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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Bouvard y Pécuchet discuten sobre los libros

Bouvard et Pécuchet d'après Gustave Faubert (La Virgule).

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Bouvard. —No entiendo tu entusiasmo con ese cacharro. No deberíamos dar ninguna oportunidad a los lectores de libros digitales. Me pone nervioso saber que todo lo que contienen depende del estado de las pilas. Han invisibilizado las ideas y han hecho que parezcan inquietantemente volátiles. Y nos distancian, nos hacen más opacos. Antes veías lo que estaba leyendo alguien, o echabas un vistazo a su biblioteca, y obtenías al instante su retrato intelectual, sabías de qué ideas se alimentaba, y tanto las afinidades como las disparidades afloraban de inmediato. Ahora, como no conozcas la contraseña que utiliza, no sabes qué narices le interesa a cada uno. Por cierto, ¿qué lees ahora?

Pécuchet. —No te importa. Y no estoy de acuerdo con lo que dices. Los libros electrónicos no son ni más ni menos volátiles que el papel, sobre todo el que fabrican últimamente. Y han venido para aclarar las cosas. Míralo desde este punto de vista: los libros tradicionales en su mayor parte son puro oropel. Esconden más que muestran. Son como disfraces del alma, si me permites la cursilería. Forramos con ellos nuestras paredes para convertirlas en espejos de nuestra personalidad, pero no son espejos objetivos, lo que reflejan es la imagen de lo que queremos ser, no de lo que somos, aparte de unos farsantes.

B. —Creo que los libros son algo más que eso. Te lo he oído decir a ti mismo: la desaparición de los libros físicos del paisaje cotidiano lleva a la desaparición de la idea de libro y a la de la idea misma de lectura. Con los libros también desaparecen las librerías y las bibliotecas. No solo las públicas, también las domésticas, ese lugar que para muchos es el más confortable de la casa, porque es allí donde guardan el botiquín del alma, ya que tú la has mencionado, donde saben que está el antídoto para toda la estupidez que tienen que soportar en el día a día. Como dice José Luis Garci en El crack cero, «los libros abrigan».

P. —Te olvidas de que hay bibliotecas que son un sumidero de estulticia. Y abrigan tanto como los anaqueles de una ferretería. Pero, en cualquier caso, hoy todo ese consuelo del que hablas lo puedes llevar contigo y tenerlo siempre a mano estés donde estés. Por no mencionar que hay quien no ha recurrido, ni recurrirá nunca a él, por muchos libros que haya a la vista.

B. —Estoy desconcertado. Tu antes decías que los libros se leen de uno en uno, que eso de llevar la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos encima, que se presenta como una de las grandes ventajas de los eReader, es propio de un personaje de la literatura del absurdo, de lo grotesco, de lo burlesco. Decías que, llevando todo eso encima, te sentías una especie de Pantagruel de la lectura, un imbécil.

P. —Es cierto. Antes creía que la posibilidad de llevar cincuenta mil libros encima, ese argumento que tanto se utiliza para promocionar estos cacharros, era una estupidez. «¿Para qué quiero llevar todo eso?, me basta con un buen tomo en papel», solía argumentar con un desdén presuntuoso, con ese ludismo prêt-à-porter, tan aristocrático. Pues bien, me la envaino, porque definitivamente me gusta la idea. Llevar contigo no solo todo lo que sabes, sino también todo lo que puedes saber, es una bonita idea. Por no hablar de la posibilidad de acceder de forma inmediata a un montón de información. ¿Sabes qué pesaba el baúl lleno de libros que Nietzsche llevaba de acá para allá: ¡ciento cuatro quilos! Y llevaba solo una selección de los que le interesaban.

B. —Para eso que dices ya está Internet. Y ya sabemos lo que conlleva ese exceso de información.

P. —No es lo mismo. Esta la seleccionas tú. Hasta cierto punto, como todo, pero con mayores posibilidades de control. En cualquier caso, quien a cierta edad no es capaz de orientar sus lecturas por sí mismo ha leído en vano.

B. —Bueno, eso no me cuesta nada suscribirlo, pero no afecta en nada a lo que estamos discutiendo.

P. —Puede ser. Pero del libro no debería importarnos nada más que su substancia. El resto es todo accesorio y no siempre para bien. Al objetualizarlo hemos mistificado su contenido. ¿Cuántas veces te has encontrado con un montón de basura tras una encuadernación primorosa, una bella portada y una composición tipográfica impecable? Fíjate en esos libros de tapas duras con sobrecubierta glasofonada. Casi siempre esconden best sellers prefabricados y premiados de manera fraudulenta y clamorosa… ¿Y crees que esas técnicas mercantiles no se utilizan también con los libros «serios»? Circula por el mundo un raudal de mierda encuadernada en rústica, que pasa de matute dentro de colecciones de prestigio que nadie se atreve a cuestionar. Schopenhauer tenía razón cuando decía que «dado que la mayoría de los libros nacieron del humo y el vapor del cerebro, tal vez deberían volver a ese estado. Si no arde un fuego en su interior, el fuego debería castigarlos por ello». Lo que pasa es que está mal visto encender la chimenea con un libro, que si no…

B. —Vázquez Montalbán lo hacía. Bueno, lo hacía Pepe Carvalho, su personaje. En todo caso, el libro electrónico no te salva de caer en esos engaños.

