no cabe nadie más en el exterior, así que me bajo en la anterior, en Arc de Triomf. Afuera hay cientos de personas con sus delantales estelados colocados al revés, a modo de capa; muchos niños, algunos con pancartas pidiendo la excarcelación de los líderes independentistas; familias enteras, abuelos, padres, madres, nietos con lazos amarillos; grupos de matrimonios amigos compartiendo jornada, como otras veces los he visto en el Liceu antes de ir a cenar.
Iba preparada para escuchar “i-inde-indepencia”, pero no. Lo más era “¡Presos polítics, llibertad!” que a esas alturas podría haber sido capaz de pronunciar como los demás. Cada vez que el helicóptero de la policía sobrevolaba la impresionante manifestación, la gente gritaba “policía, fuerza de ocupación” y sacaba el dedo índice derecho, aunque algunos con la cabeza hacia abajo.
Me metí en la bulla, una inmensa, pero las bullas indepes no son nada parecidas a las sevillanas, donde se comparte información de todo tipo y muy a tu pesar.
A la caída de la tarde, con una sincronización perfecta, la gente activó la linterna de sus teléfonos móviles y la manifestación no sólo cobró luz, sino que marcó su contundente contorno a lo largo y a lo ancho. La Guardia Urbana contó 750.000 personas. Escuché los mensajes de los familiares de los Jordi, oí gritos “Puigdemont, president”, aunque fueron breves, y música de Pau Casals. Luego me tomé un cortado en un bar cercano a las torres Mapfre antes de coger el metro de vuelta a casa. “¿Qué quiere, señorita?”, me preguntaron. Dejé un euro de propina.