“La invasión de los marcianitos”, la adicción digital de Martin Amis
El lector que se acerque a La invasión de los marcianitos sin un aviso previo puede encontrarse con una sorpresa amarga o estimulante, según su amplitud de miras. El libro es un ensayo que ha permanecido ilocalizable durante décadas (el mercado de segunda mano disparó hasta cifras desorbitadas el precio de los ejemplares de la primera edición), que no había sido publicado en español con anterioridad y que refleja, con el inequívoco estilo literario de Amis, su adicción juvenil a las máquinas recreativas.
En 1982 estaba preparando su primera novela de éxito, Dinero, aquella que le daría la fama y lo colocaría entre los autores más destacados de su generación, pero aún así encontraba tiempo para pasar horas en los entonces peligrosos salones recreativos y gastar buena parte de su efectivo en máquinas míticas como Defender, Pac-Man y, sobre todo, Space Invaders.
El subtítulo de La invasión de los marcianitos no ha sido incluido por Malpaso en su recoleta y lujosilla edición del libro de Amis. Reza “una guía para adictos de tácticas de batalla, puntuaciones altas y las mejores máquinas”, y puede orientar al aficionado a la literatura despistado que se acerque al volumen atraído por el prestigio de Amis.
El libro es exactamente eso: una crónica en primera persona de una adicción, una guía de tácticas no muy distinta a los farragosos artículos de la prensa especializada actual y una maniobra adivinatoria de qué juegos soportarían el paso del tiempo y qué juegos no -con resultados, reconozcámoslo, francamente dicutibles-. En cualquier caso, e independientemente de las virtudes del libro, no todas voluntarias, conviene recordar que el propio Amis desprecia este libro: más allá de renegar de él o arrepentirse de haberlo escrito, ignora su existencia.
Cuenta Nicholas Lezard de The Guardian que en una ocasión se atrevió a sugerir al propio Amis que La invasión de los marcianitos estaba entre sus mejores textos y que no debía haber permitido que se agotara y desapareciera de las librerías. “La expresión de su rostro”, afirma Lezard, “cargada quizás más de lástima que de desprecio, permanece en mis recuerdos de forma muy incómoda”. En cualquier caso, como afirma Sam Leith en su reseña para The Spectator de Martin Amis: The Biography de Richard Bradford -donde el libro ni se menciona-, “cualquier obra que un escritor repudia tiene interés. Particularmente si es una frivolidad y particularmente si, como Amis, te lo tomas todo muy en serio”.
No es difícil de imaginar el motivo de ese desprecio: La invasión de los marcianitos es banal en su temática hasta un punto desafiante, supone una clara válvula de escape para un autor que estaba volcando toda su intensidad creativa en la ficción. Y sin embargo, desde el punto de vista del estilo, el libro es puro Amis: agresivo, encantado de escupir invectivas al lector, de despreciarse a sí mismo y a quien está perdiendo el tiempo leyendo sus andares por las salas más mugrientas de Londres. Pero a la vez refinado, con una prosa única y reconocible, intrincado, amante de los juegos de palabras terminales y la adjetivación imposible.
Inequívocamente Amis son párrafos del libro de este tipo: “Era como un desguace futurista, como un tecnovertedero: viejos asteroids dementes con los cables achicharrados, galaxians sosteniendo sus propios intestinos tras hacerse el haraquiri, vulcans y espectars con cara de pasmo ciego, astrofighters en la fila de la sopa boba hasta desvanecerse en las sombras”.
Fascinación por los bajos fondos
Pero hay más, incluso temáticamente: La invasión de los marcianitos incide en la fascinación del primer Amis por lo sórdido, lo cutre, los bajos fondos, pero desde una perspectiva no solo moral, sino directamente estética. Párrafos que describen el ambiente de los primeros y terroríficos salones recreativos, maximizados hasta la náusea, también recuerdan con facilidad al primer Amis: “Los guardas deambulantes y sus comparsas con cárdenas chaquetas, el forajido que dormita tras la plancha de vidrio con sus bolsas y tubos de monedas; (…) chicarrones negros con monopatín vigilados desganadamente por sus hermanos mayores, más místicos y más machacados, beatos del cannabis, las rastas y las pequeñas fechorías (…) o niños prodigio del MIT que disfrutan de su pausa para el café y la raya de coca. Estos son los dislocados espíritus de los pozos contemporáneos: sus abuelos trabajaron sin duda bajo tierra”.
No es su único tema recurrente. El primer Amis tiene a menudo en su obra a juegos y jugadores como personajes habituales. Juegos serios, juegos dramáticos, pero que funcionan como los juegos infantiles y, por extensión, los videojuegos: antagonismo, rivales mortales, maniobras estratégicas para adelantarse a los movimientos del contrario. De algún modo, parece que Amis aprendió algo de los conflictos reducidos a la mínima esencia de los arcades primigenios y lo aplicó a su ficción. Como afirma Tom Chatfield, “para Amis, las máquinas recreativas representan a la vez un entretenimiento muy atractivo y un nexo para las fuerzas manipulativas que ha explorado en el resto de su trabajo: un epítome de la modernidad tecnológica en la que se dan cita pornografía, adicción, negación y la búsqueda de beneficio”.