P. —Pero te ayuda. Basta con darle a un botón para deshacerse discretamente de toda esa porquería. Dentro del lector de libros electrónicos todos son iguales, compiten en igualdad de condiciones. Pesan lo mismo, por ejemplo. Ese mamotreto que cuando estabas acostado no podías aguantar sobre el pecho pesa lo mismo que una novelita ligera. O lo mismo que todos los volúmenes de la Enciclopedia Británica. Los libros tradicionales inducen a pensar que la literatura es corpórea, que las excrecencias intelectuales tienen propiedades físicas. Y no las tienen, son tan vaporosas como el hálito de la conciencia humana. Dentro de un lector de libros digitales todos tienen el mismo aspecto, es decir, ninguno. Y, por otra parte, te puedes relacionar con ellos con mayor libertad. Los puedes abandonar en cuanto dejan de interesarte, nadie más que tú lo sabrá. 

B. —Pero ahí, en esa frialdad del libro digital, donde tú ves una ventaja, yo veo un empobrecimiento. El libro de papel es un objeto de naturaleza orgánica, registra el paso del tiempo. Como todo lo vivo, va adquiriendo la pátina de nobleza que caracteriza a la ancianidad. Su naturaleza lo acerca a la condición humana.

P. —¿Nobleza la ancianidad? No me hagas reír. A mí los libros de segunda mano siempre me han dado aprensión, lo confieso. No puedo evitar imaginarme a sus anteriores dueños utilizándolos en las situaciones menos asépticas imaginables… Lo único vivo que hay en ellos son los gérmenes que anidan allí. Y ahora que estamos en plena pandemia no se puede pasar por alto lo higiénicos que resultan los libros electrónicos. Hay pocas probabilidades de contagio utilizándolos. ¿Sabías que hay libros antiguos que entre sus páginas conservan bacterias del cólera?

B. —Eso sabes perfectamente que es una leyenda urbana. Y ya que lo mencionas, has de saber que, según algunas informaciones, la pandemia apenas ha incrementado la venta de libros digitales. Sin embargo, sí lo ha hecho con los libros de papel, los ha revalorizado, y la actividad editorial apenas ha descendido.

P. —Sí, la pandemia sobre todo ha generado muchos libros absolutamente prescindibles sobre la pandemia. Eso que dices sí que es una leyenda creada de forma interesada. Interesada y desesperada. El libro de papel se aguanta fundamentalmente por las subvenciones, y ya sabemos lo que eso conlleva. El día que encuentren la manera de contabilizar los libros digitales pirateados, y leídos, nos llevaremos una sorpresa. La batalla está perdida. El verdadero lector no necesita del papel.

B. —Ya. Pero sí de un enchufe, ¿no? No me digas que no echas de menos el tacto de las hojas, el olor de la tinta, la riqueza tipográfica de algunas ediciones, aquellas ilustraciones que iban protegidas con papel cebolla, las portadas, las cintas de lectura… Todo forma parte del acto de leer, es un universo de sensaciones lo que se está perdiendo.

P. —Como se está perdiendo el sabor de los tomates. No te preocupes, que si descubren que es un buen argumento de venta, los libros electrónicos tendrán olor a tinta e incluso sabores a elegir, como los preservativos. Si quieres los podrás chupar y todo. Echas de menos todo eso porque lo has conocido, porque tu experiencia lectora está ligada a esas sensaciones, pero para quien no las ha conocido no significan nada, con el tiempo no significarán absolutamente nada. Seguramente serán tan molestas como el olor del tabaco nos resulta ahora mismo a la mayoría.

B. —Lo que tú digas… Pero cuanto más miro ese trasto más repelús me da. Pienso en todo lo que puede haber ahí dentro y me da la impresión de que está cautivo. El afecto que siento hacia mis libros se vuelve sufrimiento cuando los imagino embutidos ahí. Esas ideas necesitan salir, tomar el aire, tomar forma, aunque sea simbólicamente, y gritar su existencia. Y me pongo enfermo solo de pensar que una simple caída, un pisotón, un cortocircuito en las malditas tripas de ese aparato pueden hacerlas desaparecer para siempre.

P. —Convendrás conmigo en que todo eso que dices hace a ese aparato más humano de lo que estás dispuesto a admitir.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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