Un paisaje

Creo que añorar paisajes es un síntoma evidente de que te haces mayor. A mí me pasa desde hace unos años al llegar estas fechas. Cuando eres niño solo echas de menos a personas. Como mucho, períodos de tiempo: la navidad, el verano. En mi caso, fue entrar en los cuarenta y empezar a tener una nostalgia fortísima del mar. De ahí a que me duelan los huesos antes de que empiece a llover va a haber solo un paso. Ya veréis.

He visto en YouTube el homenaje que le hicieron la semana pasada a Manuel Vicent en el Instituto Cervantes. Alguien dijo que Vicent había logrado llevar el mar hasta Madrid. Para quienes vivimos en una tierra sin mar –parafraseando el título de aquel libro de José Antonio Labordeta– leer a Manuel Vicent ha sido como recibir el golpe de la sal del Mediterráneo en la cara a bordo de un velero.

En mi ciudad han sido muchos los escritores que han traído el mar hasta el secano. Es una fiebre de la que no terminas de curarte. Javier Delgado llenó la ciudad de caracolas y oleajes. Octavio Gómez Milián habló de inundaciones provocadas por mares ausentes. Y Juan Luis Saldaña levantó acantilados y dibujó playas en los confines de la urbe, donde terminan los trazados. También Manuel Forega, como un nuevo Moisés, vino a partir las aguas. La lista –que incluye también a pintores, a músicos– es interminable.

Yo nunca he sabido traer el mar a mi ciudad. Por eso me corroe la nostalgia. Por eso las fotos de fondo de mi móvil son una sucesión de imágenes del mar de Sirualas: con sol, con lluvia, de noche, movido, sin olas… Por eso leo con tanto interés a todos esos escritores.

Yo nunca he sabido traer el mar a mi ciudad. Por eso –por esa incapacidad– llegó el fin de semana y me marché a verlo una última vez. Fue una maravilla. Pero ahora la nostalgia es aún más fuerte.

Añorar paisajes –en realidad, no me cabe duda– es un síntoma evidente de que te haces mayor.