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Cazatesoros alpinos

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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Mientras la crisis climática sigue haciendo de las suyas en los casquetes polares, el “permafrost” ártico y la mayor parte de los glaciares del planeta, no faltan empresas o individuos que están convirtiendo esta catástrofe en una oportunidad, una oportunidad para desarrollar nuevas líneas de negocio, rutas marítimas más rápidas o artefactos tecnológicos destinados a neutralizar las emisiones de CO2. Como dice el refrán, “no hay mal que por bien no venga”.

Una de las iniciativas más sorprendentes de entre todas las que han surgido como consecuencia de este cambio está teniendo lugar en los Alpes franceses de la mano de personajes tales como Christophe Péray, Jean-François Baud, Philippe Cardis, Roger Fournier o los hermanos Elías. Todos ellos, y algunos otros más, eran conscientes desde hace unos años que el retroceso y descenso del nivel de los glaciares eran fenómenos que estaban dejando al descubierto secciones del relieve que habían permanecido ocultas durante varias decenas de miles de años. También sabían perfectamente que las formaciones graníticas que dominan los Alpes eran susceptibles de albergar fours, vetas, filones, grietas o cavidades repletas de cristales de roca que podían ser extraídos con relativa facilidad. Pues bien, la suma de ambas circunstancias ha hecho que una actividad residual y a punto de desaparecer como era la de recolectar cristales, haya cobrado nuevos bríos y atraído el interés de personas que ignoraban la existencia de una profesión que, según los historiadores, se remonta al siglo XVI.

En la actualidad, y según cálculos extraoficiales, existen alrededor de 14 equipos de cristallieres – así es como se les denomina en Francia – trabajando en territorio francés. A este número habría que añadir los grupos que operan en Austria, Suiza e Italia y los procedentes de terceros países como la República Checa o Rumanía. Es más que probable que el número total de equipos en activo a lo largo y ancho de los Alpes se acerque o supere la cincuentena. Todos ellos saben por propia experiencia que la búsqueda, extracción y subasta de cristales de roca procedentes de las cumbres, paredes y valles alpinos son actividades que reportan beneficios suficientes como para poder vivir desahogadamente de esta profesión. Esta rentabilidad no es teórica, es absolutamente real. Como muestra un botón: el 21 de julio de 2006, Christophe Péray halló una fluorita ahumada en las Aiguilles Vertes del Macizo del Montblanc que fue declarada bien cultural de especial interés patrimonial por la República Francesa y que hoy reposa en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de París tras un desembolso de 250.000 euros. Obviamente, se trata de un caso excepcional y que tal vez no vuelva a repetirse. Sin embargo, no es menos cierto que los cristales de cuarzo de mediana calidad alcanzan valores de mercado que oscilan entre los 60 y 70 euros; que los cristallieres más afortunados pueden extraer entre 30 y 40 en una sola operación o que algunos guías profesionales están pensando seriamente en reemplazar su antiguo trabajo por otro muchísimo más lucrativo y bastante menos estresante.

Las piezas más demandadas por el mercado de los coleccionistas de minerales son los cristales de cuarzo, amatista y fluorita. Su cotización no solamente depende de su estado de conservación, de sus dimensiones o de la pureza geométrica de sus formas sino también de su coloración. Las fluoritas rojas y rosas, los cuarzos ahumados o los cuarzos moriones son tan valiosos y escasos que las prospecciones en pos de estos cristales proliferan en muchos lugares de Rusia, China, Rumanía o India. Francia no es una excepción pero, a diferencia de lo que sucede en los países que acabamos de mencionar, la Administración de este país prohíbe su extracción siempre que para realizarla se utilicen explosivos, taladros neumáticos o medios aéreos. La razón de esta normativa se remonta a 1979. En julio de ese año, un grupo de germano-suizos formado por Alexander von Bergen y los tres hermanos Bernegger, reunió 700 kilos de cristales en la cara norte de las Grandes Jorasses, del Espolón Walker, para ser más exactos, y lo hizo dinamitando una sección considerable de esta vía clásica abierta por Cassin en 1938. Esta acción no quedó impune, acabó en los tribunales y, tras la sentencia condenatoria, las autoridades galas prohibieron terminantemente este tipo de iniciativas empresariales.

A día de hoy, la mayor parte de las incursiones de los cristallieres franceses y de sus asociados tienen lugar en el macizo del Montblanc, en los valles y glaciares de Argentière y Talèfre y su impacto medioambiental es mucho menor que el de las costosísimas estaciones de esquí o que el del resto de infraestructuras turísticas que tanto abundan en los Alpes. Sin embargo, tengo la impresión, sin pretender ser moralista, que sus actividades no son inocuas, que causan daños irreparables e innecesarios en las montañas y que la explotación de sus recursos, sea en la escala que sea, es incompatible con el amor que, en apariencia, les profesan. Por eso, les pediría que fueran, que todos fuéramos más consecuentes, y que, después de pensar en el impacto que nuestras acciones tienen en la naturaleza, tratáramos de evitar destruir, directa o indirectamente, lo que amamos.  

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