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Reportaje

El reencuentro entre Maeba y su madre tras tres meses separadas entre Cantabria y Euskadi: a medianoche y por sorpresa

Maeba y Pili se miran alegres tras reencontrarse. | R.A.

Rubén Alonso

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Soledad, anhelo, angustia, incertidumbre, tristeza... Estas sensaciones y otras muchas similares han sufrido Pili y Maeba, madre e hija, día tras día durante los tres meses que la pandemia las ha obligado a separarse la una de la otra como nunca habían estado. “Ha sido muy duro, nos ha costado muchas lágrimas”, reconocen, hasta que por fin han podido reencontrarse este viernes de la manera más emotiva. Una experiencia para olvidar con el mejor desenlace que siempre quedará en sus recuerdos.

Y es que una de las caras más oscuras de esta crisis sanitaria, aparte de las víctimas mortales y de las dramáticas situaciones vividas en UCI y hospitales, tiene que ver con las consecuencias del confinamiento y las restricciones de movilidad establecidas durante el estado de alarma, que han mantenido alejadas a muchas familias cuyos miembros residen en territorios distintos.

En este caso, apenas han sido 30 kilómetros los que han separado a Maeba Arias Linaza de su madre Pilar Linaza Silva, la distancia entre Bilbao y el municipio cántabro de Castro Urdiales, el más cercano a la frontera con Bizkaia, 'ciudad dormitorio' de muchos vascos que residen allí y trabajan en Bilbao o que disponen de una segunda vivienda para fines de semana y época estival.

Para madre e hija, ni las dos o tres llamadas o videollamadas diarias ni la pequeña luz al final del túnel que se avistaba según avanzaban las fases de la desescalada han sido suficientes para mitigar su deseo de volverse a ver, abrazar y pasar los mismos ratos juntas de siempre, de su 'vieja normalidad'.

Y es que cuando el Gobierno decretó el estado de alarma a mediados de marzo e impuso el confinamiento, Maeba (39 años) decidió pasarlo en Bilbao con su pareja, lugar en el que, además, trabaja. “Pensaba que iban a ser unos días, no nos imaginábamos que iba a ser lo que ha sido”, reconoce en conversación con eldiario.es, explicando que cogió “una maleta pequeña con 'cuatro chándales' para teletrabajar desde casa”.

Pero la realidad ha sido bien distinta. La COVID-19 se ha cebado en España y el estado de alarma –y con él la imposibilidad de cambiar de comunidad autónoma– se ha ido prolongando una y otra vez de 15 en 15 días, para desesperación de ambas. “Lo peor era el miedo al contagio y después la angustia de no saber cuánto iba a durar esto”, sostiene Maeba. Y es que Pili tiene 78 años y vive sola en Castro Urdiales, situación que ha supuesto un verdadero infierno para ella.

Activa y acostumbrada a salir, a moverse y a relacionarse con gente, Pili ha pasado “muy mal” estos tres meses, hasta el punto de que estuvo sola el Día de la Madre y poco después el de su cumpleaños. Su pasión por la lectura, que le ha llevado a devorar un montón de libros, y las innumerables sopas de letras que ha hecho durante este tiempo no han bastado para sobrellevar un encierro que cada vez se hacía más duro. “Me tumbaba, me levantaba, no dormía, me daban las cuatro de la mañana oyendo la radio, me echaba igual una hora y media y me volvía a levantar porque no podía dormir. Me tomaba un poco de leche y lloraba”, relata.

“Andaba por casa, he hecho kilómetros y kilómetros de un lado a otro, pero notaba que me estaba ahogando, que me faltaba el aire”, expresa esta mujer. “Abría todas las ventanas y decía: 'Al final de lo que voy a enfermar es de un resfriado'”, bromea. Y es que Pili, por su avanzada edad, se encuentra dentro del grupo de población de riesgo del coronavirus, una circunstancia que ha mantenido alerta en todo momento a sus tres hijas, dos de ellas viviendo en territorio vizcaíno y otra en Castro.

En este sentido, cada vez que su hija –la que reside en su misma localidad– le llevaba la compra lo hacía respetando escrupulosamente todas las medidas de prevención e higiene para evitar contagios, dejándole las bolsas en la puerta. “Le metimos tal psicosis en la cabeza que lo limpiaba todo”, apunta Maeba. “Hasta ampollas me salieron en las manos”, recalca Pili.

Pero ahí no han quedado las medidas de precaución que han tomado durante estos meses: “Cuando hacíamos videollamada, mi madre se ponía en la puerta sentada en una silla y mi hermana desde fuera, desde el ascensor, enfocándola con el móvil para que pudiésemos vernos las caras”, explica Maeba. “Y al colgar, otra llorera”, recuerdan ambas.

Y así fueron pasando los días hasta llegar a las fases de la desescalada, una etapa en la que Pili mejoró su situación porque pudo empezar a salir a pasear, pero en la que Maeba pasó sus “peores días”. “El 80% de mi vida está en Castro, y yo veía que todo el mundo iba retomando su vida menos yo”, lamenta. Y a esto había que sumar que la apertura anticipada de fronteras entre Cantabria y Euskadi no acababa de concretarse. Que cuando parecía que iba a ser, dos rebrotes en hospitales vascos lo impidieron. Y ello supuso otro golpe, una losa que psicológicamente cada vez se hacía más insostenible.

Reencuentro por sorpresa

“Esta semana he estado supernerviosa, estaba todo el rato pendiente de la tele a ver si veía a Revilla diciendo que el viernes ya se podría pasar”, afirma Pili. Y así fue. El presidente cántabro y el lehendakari vasco acordaron levantar el estado de alarma –y con ello la movilidad entre ambos territorios– en la medianoche del jueves al viernes. Y entonces llegó el esperado reencuentro en forma de sorpresa que Maeba llevaba semanas planeando.

“Sabía que quería sorprenderla de alguna manera, pero no tenía claro cómo”, manifiesta, explicando que su idea inicial fue la de pedir el viernes libre en el trabajo para ir por la mañana cuando su madre pensaba que aparecería por la tarde después de trabajar. Pero en la noche del jueves, su hermana mayor, también ansiosa de encontrarse con su madre, le propuso hacerlo justo cuando abrieran la frontera.

A las 23.57 horas estaban paradas en la autopista a la altura de El Haya, en el límite entre ambas comunidades, junto a una hilera de coches a la espera de que dieran las 00.00 horas para poder cruzar. “Fuimos ella, mi sobrino y mi hermana pequeña, con la que también nos reencontramos entre abrazos, llantos y gritos, a darle la sorpresa”, cuenta Maeba.

Tocaron el timbre, Pili tardó en abrir, puesto que no eran horas para recibir visita, y finalmente, tras reconocerlas por la mirilla, abrió la puerta y se fundieron en varios abrazos entre llantos. No hacían falta palabras. El momento había llegado y quedó inmortalizado en un vídeo y, lo que es más importante, en su memoria para siempre.

A partir de hora Maeba y Pili podrán recuperar el tiempo perdido y volver a hacer juntas todo aquello que la pandemia les había privado. Volverán los paseos, los baños en la playa o las tardes de 'maratón' de lectura. “Justo antes de la cuarentena le compré a mi madre un sillón para que pudiéramos leer juntas en el salón de casa. Durante estos tres meses ha pasado sola un montón de horas en él. Ahora ya no será así”, concluye Maeba, con la satisfacción de alguien que ha recuperado su vida, dentro de esta nueva normalidad que, al menos por lo pronto, ha venido para quedarse.

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