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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Que los árboles no nos dejen ver el bosque

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Gabriel Moreno González

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En el análisis de toda crisis habría que distinguir muy claramente entre los elementos coyunturales, dependientes de la voluntad de los actores que deciden en el momento concreto, y los propiamente estructurales, que son los que condicionan con carácter previo el escenario en el que aquellas decisiones se acuerdan. Seguramente en los próximos meses veamos un aluvión de críticas, estudios y escrutinios sobre las decisiones que se han tomado en España ante la crisis sanitaria provocada por el coronavirus y la catástrofe humana que hemos vivido. Lo que no es tan probable, a pesar de ser quizá más necesario, es la existencia de ese mismo empeño esclarecedor en cuanto a las deficiencias estructurales de nuestro país, permanentes y no dependientes de esta o aquella voluntad política. La conveniencia de este segundo tipo de análisis se refuerza, además, porque pueden ayudar con mayor intensidad a mejorar nuestra situación ante crisis futuras, hipotéticas o no. La actual, al menos, ha sacado a exposición pública todas aquellas problemáticas estructurales que desde hace tiempo diversos sectores llevan denunciando con mayor o menor éxito, pero siempre sin ser escuchados con detenimiento y voluntad real de reformas. Empecemos una radiografía rápida y discrecional, por somera, pero no menos ilustrativa de los desafíos que hemos de afrontar.

Ante un reto colectivo y común tan intenso hemos visto cómo la respuesta ha debido ser eminentemente pública y estatal, para la cual se está necesitando un ingente esfuerzo presupuestario. La única manera de que la financiación de éste sea repartida mediante criterios de justicia fiscal y capacidad económica consistiría en utilizar un sistema tributario que siguiera lo establecido en nuestra propia Constitución y que, por ende, gravara con mayor intensidad a los capitales más abultados. Sin embargo, nuestro sistema no sólo es altamente ineficaz en tal objetivo, sino que se inserta en un modelo mayor, el de la Unión Europea, donde la ausencia de una imposición común y la garantía de la libertad de capitales, permiten a éstos beneficiarse de un constante dumping y de verdaderos “paraísos fiscales” en el corazón del viejo continente.

El mercado único no ha sido completado con las contramedidas precisas que eviten sus externalidades más negativas, y la ausencia de una decidida integración fiscal sigue siendo uno de los mayores retos del proyecto europeo. Si bajamos al ruedo ibérico, la carrera por la atracción de capitales y la reducción de la tributación a las rentas del trabajo se ha agravado por la falta de armonización fiscal entre Comunidades Autónomas y el amable tratamiento que protagoniza el Estado central con la concentración de la riqueza y los beneficios empresariales. La elusión de impuestos se ha institucionalizado como algo normal y aceptable, incluso en términos jurídicos, tanto en España como en el conjunto de la Unión a la que pertenecemos, por lo que no nos debe llamar la atención la permanente crisis presupuestaria del Estado y la incapacidad que éste va a comenzar a mostrar para afrontar con equidad las consecuencias más lesivas de la crisis.

Interconectado con el modelo fiscal (o lo que tengamos, pues hay que dudar que sea un auténtico “modelo” de algo), tenemos el también criticado y criticable modelo territorial, en el que hemos sido incapaces en los últimos cuarenta años de arreglar mínimamente sus carencias originarias. La respuesta estatal al coronavirus no sólo debiera haber partido desde la Moncloa, sino desde todas las Comunidades Autónomas que son tan Estado como el Gobierno central. Y sin embargo hemos podido comprobar cómo se han vuelto a desenvolver ese cúmulo histórico de desconfianzas mutuas, de confusiones competenciales y superposiciones de responsabilidades, que no se deben únicamente a la urgencia de una crisis inesperada, sino que se fundamentan en un sistema territorial inacabado, incompleto, que pudiera tener la potencialidad suficiente para federalizarse de verdad y que sigue quedándose en un remedo singular poco claro y políticamente conflictivo.

