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Vergüenza

Jordi Corominas i Julián

El domingo por la noche fui a ver el fútbol con unos amigos por Gràcia. Tras comentar el partido volví a casa y pasé por el Banc Expropiat. Estaba tranquilo, con sus escaparates en reposo y ningún presagio de su inminente desalojo.

El lunes una amiga me mandó un mensaje con la foto de sus escaparates, transparentes e informativos, tapiados por el acero policial. Por la noche me acerqué y no supe interpretar bien el panorama. Entendí por el famoso coche rojo, los bolardos rotos y los desperfectos del mobiliario que antes de mi paseo los disturbios habían sido considerables, sobre todo porque mientras paseaba palpaba el nerviosismo de las llamadas fuerzas del orden entre el exceso de furgones policiales y agentes cercando el perímetro del local para evitar que la rabia se colara por las callecitas del barrio y provocara una situación incontrolable.

El martes salí de trabajar a las nueve y media de la noche. El helicóptero volaba muy bajo en el passeig de Sant Joan, desierto. Cuando llegué a travessera de Gràcia me encontré con amagos de carga y muchas personas corriendo atemorizadas. Aún no habían empezado las cargas. Intenté llegar al banco y los hombres del casco me lo impidieron. Al llegar a casa hice un seguimiento de los altercados y comprobé como los bolardos caían por la circulación de los vehículos de los mossos, libres y tranquilos en su ruta por la zona.

A esas alturas mi indignación periodística ya había rebasado los límites de lo imaginable. En primer lugar me indignó ver cómo muchos medios lanzaban en primera página la noticia del pago del alquiler por parte del alcalde Trias como una exclusiva cuando esta estaba en la página del Banc Expropiat desde que se produjo. En segundo término me escandalizó la previsible parcialidad de los medios, dejando con el micrófono en la boca a los vecinos que sí defendían las actividades que se desarrollaban en el local, pues interesaba e interesa demonizar cualquier alternativa a lo establecido sin siquiera preguntar con garantías a los vecinos, beneficiados en más de una ocasión entre el banco de alimentos y las actividades desarrolladas por personas interesadas en tejer redes de soporte mutuo.

El amarillismo denigratorio casa muy bien con la indiferencia de la mayoría. A cien metros del Banc está la plaça del Sol. Ha llegado el buen tiempo y muchos, ajenos al fuego, se sientan en el suelo a la espera de las cervezas servidas por los pakis. El contraste entre puntos tan próximos es escalofriante, pero resume muy bien las dos Barcelonas. Una implicada en defender iniciativas que hasta ahora no habían causado ninguna queja. Otra más preocupada de la habladuría, del me han contado, de la crítica gratuita desde la desinformación imperante en la supuesta época del acceso universal a la noticia.

Este cero absoluto se acrecienta con un partidismo descarado mediante ataques donde es fundamental el uso del lenguaje. Si ahora parece que Venezuela sea la decimoctava comunidad autónoma de España en Barcelona hablar de antisistemas y radicales suena a tópico vulgar, sobre todo si se considera, por poner un ejemplo, que el jueves el Banc Expropiat canceló la manifestación y no se repitieron ni las persecuciones ni el destrozo del mobiliario urbano, que por otra parte, aunque muchos querrán refutar esta afirmación, es obra de los de siempre, los profesionales de meterse en protestas y destrozarlas una vez terminan, los mismos anónimos de los que, en demasiadas ocasiones, se desconoce su auténtica filiación.

El jueves amaneció con la investigación por si el anterior alcalde había malversado fondos para pagar el alquiler del local. El viernes en la televisión pública discutían sobre los acontecimientos de la semana y entre los tertulianos estaba el sobrino del anterior máximo responsable del Consistorio barcelonés. El mismo canal emitió durante estos días imágenes de lo sucedido, algo normal. Perdonen, hay un matiz: sería normal si las tomas fueran sólo de Gràcia, y no era así porque incluyeron en el montaje secuencias de Can Vies sin mencionar su procedencia ni disculparse a posteriori.

Este viernes han absuelto a los mossos acusados de dejar a Ester Quintana sin un ojo durante la huelga general de noviembre de 2012. Hace poco el acuerdo por el asesinato del carrer Aurora nos dejó estupefactos, sorprendidos por tanta impunidad, y eso, deberían saberlo, genera un descontento, creo ser suave, que puede derivar en ira colectiva. No hay que ser muy inteligente para llegar a esta conclusión. ¿Quién vigila, y castiga, a los vigilantes? Nadie.

Quien esté preocupado puede estar tranquilo. No habrá ninguna revolución. La ciudad está dominada por su marca y las críticas a la alcaldesa son una descarga fácil desprovista en muchos casos de ninguna base racional. Los que definen los acontecimientos de estos días como revuelta viven en un mundo paralelo muy marcado por la inminencia electoral, como si no existieran problemas mucho más graves, como si la crisis hubiera pasado. La Setmana Tràgica, esa es la única coincidencia, llegó por un hartazgo de un sector importantísimo harto de que le tomaran el pelo y lo usarán como carne de cañón. Por lo demás entonces había una base mucho más sólida que tampoco quería hacer ninguna revolución, sólo expiar salvajemente el desdén y la burla de las autoridades. No se ocuparon centros de comunicación ni fábricas. Tampoco fueron a por bancos ni establecimientos esenciales. 1909 fue un desahogo con aires más propios del siglo anterior. Lo de hoy, en comparación, es un suspiro con aires de indicio de un malestar que irrumpe de vez en cuando para luego desaparecer, contenerse y estallar con brevedad, fiel a la velocidad de nuestra época.

Gràcia ha sido siempre un barrio con ADN reivindicativo. En 1929 quisieron bajar la mítica campana, símbolo de la revuelta de las quintas de 1870, de su plaza central para fundirla y al final no lo lograron por las quejas de sus vecinos, los mismos que ahora expresan su enfado por un futuro hotel en la plaça del Sol, los mismos que no deben soportar el infierno del cerco policial ni los destrozos sinsentido en sus calles. Lo triste es que nadie ha contemplado la posibilidad de hablar, quizá porque el único ruido de nuestro tiempo no contempla la existencia de la objetividad. Y siento vergüenza.

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