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Nota al pie

Para alcanzar la luz

Portada del primer número de la revista 'Litoral'

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La imprenta Sur, de la que este año se ha celebrado su centenario, “tenía forma de barco, con sus barandas, salvavidas, faroles, vigas de azul y blanco, cartas marítimas, cajas de galletas y vino para los naufragios”. Quien así habla es Manuel Altolaguirre (Vida y poesía: cuatro poetas íntimos), aunque el objeto de su descripción no es tanto el recuerdo de aquel espacio como el de su compañero y alma del proyecto editorial: Emilio Prados, “el hombre más generoso del mundo”. Que dos de los grandes autores de la Generación del 27 se unieran alrededor de “unas pocas máquinas” al servicio de la República de las letras sólo podía tener un resultado mítico; al menos, tratándose de personas como ellos, hijos del sentido original del término poeta (hacer, fabricar, producir) y contrarios absolutos del temperamento “doméstico” que ataca León Felipe en Llamadme publicano y Versos del merolico o del sacamuelas, para empezar. Creían en la creación y, cuando se cree de verdad en ella, pasan cosas.

Decía José Andrade Martín -tipógrafo de Sur- que, un día, mientras preparaban la edición de Litoral en homenaje a Luis de Góngora, les empezó a molestar la cantidad de moscas que había por allí; Altolaguirre alcanzó entonces unas tijeras y, tras decir “esto es muy fácil”, cortó “una mosca en dos” en pleno vuelo, lo cual contribuyó bastante a la curiosa fama que ya tenía: la de ser un ángel, ni más ni menos (Litoral: la revista de una generación, de Julio Neira). Octavio Paz contaba que sus amigos lo llamaban así “con una sonrisa” y sus enemigos, “con la boca torcida” (Tres recuerdos de Manuel Altolaguirre) y, quizá en demostración de que la frontera entre amistad y enemistad es muy difusa, Luis Cernuda, gran amigo suyo, llegó a afirmar que en su “afán de parecer un ángel” contribuyó a que no se conociera “al poeta admirable que en él hubo” (Desolación de la quimera), como si él hubiera tenido la culpa de que otros nacieran ciegos. Pero el malagueño, que “sabía mucho y presentía más” (Vicente Aleixandre, en su evocación de 1957), siguió por su camino, dando páginas a quien no las tenía, detalle no tan habitual entre los creadores.

Cuidado con los nombres y apellidos del primer Litoral, es decir, sin mencionar siquiera su breve continuación en el exilio de México (1944) y su renacimiento de 1968, con ediciones tan magníficas como la dedicada a Pedro Garfias. Por ella pasaron desde Federico García Lorca hasta Bergamín, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Hinojosa, Falla, Picasso, Benjamín Palencia, Juan Gris, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, los propios Cernuda y Aleixandre, etc. Evidentemente, no sé si la anécdota de la mosca y las tijeras es fiable; lo que sé y cualquiera que vea puede saber es que Altolaguirre tenía mucho del “diván de leyendas” del que habló Emilio Prados en Tiempo. Veinte poemas en verso, refiriéndose a la noche. La generosidad que achacaba correctamente al fundador de Sur (el “cazador de nubes”, en palabras de Lorca) era también suya y, de paso, de la no suficientemente reconocida Concha Méndez, como demuestra el hecho de que fueran ellos quienes publicaran el segundo poemario de Miguel Hernández (El rayo que no cesa) en sus Ediciones Héroe, cuando las bombas de los socios de Hitler ya empezaban a destruir lo que Antonio Machado definió con contundente claridad como “la España leal”.

Ángel Caffarena, sobrino de Prados, escribió en cierta ocasión que la Generación del 27 se debería llamar “Generación de Litoral”; por mi parte, estoy más de acuerdo con Bergamín, quien propuso que se llamara “de la República” por el destierro que sufrió la mayoría de sus creadores en 1939; pero, en todo caso, es cierto que dicha revista tuvo un papel crucial y, en consecuencia, la propia generación sería inseparable de los dos poetas que fundaron Sur y Litoral y decidieron publicar a otras personas a costa de su tiempo y esfuerzo, incluso en situaciones verdaderamente difíciles. Quien haya leído las inconclusas memorias de Manuel Altolaguirre (El caballo griego) recordará sin duda la historia del “pequeño molino” donde él y otros miembros del XI Cuerpo del EPR se dedicaron a publicar boletines literarios durante la guerra, haciendo papel con “banderas enemigas, chilabas de moros y uniformes de soldados italianos y alemanes”. Cuando hay alguien capaz de crear de barcos como el de la descripción que abre esta columna, la anchura de lo posible es casi imposible de medir; cuando ese alguien no está, lo posible es una mota entre la entelequia y el vacío.

“Dicen que soy un ángel/ y, peldaño a peldaño,/ para alcanzar la luz/ tengo que usar las piernas”: así ironizaba Altolaguirre en 1946 sobre el carácter que le habían atribuido (Nuevos poemas de las islas invitadas) y, desde luego, así alcanzaron la luz Emilio Prados y él. Sus contemporáneos tuvieron la inmensa suerte de disfrutar de sus obras y, además, de encontrarlos entre planchas, prensas, tintas y tipos de imprenta; a veces, esa comunión producía libros y revistas que seguimos celebrando -y algunos, leyendo- cien años después y, a veces, hasta facilitaba el amor con un verso dividido en ocho páginas: el famoso “escucha mi silencio con tu boca” (Un verso para una amiga), que impresionó a Concha Méndez y la acercó al hombre con quien se casaría en el madrileño barrio de Chamberí, con Juan Ramón Jiménez gritando “¡Viva la poesía! ¡Viva el arte!” (Memorias habladas, memorias armadas). Como se ve, hay pocas cosas que una buena edición no pueda conseguir.

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