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La montaña de las lenguas

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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Hace más de 2000 años, los geógrafos, navegantes, mercaderes e historiadores griegos comenzaron a dirigir su atención y a interesarse por los territorios que se encontraban más allá del Mediterráneo y sus familiares orillas. Alentados por el interés comercial, la curiosidad, el afán de aventura o quién sabe qué factores, debieron pensar que el mundo se les estaba quedando pequeño y que había llegado la hora de explorar sus márgenes y los espacios que se encontraban más allá de los mismos. Ejemplos no faltan. Uno de los más conocidos es el de un marino marsellés llamado Pythéas que, durante el último tercio del siglo IV a. C., decidió emprender una travesía marítima que lo llevó mucho más allá de las Columnas de Hércules, hasta las Islas Británicas y Thule, un lugar que, según sus propias declaraciones, se encontraba a seis días de navegación de la costa escocesa. Otro es el de Eudoxo de Cícico, el primer griego que, en torno al año 118 a. C., se aventuró en las aguas del océano Índico con el fin de abrir una ruta marítima comercial entre Egipto y la India.

No todo fueron exploradores y hombres de acción, también hubo cronistas, naturalistas y eruditos deseosos de saber qué había más allá de la ecúmene, del mundo conocido. Son ellos, precisamente, los que por primera vez en la historia describen y documentan la existencia de una barrera montañosa casi infranqueable que se prolonga desde el Caspio hasta el Ponto Euxino (o mar Negro), un lugar caracterizado tanto por su inaccesibilidad como por su atraso y diversidad étnica. Esta es la fórmula que inaugura y utiliza Heródoto (484 – 425 a. C.) en Los nueve libros de la Historia para referirse al Cáucaso y que no dejará de repetirse hasta el día de hoy. Según este autor: “Por la orilla que mira a Occidente, corre el Cáucaso, que en extensión es el mayor y en elevación el más alto de los montes. El Cáucaso encierra dentro de sí muchas y variadas naciones, las cuales viven casi totalmente de frutos silvestres (…) También se dice de estas gentes que tienen comercio en público como el ganado”.

El cliché anterior no solamente no desaparece con el tiempo sino que se consolida y enriquece gracias a los testimonios, aportados algunos siglos después, de Estrabón (c. 64 a. C – c. 20 d. C.) y Plinio el Viejo (23 – 79 d. C.). El primero consagra varios de los capítulos del “Libro XI” de su Geografía a describir la división lingüística de los bárbaros que pueblan las laderas próximas a la colonia milesia de Dioscurias, la actual Sukhumi. El fragmento más significativo reza así: “Y la misma Dioscuríade es el comienzo del istmo que hay entre el mar Caspio y el Ponto, así como el emporio común de los pueblos vecinos del interior; al menos se juntan en ella setenta tribus y, según algunos a quienes no preocupa nada la verdad, trescientas. Todas hablan lenguas diferentes por vivir aisladamente y de forma nada social, a causa de su obstinación y salvajismo”. En el catálogo de pueblos indígenas que menciona a continuación figuran: ptirófagos, soanes, íberos, albanos, amazonas, gelas, leges, gargareos, colcos, heníocos, síraces, camecetas, polífagos, trogloditas, isádicos, nabianos, pagianos, aorsos… Por su parte, la Historia Natural de Plinio vuelve a referirse a Dioscurias y lo hace en términos muy semejantes al señalar que “era lugar de encuentro para trescientas naciones de diferentes lenguas” o que “los nuestros llevaron a cabo allí transacciones comerciales con ayuda de ciento treinta intérpretes”.

La prueba y la confirmación definitiva de la asombrosa diversidad étnica y lingüística que encerraba y continúa encerrando el Cáucaso la proporciona Ali al-Mas´udi (896 – 956), un viajero bhagdadi que, entre otras cosas, tuvo la ocurrencia de acuñar la expresión Jbl al-Alsun (Montaña de las Lenguas) para referirse a esta cordillera. En uno de los párrafos de Las praderas de oro, su obra más conocida, se puede leer la siguiente afirmación: “El Cáucaso es una gran cadena montañosa cuyos vastos territorios incluyen muchos reinos y no menos de setenta y dos tribus con sus respectivos gobernantes y sus propios idiomas (ininteligibles para sus vecinos)”.

Trescientas, setenta y dos, setenta, cincuenta y una… lo que menos importa realmente es identificar con exactitud el número de lenguas y dialectos que se hablaron o hablan en el Cáucaso. Es más importante comprender que las montañas, tal y como sucede en este caso, no sólo han contribuido decisivamente a la supervivencia y conservación de endemismos de flora y fauna sino a la preservación de un riquísimo acervo de prácticas y tradiciones socio-culturales. De un lado, su orografía, las barreras naturales, la ausencia de vías de comunicación, los rigores climatológicos, la altitud y la escasez de recursos se aliaban entre sí para convertirlas en fortalezas, o santuarios casi inexpugnables aislándolas y alejándolas de los centros de poder y salvaguardándolas de la codicia de gobiernos y hombres de negocios. De otro, esa misma falta de atractivos protegía la identidad de las comunidades de montaña del asalto del exterior, de la conquista y la asimilación cultural con todas las ventajas e inconvenientes que eso representaba. Y si bien es cierto que la ubicuidad y el éxito cosechado por el modelo económico capitalista implantado a lo largo del último siglo han trastocado completamente ese estado de cosas, no lo es menos que las montañas, aunque sea en menor medida que en el pasado, siguen siendo un refugio bastante eficaz a la hora de resistir y preservar costumbres en trance de extinción, idiomas minoritarios, comunidades indígenas o valores fundamentales.

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