Pregúntale a mi sombrero
El viernes a mediodía me dijeron que Fernando Mansilla se nos acaba de ir. La noticia me cogió a traspiés y aún no he terminado de reaccionar. Escribo estas letras como primer conjuro a la inconcebible idea de la desaparición de alguien a quien quieres, respetas y admiras. Para quienes no lo hayan conocido, Fernando era un barcelonés llegado a Sevilla en los primeros ochenta, que cultivó la literatura, la escena y la música. Desde su mítica Hijo de perra hasta sus últimas apariciones en la escena con Libertino de Marcos Vargas y Chloé Brûlé o con su grupo Mansilla y los espías, pasando por sus poemas, relatos y novela (Poemas para la no posteridad, Relatos faunescos, Canijo), Mansilla me y nos regaló su mirada singular y otro modo de contar y contarse. Era un epicúreo y un sabio, que estaba más allá de los egos y las ambiciones que contaminan a los mundos que habitamos.
Lo conocía y admiraba desde antes, pero nos hicimos amigos en la gira de un espectáculo en la que él era una sombra que desgranaba máximas sobre el poder y yo hacía de fantasma. Desde entonces, la admiración artística se arrebujó con la personal.
Fernando Mansilla era poeta y juglar, novelista y rapsoda, músico y paseante, personaje y persona. Su cuerpo, su mirada y sus palabras contenían (y cuesta poner este pretérito) una Sevilla que fue y, como todo lo que ha sido, secretamente sigue siendo: la Alameda antes de la gentrificación y hasta del 92. Era, en el buen sentido de la palabra, bueno. Su insobornable estar en el mundo es una lección nítida e incontestable de que hay otras formas de ser y habitar la realidad. Me será raro y triste salir sin la expectativa de encontrarlo por la calle Feria y charlar cinco minutitos con él en la esquina de Ómnium Sanctorum, ni poder ver o leer “lo nuevo de Mansilla”. Pero como todo escritor y rapsoda sigue vivo en sus palabras y en su voz. Leerlo hará descubrir un talento suave pero indiscutible, una voz única.
Fernando es de las pocas personas que he conocido que no habló nunca mal de nadie. Insisto: nunca y de nadie. También por eso deja un rastro enorme de cariño, amistad y respeto. La última vez que lo vi en las tablas fue en La bicicletería. Escribí que uno no elige a sus contemporáneos, pero si pudiera hacerlo, yo lo elegiría a él. Ahora, agradezco haber sido su contemporáneo y su colega; y pienso en qué diría él al vernos y leernos hoy, reacio como era a los halagos, discreto y cabal. Seguro que nos sonreía, musitaba muchas gracias y se alejaba paseando con esa mezcla de crooner descreído, primo descarriado y animal sabio que contempla la prisa y la locura de nuestro presente con perplejidad como mejor forma de denuncia.
Así lo recuerdo ahora, atravesando la Alameda de Hércules con su sombrero y su perro. Parece decir como aquel garrotín del flamenco que hasta hace poco no le gustaba y que últimamente le iba gustando: pregúntale a mi sombrero/ mi sombrero te dirá/ las malas noches que paso/ y el relente que me da. Y sí, había atravesado el relente, las malas noches y los malos días; y había salido indemne porque no le quedó ni un resto de amargura, rencor o mala baba. Fernando acaba de doblar la esquina de Hombre de piedra. Sólo me queda pedir un botellín fresquito en la tienda de ultramarinos y brindar a su salud mientras lo veo alejarse, y recordarme que el único camino cierto hacia la inmortalidad es haber sido amado y seguir vivo en la memoria todos los que le conocimos.