Ni la voluntad autonómica se canaliza correctamente en la voluntad estatal (el Senado sigue sin reformarse…), ni la voluntad estatal se reparte bajo criterios cooperativos y de corresponsabilidad. Se han convocado en dos meses más conferencias de Presidentes autonómicos que en el resto del periodo democrático, sí, y se agradece, pero los defectos ínsitos de nuestro sistema territorial siguen estando ahí, clamando una reforma que se pide desde hace décadas y que debiera empezar por abordar, de una vez por todas, la problemática de la integración misma de la diversidad en el proyecto común español.

Pero lo territorial no se agota en lo autonómico, pues el ámbito local, el sempiterno olvidado, sigue clamando por una reestructuración profunda que lo haga eficaz y viable. En toda España, pero sobre todo en la rural, los ayuntamientos han tenido que hacer frente a las consecuencias más inmediatas de la pandemia, desde la gestión de residencias de ancianos y la toma de decisiones inauditas para nuestros alcaldes y alcaldesas, a la asunción fáctica de unas competencias de las que carecen. La administración local es la más cercana al ciudadano, y por eso es también la menos ajena a sus necesidades más urgentes y palmarias, y sin embargo constituye, al tiempo, la administración más maltratada por un modelo de financiación anacrónico, basado en rendimientos variables y dependiente de otras administraciones. Con los medios y recursos que se tenían ha sido un verdadero milagro que los ayuntamientos hayan podido, pese a todo lo acontecido, dar una mínima respuesta al mayor desafío de nuestra reciente historia.

Y si bajamos a la arena de las capacidades estructurales vinculadas a las políticas públicas más directas, el panorama no es menos desolador. Desde los servicios sociales de base a los de atención a la dependencia y a nuestros mayores, pasando por nuestra débil política científica, se despliega un conjunto de carencias permanentes que ahora nos han estallado en la cara con una crueldad inédita. Algo que puede trasladarse a la economía y a la educación, donde más allá de las decisiones puntuales que se han tomado con mayor o menor acierto, hemos podido comprobar sus debilidades permanentes, las que ya existían antes y las que, si no se hace nada para corregirlas, saldrán ahora reforzadas.

De hecho, con la educación se está produciendo un proceso ciertamente asombroso, pues hay una estrategia consciente y decidida por incrementar sus debilidades y acabar con las pocas fortalezas que contaba, y todo bajo el amparo de la urgencia y necesidad de la crisis sanitaria. Desde las escuelas a la universidad las reformas educativas vuelven a la palestra con nuevas dosis de fragmentación y precariedad, ahora avivadas por un tecno-optimismo que solo encubre la profundización premeditada de la falta de crítica, concentración y esfuerzo de un alumnado sumido en la inmediatez. ¿Que la presencia constante de las nuevas tecnologías en la vida de los jóvenes es un obstáculo para la asunción sosegada y concentrada de conocimientos? Pues convirtamos la solución excepcional a la falta de presencialidad enpermanente y estructural para hacer de nuestras aulas, también las universitarias, espacios de hiperconexión donde ya no sea posible el estudio lento y profundo. En esta nueva “estrategia” educativa que nos ha traído el Covid-19, impulsada sobre todo por nuestro anglófilo ministro de Universidades, se aúnan las decisiones y voluntades particulares, la coyuntura misma, con los elementos estructurales que desde aquellas pretenden modificarse. Lo coyuntural se quiere permanente, y los defectos estructurales se profundizan en una huida hacia adelante y hacia la nada que se verán agravados si nadie los corrige.

Pero, como decíamos, para afrontar los problemas estructurales que tenemos como país primero hace falta analizarlos y estudiarlos, hace falta crear foros rigurosos desde los que se creen las estrategias de reforma adecuadas y una línea clara de actuación política, social y económica. Para ello, claro, se necesitaría antes que nada un mínimo consenso sobre la propia conveniencia de hacer tales análisis, que no se difuminara en la verborrea constante de la crispación, y que nos permitiera ver con claridad el bosque de nuestras debilidades por detrás de los árboles de las decisiones ya tomadas, tanto particulares como colectivas y que, lamentablemente, ya no tienen vuelta atrás. ¿Seremos capaces? Me temo que no.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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