La invasión de los marcianitos ofrece además un atractivo adicional para todo lector interesado en los primeros pasos de la industria del entretenimiento interactivo, y sobre todo, en libros teóricos como el de Amis, que estaban sentando las bases del futuro periodismo especializado. Por entonces, prácticamente las únicas obras que había en el mercado sobre videojuegos eran manuales con estrategias para vencer en las máquinas de arcade y sus versiones domésticas, favorecidos por la transformación de Pac-Man en un fenómeno pop con todo tipo de merchandising para el público infantil. Pero escaseaban ensayos, más allá de artículos ocasionales en prensa, que analizaran el recién nacido fenómeno.
El libro de Martin Amis es un perfecto ejemplo prehistórico de una forma de entender el periodismo especializado en videojuegos que hoy vemos como habitual: narrado en primerísima persona, entremezclando crónica de sucesos (el autor llega a detallar casos, muy posiblemente meros rumores de la época, de niños prostituyéndose a cambio de unas monedas para jugar) y con detalles técnicos sobre las máquinas e impresiones sobre sus valores estéticos y jugables.
Una diversión sin demasiado futuro
Desde ese punto de vista, también es interesante -y divertido- comprobar en qué acertó Amis y en qué no con su visión de un mundo invadido por las máquinas de matamarcianos. Su punto de vista es curiosamente distante al fenómeno, pese a reconocerse como adicto. En todo el libro hay una contemplación implícita de los videojuegos como algo inane y sin demasiado futuro más allá de una moda pasajera, lo que conduce a unos cuantos errores de cálculo.
Por ejemplo, aunque concede un breve y último capítulo a lo que él llama “el frente doméstico”, ve los juegos domésticos como una variante sin interés del auténtico videojuego, el que tiene lugar en los salones recreativos: para Amis era imposible calibrar la importancia que las consolas tendrían en el futuro del medio, y se guía exclusivamente por la mera comparación entre la potencia de las máquinas originales y sus respectivas adaptaciones caseras.
No podía prever que pronto esas consolas encontrarían formas propias de expresarse, basadas precisamente en que la urgencia de partidas rápidas, adictivas y sin momentos de reposo pronto dejarían de ser características prioritarias. Tampoco puede prever Amis que la tecnología portátil, entonces aún incipiente con las primerísimas Game & Watch, las maquinitas con pantallas LCD, iría creciendo hasta dar pie a uno de los grandes fenómenos de los noventa, las míticas Game Boy de Nintendo.
Es precisamente con el gigante japonés con quién Amis da su traspiés más llamativo, al contemplar con desdén el primer éxito internacional de la compañía, el mítico Donkey Kong –el videojuego donde nació Mario, aquí aún conocido como Jumpman-. Pese a reconocer sus virtudes gráficas, Amis afirma que “Kong es ahora el rey de los salones recreativos y es muy probable que disfrute de una breve moda que le suministre pingües beneficios, pero yo tengo una visión donde esta máquina acaba en lo alto del Empire State Building para arrojarse a su destrucción. Querido asno [”Donkey“ es ”burro“ en inglés], tus días están contados. Te espera el desguace”.
El motivo de tal desprecio es la estética infantil del juego de Nintendo, que comparte con otros títulos de la época que Amis contempla también con condescendencia pese a su éxito, como Frogger o Pac-Man. Sus melodías pegajosas, su colorido de dibujos animados y, sobre todo, su intención de contar pequeñas historias dando el protagonismo no es ya de una nave o un vehículo sino de un personaje con cara y extremidades (o solo boca, como en el caso del comecocos) contrasta con los espartanos videojuegos primigenios: con los siniestros Space Invaders que avanzan en perfecta formación como zombis del espacio exterior hacia la tierra; con la descomunal abstracción sujeta a rígidas leyes físicas de Asteroids; o con la fantasía de poder al borde de lo post-nuclear de Missile Command.
Martin Amis se convierte así en el primer purista de los videojuegos. El primer guardián de las esencias. Uno de los primeros en clamar en voz alta aquello de que “antes los videojuegos sí que estaban bien”, inventando la retronostalgia antes de que hubiera tiempo material para que tuviera sentido. Posiblemente ya hubo un jugador de Galaxy Game, considerado primer videojuego comercial de la historia, que refunfuñaba entre dientes que Spacewar! era bueno de verdad, del mismo modo que hoy los aficionados a los videojuegos retro suspiran por los tiempos de gráficos pixelados y acción sin argumento. Y así Amis, acogiéndose a esa misma actitud de forma intuitiva con este curiosísimo ensayo primerizo nos demuestra que eso de que todo cambia para seguir más o menos igual no es cosa de hoy.