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'La sombra del pasado', el arte como redención vestido de culebrón nazi

Elisabeth May (Saskia Rosendahl) a punto de entregarle un ramo de flores a Hitler

Francesc Miró

Prácticamente desde el primer minuto de metraje, La sombra del pasado  se afana en demostrar que es una obra idónea para los tiempos que vivimos, por mucho que narre veinte años de la historia de la Alemania del siglo pasado, desde la Segunda Guerra Mundial a la construcción del Muro de Berlín. Pretende demostrar, como en el fondo lo pretenden todas, que no es 'otra película sobre nazis' y en cierto modo lo consigue.

La película abre con una escena en la que nuestro protagonista, Kurt Barnert, visita con su tía una exposición temporal de lo que los nazis llaman 'Arte degenerado'. En ella, un militar hace las veces de guía turístico mientras explica por qué las obras de Mondrian, Picasso y Kandinski carecen de interés y no son más que extravagantes desfachateces. “Si no representa los valores de nuestro pueblo, pierde todo su valor”, explica el señor nazi.

No es de extrañar que de pronto adquiera una dimensión actual si nos paramos a comprender qué significan las declaraciones de Iván Espinosa de los Monteros cuando se refería al cine como algo que no era cultura. Afirmaciones que no desentonaban con lo que afirmaba Abascal en el libro de Sánchez Dragó en el que sostenía que las ayudas al cine deberían ser solamente para películas que “fomenten el patriotismo”. Unas afirmaciones que avivaron el debate sobre si el cine, o cualquier arte, debe responder a una voluntad política. Si debe ser patrimonio del poder y alentar los valores que este convenga en definir como óptimos para la población.

La instrumentalización política del arte, así como herramienta de rebelión y liberación son algunos de los temas que Florian Henckel von Donnersmarck ha abordado en La sombra del pasado. Una obra ambiciosa que, a lo largo de sus 188 minutos de duración, recorre algunos de los males del alma del artista contemporáneo.

Pintura contra el nazi

Cuando tenía seis años, Kurt Barnert -a quien da vida Tom Schilling- vio como se llevaban a su tía a la fuerza a un sanatorio donde terminarían metiéndola en una cámara de gas. Padecía esquizofrenia y para los médicos afines partido de Hitler, esto significaba que eras una persona de condición inferior y no merecías vivir en sociedad. Si eras mujer, además, ibas a dejar una descendencia que no iba a cumplir con el ideal ario. Así que eras, básicamente, un ser humano inservible y por lo tanto prescindible.

Años después, Kurt se convierte en un joven con talento que estudia en la academia de arte. Allí conoce y se enamora de Ellie Seeband -interpretada Paula Beer-, hija de uno de los doctores nazis que durante años practicaron la eugenesia a golpe de receta. El mismo doctor que firmó la sentencia de muerte de su tía.

Florian Henckel von Donnersmarck plantea en La sombra del pasado -título español poco inspirado y lejos del original Werk ohne Autor, que se podría traducir como 'Obra sin autor'-, un drama que relaciona la historia del arte con la historia de una nación. Y convierte lo que es una tesis interesante en una exploración sobre cómo las relaciones personales se filtran en una obra artística y tienen su eco social y político.

Un discurso que se sabe profundamente arraigado en su director y que se aborda de forma hábil pero inspirada de forma intermitente. La sombra del pasado parece dedicar los mismos esfuerzos en hablar de la desmemoria de la Europa contemporánea que en construir un melodrama familiar con poca garra y mucho boato.

Al desarrollo entre lo naif y lo manipuladoramente emocional de la relación amorosa se suman las vueltas circulares sobre la incapacidad de concebir-única característica del personaje de Paula Beer, por lo demás carente de toda ambición-. Amén de la tibia condena del padre de pasado nazi interpretado por Sebastian Koch. Todo lo que rodea al universo familiar del protagonista pretende sumar aristas, pero redunda en una serie de divagaciones maniqueas sobre la familia, el amor, el perdón y el pasado.

Esto, además, no se respalda con una puesta en escena o una concepción formal ingeniosa. La sombra del pasado luce plana de forma consciente. Sobreiluminando en exceso tanto los decorados como los rostros de los protagonistas, que no gozan de un solo frame en el que no les brillen los ojos. Amén de fallos de raccord que hacen pensar en un montaje no demasiado apurado que, puede, sea una de las razones fundamentales de su desproporcionada duración.

Inabarcable monumento a un autor

Con todo lo dicho, es significativo que la película gane en interés cuanto más discursiva se vuelve sobre el arte como herramienta contestataria, incluso redentora. Cuanto más se encierra en el estudio del pintor protagonista.

Según el propio director, las vivencias de Kurt Barnert están inspiradas en las del artista alemán Gerhard Richter, uno de los nombres propios más destacados del arte moderno alemán surgidas en los sesenta.

Aunque hay mucho de fabulación entre realidad y ficción, el suegro de Richter también fue un importante gerifalte nazi e instigador de la eugenesia como práctica institucional. Y su tía, Marianne Schönfelder, también fue asesinada por el régimen.“Pensar que Richter había vivido bajo el mismo techo que la persona que, de alguna manera, era el origen de su trauma y del dolor que le incitó a ser artista... Me pareció un estupendo punto de partida”, decía von Donnersmarck en esta entrevista publicada por Sensacine.

En el filme, de hecho, se descubre como fue la creación de la fascinante obra Tante Marianne, con la que inciaría una etapa que le llevaría a ser uno de los precursores de las denominadas 'fotopinturas'. Más tarde, Richter trasuntaría el paisajismo, la pintura abstracta, el arte pop y el minimalismo.

Pero siempre mantendría un compromiso social con su realidad -que no con una ideología concreta- que le llevaría a reflexionar largo y tendido sobre qué podía hacer él, desde su condición de artista, para cambiar el mundo en el que vivía. “Esencialmente, el arte siempre está relacionado con la necesidad, la duda y la impotencia”, decía el propio Richter en la entrevista que acompañaba el catálogo de la exposición dedicada a su figura que el Museo Reina Sofía le dedicó en los noventa.

Dado el interés y relevancia de la figura de Richter, se siente con pesar y se asimila con fatiga la aparatosa estructura argumental que rodea el ejercicio de reflexión sobre su arte que propone La sombra del pasado. Pero como en su obra, también habitan en ella momentos de verdadera inspiración y belleza.

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